Juan Goytisolo
De nuevo en el furgón de cola
La ignorancia y la corrupción vuelven a campear a sus anchas en España
Tras evocar la fertilidad intelectual y creativa del periodo que abarca el tardofranquismo y la Transición democrática, un autoexiliado como los que jalonan nuestra reiterativa historia, el filósofo Eduardo Subirats, comentaba en una carta fechada el pasado mes de diciembre que “en los años ochenta y noventa esa energía fue lentamente apartada de la vida pública y suplantada por una mezcla de oportunismo, ignorancia y corrupción cuyos resultados saltan a la vista”. Las citadas líneas acompañaban su propuesta de una entrevista conmigo en el marco de un medio digital en torno al tema de Crisis y Crítica bajo el elocuente título cernudiano de Desolación en la Quimera.Aunque mi situación de desamparo tecnológico (el amigo que transcribe en su ordenador mi letra menuda y casi ilegible se había ausentado de Marraquech) me impidió responder entonces a su solicitud, creo que la materia merece ser debatida con calma en unos tiempos en los que “la destrucción continuada e irreversible de los medios educativos”, dice Subirats, han puesto a España en el estado de postración en el que yace.
La emergencia de nuevas generaciones que hace medio siglo aspiraban a desembarazarse de la camisa de fuerza del Régimen y acariciaban el dulce sueño del acercamiento a Europa había abierto las compuertas a un pensamiento innovador y revulsivo que barría los esquemas caducos del nacionalcatolicismo y ofrecía al público cuanto había sido vedado por el obtuso poder oficial. La rebeldía intelectual y vital era el común denominador que inspiraba a cuantos, jóvenes o menos jóvenes, pugnaban por ponerse al día y acceder al uso de la palabra.
Las revistas y publicaciones de la época dan rendida cuenta de un cambio que desbordaba las fronteras trazadas por la censura. Ésta funcionaba aún, pero el ansia de libertad era más fuerte y la agonía del Caudillo preludiaba la del Régimen. La labor aperturista de la inolvidable revista Triunfo y la del semanario Cambio 16 fueron un soplo de aire fresco en la cerrada atmósfera que prevalecía desde el final de la Guerra Civil. Las editoriales innovadoras —Seix Barral, Anagrama, Tusquets, Lumen...— seguían la misma pauta y el público descubría a una serie de autores de dentro y de fuera que devoraba con insaciable apetito. La aparición de EL PAÍS abrió la brecha definitiva en el muro vetusto que se agrietaba. Simultáneamente a la hornada de grandes escritores latinoamericanos —García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Lezama Lima, Cabrera Infante...— y al reconocimiento de la obra ingente de Octavio Paz, traído a España de la mano de Pere Gimferrer y Julián Ríos, surgieron publicaciones literarias a veces efímeras, pero llenas de vitalidad y lozanía. Nadie ponía entonces puertas al campo y todo parecía posible. Comparar los suplementos literarios de la época con los de ahora es un penoso ejercicio de melancolía.
La década de los ochenta empezó con los mejores augurios: pienso en la revista Quimera cuyo empuje se prolongaría luego bajo la dirección de Ana Nuño y en la colección Espiral conducida por el gran autor de Larva. La oferta cultural era amplísima y el curioso lector no daba abasto. El retraso de décadas de aislamiento no podía colmarse en tan breve plazo, pero los aquejados de incurable libropesía (el término es de Quevedo) respondían al reto. La indispensable distinción entre el texto literario y el producto editorial que permite al buen editor publicar el primero gracias a las ventas del segundo se mantendría a primera vista intacta, pero se vería borrada conforme nos adentramos en los años noventa.
Vista a distancia, la frustrada inserción en la Península de la editorial Ruedo Ibérico fue una primera señal de alarma de la “normalización” que se avecinaba y de la marginación gradual de la disidencia en aras del progreso vendido por nuestros políticos: el de un país autosuficiente y rico, a la altura de sus grandes socios europeos. Cierto que revistas incentivas como Syntaxis, cuya aventura creadora se conmemoró recientemente, lucharon a contracorriente por una reflexión crítica de la modernidad y del neoconservadurismo propiciado por la globalización con la subsiguiente supeditación de la cultura al igualitarismo de las nuevas tecnologías y a las leyes del dios Mercado, pero la conjunción de ambos factores acabó por imponerse. Como me escribía Eduardo Subirats, “los espacios culturales administrados por las élites políticas no han sido capaces de revisar el pasado ni el presente de la historia española y mucho menos de transformarlo en un sentido esclarecedor”. De resultas de ello, el conformismo contra el que lucharon el pasado siglo figuras tan dispares como Valle-Inclán y Manuel Azaña configura de nuevo el horizonte hostil que nos aprisca en rebaño. Los Blanco White de hoy existen en los diversos campos del saber universitario, pero pocos, muy pocos, se esfuerzan por rescatarlos.
Un periodismo literario a menudo mediocre ha expulsado a los márgenes el pensamiento crítico que vertebra la vida cultural. Ambos son a la vez necesarios y compatibles en publicaciones destinadas al gran público, pero el desalojo del segundo en aras de una actualidad efímera y redundante conduce a un irremisible empobrecimiento intelectual y al desprecio de las facultades cognitivas de los lectores. En fecha no lejana fui testigo de un episodio descorazonador: había agregado a mi reseña de la correspondencia entre dos figuras centrales de la historiografía española del siglo XVI, Américo Castro y Marcel Bataillon, unas preciosas analectas con frases espigadas de su apasionante intercambio epistolar, pero dicho florilegio de una cuartilla y media no apareció “por falta de espacio” siendo así que en la misma edición en papel del suplemento del periódico en el que colaboro desde su fundación se dedican páginas enteras a fotografías y entrevistas a supercampeones de ventas de los que probablemente nadie volverá a oír hablar después de su espectacular promoción comercial.
Podría citar algunos otros ejemplos de esa celebración del vacío en un país donde se recortan despiadadamente los presupuestos educativos y culturales, se suprimen las becas de estudio y se empuja al exilio a millares de universitarios hipotecando así el futuro de las generaciones venideras. Según estadísticas divulgadas por la prensa ocupamos de nuevo nuestro antiguo puesto de furgón de cola europeo en términos de desarrollo humano y estamos a la cabeza en el de fracaso escolar mientras el Gobierno se jacta de los éxitos de la Marca España y ensalza las virtudes de la austeridad impuesta por Merkel y Bruselas. La ignorancia y corrupción campean como en otras épocas y en razón de ello no nos auguran, mucho me temo, un porvenir brillante.
Juan Goytisolo es escritor.
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