Fernando Savater
FERNANDO SAVATER 3 SEP 2012
Se da por supuesto que Gran Bretaña cuenta con una estupenda literatura de aventuras porque los ingleses fueron navegantes, colonialistas y bastante piratas en sus días de gloria. Pero es curioso que los españoles, que también pensaron un día que navegar era más necesario que vivir, sólo hayan aportado al género -lo que desde luego no es poco- las magníficas crónicas de Indias. La decadencia del Imperio arrastra también el final de los relatos de aventuras exóticas bajo soles lejanos. En el siglo XIX y primera mitad del XX, la novela en español se aburguesa y se hace urbana con muy pocas excepciones: algunas historias de Valle Inclán protagonizadas por el Marqués de Bradomín, Ramón J. Sender…y desde luego Pío Baroja, a quien José-Carlos Mainer ha dedicado una biografía (Pío Baroja, ed. Taurus) que también es un estudio realmente magnífico de su obra.
Resulta lógico que sea un vasco quien haya escrito la mejor narrativa de aventuras contemporánea en español. Desde antes de los tiempos del descubrimiento de América, como pioneros de la pesca de altura y la caza de la ballena, los vascos fueron navegantes arriesgados e impávidos. Luego se convirtieron en expertos insustituibles en el manejo de la tecnología punta de la época, como el pilotaje de las recién inventadas carabelas, la cartografía, etc… Y después, gracias al ímpetu misionero de los jesuitas, fueron colonizadores en el nuevo continente y también en el orienta más lejano. Todo lo contrario, por cierto, al actual modelo de vasco acuñado por el nacionalismo, encerrado en los límites de su caserío mental y definido solo por su oposición a esa España cuya leyenda colectiva tanto contribuyeron antaño a forjar.
Sin embargo, los aventureros de Pío Baroja son de una índole especial, diríamos que mucho más desencantada y por tanto más moderna. Lo que para ellos cuenta no es el triunfo institucional, el botín ni la gloria, sino el dinamismo de una peripecia que toma su propia inquietud como objetivo y recompensa (precisamente una de sus mejores novelas se titula Las inquietudes de Shanti Andía). Para el escritor, la acción por la acción es la meta de todo hombre sano. No tanto la empresa colectiva sino la apuesta que gana hasta cuando pierde por lo que cada cual tiene de irrepetible: "lo individual es la única realidad en la Naturaleza y en la vida", afirma en César o nada. Aquí, como en otras ocasiones en Baroja, suena un eco de Nietzsche: "Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad".
Para privilegiar lo dinámico, Baroja busca sus protagonistas no solo entre marinos y guerrilleros sino también en toda forma de marginales, vagabundos y anarquistas por doctrina o vocación: el escombro social para los bienpensantes, inadaptado e inconformista. Don Pío fue una persona de orden a la que sólo le interesaban literariamente los propagadores de desorden… Elogió la energía bárbara de quienes rajan la costra de la sociedad para alcanzar el aire libre. Ortega, que sintió una mezcla de fascinación y repulsión por su obra, reconoce que el rumor de enjambre de sus personajes, su vaivén ("entran y salen de la novela como la gente sube y baja del autobús"), reproduce el paso veloz de la vida misma, su contingencia, su mudanza constante y vulgar. Sin embargo, aunque sus tramas a veces desconciertan, jamás aburren. Es el narrador puro, que cuenta de corrido como sin entender del todo a dónde va y por eso mantiene también abierta en el lector la intriga existencial que palpita en cuanto ocurre. Crea adicción: por ejemplo Antonio Regalado convierte en autobiografía su pasión por el donostiarra (Leyendo a Pío Baroja, ed. Renacimiento).
Pío Baroja se definió a sí mismo como "hombre humilde y errante". Un planteamiento modesto, de perfil bajo, que contrasta con lo rotundo de los improperios, dictámenes inapelables e impertinencias feroces (lo que Ortega llamó "opiniones de ametralladora") que jalonan su obra. Se le ha reprochado el descuido de su estilo y la desatención casi provocativa a las normas del buen gusto literario. Pero nadie puede regatearle la eficacia de su prosa, que ha envejecido mucho menos que la de cualquiera de sus contemporáneos, rivales o críticos.
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