Violencia sexual en el conflicto armado colombiano
Por: Autora invitada | 03 de junio de 2014
Isabel Ortigosa, Responsable de Incidencia de InspirAction
Foto: Inspiraction
Indudablemente, la magnitud de la violencia sexual contra las mujeres en el marco del conflicto armado en Colombia aún no ha recibido la atención que merece. Cuando los crímenes llegan a ser denunciados, las mujeres encuentran grandes obstáculos para acceder a la justicia, incluyendo altísimos niveles de impunidad. Sin embargo, y a pesar de estos obstáculos y del gran costo personal, las mujeres colombianas están alzando su voz y exigiendo el derecho a la verdad, la justicia, la reparación y garantía de no repetición. Hacerlo supone hacer frente a amenazas y riesgos a su integridad física y la de sus familias.
El informe “Colombia: Mujeres, Violencia Sexual en el Conflicto y el Proceso de Paz”, lanzado recientemente por ABColombia, con el apoyo de la ONGD española InspirAction, explica como la violencia sexual en Colombia ha sido utilizada como estrategia de guerra con el objetivo de aterrorizar y controlar a las comunidades.
El informe “Colombia: Mujeres, Violencia Sexual en el Conflicto y el Proceso de Paz”, lanzado recientemente por ABColombia, con el apoyo de la ONGD española InspirAction, explica como la violencia sexual en Colombia ha sido utilizada como estrategia de guerra con el objetivo de aterrorizar y controlar a las comunidades.
Hablamos de una práctica sistemática y generalizada. Como tal, es importante no tratar estos crímenes como violaciones aisladas, o –en el caso del Estado- como cometidas por agentes estatales deshonestos. Es fundamental reconocer el carácter generalizado y sistemático del crimen y analizar los patrones y tendencias con el fin de identificar a los responsables y establecer la responsabilidad en la cadena de mando.
Pero para abordar el impacto de la violencia sexual relacionada con el conflicto, es importante comprender el contexto social y cultural: además de los sistemas patriarcales basados en la dominación y la discriminación de género, existen otros factores como la marginación social, política y económica que deben ser tenidos en cuenta. Para las mujeres indígenas y afrocolombianas, estos factores se combinan con actitudes históricas relacionadas a la esclavitud y discriminación racial. La impunidad sirve para reforzar, en lugar de desafiar estas normas y patrones preexistentes de discriminación contra la mujer.
Este caldo de cultivo ha sido exacerbado por el conflicto armado interno. La misma Corte Constitucional de Colombia ha señalado que la violencia sexual se trata de un crimen perpetrado por todos los actores armados y que es “una práctica habitual, extensa, sistemática e invisible”. Los cuerpos de las mujeres han sido utilizados en este conflicto para lograr objetivos militares y como botín de guerra. La violencia sexual contra las mujeres ha sido también utilizada para ejercer control social y territorial sobre sus actividades cotidianas, especialmente por parte de los grupos paramilitares, incluyendo las BACRIM (grupos paramilitares que continuaron después del proceso de desmovilización). Muchas mujeres son además forzadas a prostituirse por parte de las empresas controladas por paramilitares.
Pero para abordar el impacto de la violencia sexual relacionada con el conflicto, es importante comprender el contexto social y cultural: además de los sistemas patriarcales basados en la dominación y la discriminación de género, existen otros factores como la marginación social, política y económica que deben ser tenidos en cuenta. Para las mujeres indígenas y afrocolombianas, estos factores se combinan con actitudes históricas relacionadas a la esclavitud y discriminación racial. La impunidad sirve para reforzar, en lugar de desafiar estas normas y patrones preexistentes de discriminación contra la mujer.
Este caldo de cultivo ha sido exacerbado por el conflicto armado interno. La misma Corte Constitucional de Colombia ha señalado que la violencia sexual se trata de un crimen perpetrado por todos los actores armados y que es “una práctica habitual, extensa, sistemática e invisible”. Los cuerpos de las mujeres han sido utilizados en este conflicto para lograr objetivos militares y como botín de guerra. La violencia sexual contra las mujeres ha sido también utilizada para ejercer control social y territorial sobre sus actividades cotidianas, especialmente por parte de los grupos paramilitares, incluyendo las BACRIM (grupos paramilitares que continuaron después del proceso de desmovilización). Muchas mujeres son además forzadas a prostituirse por parte de las empresas controladas por paramilitares.
Mientras tanto, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC, obligan al uso de la anticoncepción y al aborto a sus soldados rasos. Según el Grupo de Atención Humanitaria al Desmovilizado del Ministerio de Defensa, entre 2012 y 2013, 43 de 244 mujeres combatientes desmovilizadas informaron que habían sido obligadas a abortar. Es frecuente el reclutamiento forzado de niñas, con el fin obligarlas a prestar servicios sexuales, o como ‘pago’ para proteger a otros miembros de su familia.
Por su parte, el impacto de la participación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en la violencia sexual tiene unas connotaciones especialmente devastadoras, ya que ellas tienen el mandato de proteger a la población civil. Cuando la violencia sexual es cometida por los mismos representantes del Estado cuya función específica es proteger a la población, el resultado es un sentimiento total de desprotección y abandono: no queda nadie a quien acudir en busca de justicia. Esta ausencia del Estado de Derecho deja a las comunidades expuestas, generando miedo y terror: aquellos que supuestamente deberían aplicar la justicia son los que están violando derechos. La Defensoría del Pueblo de Colombia informó que en Cartagena “los casos de violencia contra las mujeres por parte de la Fuerza Pública si bien no [correspondían] a una estrategia de guerra (…), sí se constituían en una práctica generalizada que se valía de las condiciones de subordinación históricas de las mujeres, las precarias condiciones económicas producto de la desprotección del Estado y la naturalización de ideas insertas en la cultura, como la de que el cuerpo de las mujeres era un objeto que le pertenecía a los hombres”.
Lamentablemente, solo un 18% de las mujeres colombianas denuncian violencia sexual, y el nivel de impunidad para crímenes sexuales llega a más del 98% de los casos. Detrás de los datos y las cifras, se esconden sentimientos de miedo, impotencia, frustración e inseguridad. Los factores que obstaculizan el acceso a la justicia son múltiples: actitudes patriarcales y racistas que influyen en la conducta de los responsables de la administración de justicia, intimidación y violencia contra los jueces, abogados y testigos, sistemas ineficientes e ineficaces en la administración de justicia, así como la ausencia de estrategias articuladas, criterios tangibles y coordinación entre los departamentos que atienden a las víctimas. Pero para acabar con esta lacra se necesita ante todo voluntad política y compromiso en todos los niveles. Sin ellos, ninguna ley será eficaz.
Es el momento de pensar críticamente en cómo las organizaciones de mujeres pueden participar en el proceso de reconstrucción y en la conformación de las leyes y las instituciones públicas resultado de estos diálogos. La exclusión de las mujeres en la construcción de la paz sería un error que sin duda marcaría el proceso; un lujo que los colombianos no pueden permitirse.
Por su parte, el impacto de la participación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en la violencia sexual tiene unas connotaciones especialmente devastadoras, ya que ellas tienen el mandato de proteger a la población civil. Cuando la violencia sexual es cometida por los mismos representantes del Estado cuya función específica es proteger a la población, el resultado es un sentimiento total de desprotección y abandono: no queda nadie a quien acudir en busca de justicia. Esta ausencia del Estado de Derecho deja a las comunidades expuestas, generando miedo y terror: aquellos que supuestamente deberían aplicar la justicia son los que están violando derechos. La Defensoría del Pueblo de Colombia informó que en Cartagena “los casos de violencia contra las mujeres por parte de la Fuerza Pública si bien no [correspondían] a una estrategia de guerra (…), sí se constituían en una práctica generalizada que se valía de las condiciones de subordinación históricas de las mujeres, las precarias condiciones económicas producto de la desprotección del Estado y la naturalización de ideas insertas en la cultura, como la de que el cuerpo de las mujeres era un objeto que le pertenecía a los hombres”.
Lamentablemente, solo un 18% de las mujeres colombianas denuncian violencia sexual, y el nivel de impunidad para crímenes sexuales llega a más del 98% de los casos. Detrás de los datos y las cifras, se esconden sentimientos de miedo, impotencia, frustración e inseguridad. Los factores que obstaculizan el acceso a la justicia son múltiples: actitudes patriarcales y racistas que influyen en la conducta de los responsables de la administración de justicia, intimidación y violencia contra los jueces, abogados y testigos, sistemas ineficientes e ineficaces en la administración de justicia, así como la ausencia de estrategias articuladas, criterios tangibles y coordinación entre los departamentos que atienden a las víctimas. Pero para acabar con esta lacra se necesita ante todo voluntad política y compromiso en todos los niveles. Sin ellos, ninguna ley será eficaz.
Es el momento de pensar críticamente en cómo las organizaciones de mujeres pueden participar en el proceso de reconstrucción y en la conformación de las leyes y las instituciones públicas resultado de estos diálogos. La exclusión de las mujeres en la construcción de la paz sería un error que sin duda marcaría el proceso; un lujo que los colombianos no pueden permitirse.
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