Claudio Magris : “La única solución para Europa es un Estado fuerte, federal y respetado”
Texto: Mercedes Monmany
Fotografías: Gloria Nicolás
Uno de los escritores e intelectuales europeos más respetados y escuchados de nuestros días, Claudio Magris (Trieste, 1939), germanista de formación y autor de una variada obra que va desde el ensayo (Utopía y desencanto, La historia no ha terminado, Trieste, una identidad de frontera, El anillo de Clarisse, Itaca y más allá), la novela (Otro mar, A ciegas), el teatro (La exposición, Así que usted comprenderá) o libros fascinantes e inclasificables como El Danubio, que lo dio a conocer en todo el mundo, es asimismo, desde hace años, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura.
Colaborador desde muy joven de la prensa italiana, y de otros muchos medios internacionales donde se recogen habitualmente sus lúcidos e incisivos artículos, sus contribuciones semanales en el Corriere della Sera suscitan siempre numerosos y apasionantes debates, como el que ha tenido lugar recientemente acerca de su inclusión, no solicitada, sin él saberlo, en la red social Facebook: “Reclamo mi derecho, defendido por la Constitución, de no formar parte de ninguna asociación; al mismo tiempo reivindico mi absoluto derecho a la incapacidad digital”. Magris recordaría que a todos, hoy, se les exige leer los mismos libros, discutir acerca de los mismos problemas, participar en los mismos eventos: “El que no lo hace es clasificado inmediatamente de asocial y se le reconduce a la norma, aunque sea en contra de su voluntad, como un clochard al que se le obliga a ponerse un smoking”.
En una ocasión, recuerdo que en un coloquio estuvimos comentando que Europa está de algún modo encuadrada entre dos Galicias: la Galicia del Finisterre europeo, al oeste, y en el lado oriental, la antigua Galitzia austrohúngara, patria de tantos escritores míticos, desde Joseph Roth a Bruno Schulz. Si nadie duda sobre las fronteras occidentales de Europa, la cuestión sobre dónde acaba, hacia el este, siempre ha estado en discusión. Ahora, curiosamente, este debate histórico que viene de lejos vuelve a estar sobre el tapete con el drama ucraniano. Un drama que no plantea si no una nueva paradoja: mientras en el oeste florecen los euroescépticos, los euronegacionistas, y algunos países y sobre todo grupos populistas quieren salir como sea de la Unión Europea, en el otro lado la gente soporta temperaturas de 20 grados bajo cero porque quieren entrar aunque les cueste la vida. Recientemente, el magnífico escritor Yuri Andrujovich, cabeza de serie absoluto de las últimas generaciones literarias ucranianas, ha lanzado una llamada desesperada a sus amigos y colegas del resto de Europa: “¡Piensen en nosotros! ¡Muestren su solidaridad!”.
Es cierto que los confines de Europa, hacia el Este, serían efectivamente aquella Galitzia austrohúngara, tan rica en escritores. Y, más en concreto, yo diría que en relación a Ucrania, los verdaderos confines, la frontera simbólica, sería Rutenia. Ucrania y Rutenia quieren decir lo mismo. Sólo que los rutenos eran los ucranianos austrohúngaros. Los actuales ucranianos formarían parte de una Europa centro-oriental, pero Europa a fin de cuentas. Es decir, el espíritu, el trasfondo histórico del que vienen es particular: un tipo de cultura austrohúngara, una serie de tradiciones, de costumbres, también de desilusiones políticas, de servidumbres. Aunque, evidentemente, hay que tener cuidado con esto. Nada cierra nada. Además, literariamente hablando, tenemos casos como el de Turgueniev, un ruso, a la vez ferviente europeísta. Pero no se trata de hablar en términos estrictamente literarios.
“El mundo tiene que ser administrado y cambiado”
En lo que se refiere a una determinada civilización, al aspecto sociopolítico e institucional, a la relación entre el ciudadano y el estado, con todos los límites de las generalizaciones, se puede decir que sí, que aquella Galitzia significaba simbólicamente los confines de Europa. Desde luego en el caso de Galicia es mucho más fácil, porque a fin de cuentas la frontera es el mar. Pero aquello es mucho más ambiguo. “Leopoli, tomba di popoli” —es decir, Lvov, la antigua Lemberg alemana— cantaban cuando partían los soldados triestinos, enrolados por Austria, bajo cuyo dominio estaban, en la Primera Guerra Mundial. No me refiero a los voluntarios que se habían ido a combatir por Italia contra Austria, sino a los ciudadanos austriacos de entonces que eran enviados a Galitzia, a unas terribles y masacrantes batallas.
Este año, con enormes fastos y homenajes a caídos de todos los bandos, con publicaciones y revisiones históricas múltiples, se conmemora el inicio de esta Primera Guerra Mundial de la que hablas. ¿Cuáles son los fantasmas y retos aún pendientes, las posibles lecciones a las que se enfrenta la Europa actual desde aquella devastadora tragedia, de proporciones apocalípticas, con la que en realidad dio comienzo el siglo XX?
En mi caso particular estoy implicado precisamente en un proyecto alrededor de esta conmemoración. Voy a hacer para la televisión italiana una serie con cuatro capítulos. En cada una de las partes estará presente un diálogo con un personaje determinado. La primera parte, la principal, la llamo El sueño de Adán. Y empiezo con Adam Wandruszka, un gran historiador austríaco, nacido a finales del 14. En una ocasión vino a Trieste a buscar en el cementerio austríaco la tumba de su padre, que había caído como oficial en los montes del Carso, junto a Trieste, combatiendo contra los italianos. Adam me dijo que se llamaba así porque cuando su padre se fue a la guerra su madre estaba embarazada, y su padre decidió que si era niño se tenía que llamar, sin lugar a dudas, Adam. Por una simple razón: porque esta sería la última guerra de la historia y luego se nacería a un mundo de paz, a un “nuevo Adán”. Este sueño increíble recorría en aquel entonces todo y a todos sin excepción. Sucedía, por ejemplo, con la poesía rusa que soñaba con el hombre nuevo, y en tantos otros casos. Todos creen que surgirá algo nuevo y diferente. Pero al final resultó que la guerra no sólo dejó tras de sí una masacre espantosa, sino que, muy al contrario, nada quedó solucionado: el problema de las fronteras quedó aún más abierto, el problema de las nacionalidades se incrementó…
¿Cómo vivieron la cruda realidad de la guerra todos aquellos jóvenes que iban directamente al matadero, de forma alegre en ocasiones, sin ser conscientes?
Hay una frase del Papa Benedicto XV, el único que en aquellos días, junto a algunos socialistas, realmente llegó a comprender y ver claro lo que estaba sucediendo, que dice así: “Inútiles masacres y suicidio de Europa”. Porque con aquella guerra, Europa, que durante 2.000 años había sido el centro del mundo, se hundiría en lo peor. Esto es interesantísimo cuando lo vemos desde nuestra perspectiva actual: cómo se es incapaz de imaginar lo que vendrá más tarde. Cuando se produce el atentado de Sarajevo, es decir, el comienzo de la guerra en sí, ninguna potencia entonces creía que se llegaría a ella. Piensan: les daremos alguna que otra bofetada como mucho, durará cuatro días… Y de repente estalla esto monstruoso que para los militares sería incluso peor que la Segunda Guerra Mundial. Entendámonos: la Segunda es horrible para los civiles, además está la atrocidad de la Shoah, pero para los militares aquello sería algo apocalíptico, nunca visto. Muchas posturas de aquellos días son realmente llamativas, y no sólo en lo que se refiere a los ultranacionalistas belicosos, sino también en lo que se refiere al campo de los demócratas de aquellos momentos, por así llamarlos. Ellos también compartían esta fe absoluta en ese mundo nuevo del que hablábamos.
“La caída de la utopía totalizante es una liberación”
Nos han llegado testimonios impresionantes, por ejemplo, a través de aquella joven y brillantísima generación perdida triestina, en ocasiones muertos prematuramente, como Scipio Slataper y Carlo Stuparich, caídos en el frente durante la Guerra del 14. Elody Oblath, una de las amigas de Slataper, el mítico autor de Mi Carso —que escribiría con tan sólo 24 años—, quien más tarde se casaría con el Stuparich sobreviviente, con Giani, dijo sobre aquellos días del inicio de la guerra: “Estábamos dispuestos a morir y en el fondo —y esto lo dice con un profundo sentido de culpa— estábamos igualmente dispuestos a pedir la muerte de millones de hombres”. Es decir, encuentras a muchos que se van a la guerra con un sentido de la aventura, de las experiencias emocionantes, y luego, inmediatamente, llegan Verdún, Galitzia, el Carso, lugares en los que, para ganar un espacio que sería como ir desde aquí hasta el fondo de aquella escalera, tienen que caer doscientos hombres, y al día siguiente otros doscientos. Son necesarias todas aquellas terribles matanzas para que por fin se lleven las manos a la cabeza horrorizados. Es realmente sorprendente. Porque yo, que he tenido la suerte de no haber estado en ninguna guerra, no tengo necesidad de que nadie me meta una bayoneta en la barriga para imaginar que es algo espantoso. Es algo extraordinario esta imprevisión, este pillar por sorpresa. Luego está otro fenómeno de enorme importancia que aparece con esta Primera Guerra, que es la aparición de las masas en toda Europa, con lo que el mundo cambió radicalmente.
Se cancela en cierto modo aquel “mundo de ayer”, de seguridad, con sus pautas, sus problemas enquistados, pero también sus rutinas, del que hablaba Zweig.
Cambian muchas cosas, en efecto. En la posguerra del 14, todas las fuerzas políticas que antes habían dominado los países —los liberales, los republicanos, etc.— se quedaron totalmente fuera de juego porque no entendían a las masas. El fascismo y el comunismo las entienden perfectamente. Yo diría que el fascismo, al menos en un primer momento, las entiende incluso más. Además, no olvidemos que países como Italia no deseaban la guerra, el Parlamento no la quería, fue la plaza —la calle, por así llamarla— la que la impuso. Con lo cual se produce un fenómeno extremadamente peligroso. En ese sentido es una época que hace acabar efectivamente ese “mundo de ayer” y abre paso a la Segunda Guerra Mundial que, con todos sus espantos específicos, sus horrores, en el fondo no es más que una continuación. Pero lo que hace bascular todo, el verdadero big bang del nuevo mundo, incluyendo en esto tanto lo bello como lo nefasto, es la primera. Sin la Primera Guerra Mundial, sin el suicidio de Europa, probablemente los pueblos coloniales, por ejemplo, no hubieran podido más tarde emanciparse. Aquel de entonces es un proceso que, a mi entender, aún no ha terminado. Lo que una vez fue un orden, con tantos aspectos discutibles, algunos incluso tremendos, estalló de repente.
Llama la atención la tremenda inocencia con la que algunos se enfrentaron a este auténtico fin del mundo antes nunca conocido, como decías.
Hay casos realmente llamativos, conmovedores. En la tercera parte que he escrito para esta serie de televisión hablo sobre la literatura y la guerra mundial. Por un lado, está la literatura de exaltación, de género nacionalista, y por otro la demócrata. Están los que la denuncian, los que la aceptan —como sería el caso de Stuparich, de Carlos Emilio Gadda— y también, claro, los pacifistas. Luego están los que, como Jünger, continúan creyendo que la guerra es “una gran escuela”. Yo, naturalmente, estoy en contra de Jünger, pero tengo que decir que entiendo mejor a alguien como él, que desde el principio sabe lo que es la guerra y por tanto no se sorprende, que a aquellos que van a la guerra como a una aventura y luego dicen “¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?”. Hay una maravillosa historia judía que me contó en una ocasión el escritor triestino Giorgio Voghera, que es la historia de un judío austríaco que es llamado a filas. Él está en contra de la guerra pero va. Le fastidia, pero hace los ejercicios reglamentarios, las maniobras, aprende a disparar. Por fin lo mandan al frente y él va obedientemente. Una noche, dan la orden de salir de las trincheras y atacar las posiciones rusas. Él va de mala gana, pero se arrastra por tierra para ir avanzando y, en un momento dado, los rusos lanzan unas bengalas que iluminan la llanura y comienzan a disparar. Y él de repente se pone a gritarles: “¡Pero qué hacéis! ¿Estáis locos o qué? ¡Aquí hay gente!”. Y en ese momento cae fulminado por una bala.
Has hablado mucho de las utopías en tus libros, en novelas como A ciegas o en ensayos como Utopía y desencanto. Después del siglo de las utopías por excelencia, el siglo XX, de su desmoronamiento tras la caída de los regímenes totalitarios de un signo y de otro, ¿qué ha quedado? Parece que con ellas se fueron también un gran número de ideas sociales justas, legítimas, y comenzó poco a poco un declive de los partidos tradicionales de izquierda en Europa. Ahora, de norte a sur, de este a oeste, parece sólo reinar un gran cinismo, escudado en una dramática crisis, que no es sólo económica, sino también de las ideas, de los valores, de ilusiones que se asesinan antes incluso de tener la oportunidad de enunciarse. Además se aplica el término de “radical” enseguida a todo aquel que reclama simplemente cambios en este estado de cosas.
Yo creo que la caída de las utopías, ya no digo totalitarias, sino totalizantes, aquellas que tenían la idea de construir un futuro perfecto, de tener la receta para construirlo, el hecho de que estas utopías cayeran, no tiene por qué significar en modo alguno una desilusión, sino que tiene que ser vivido como una liberación. Lo trágico es que en vez de sentirse libres de soluciones equivocadas y autoritarias, y por tanto libres para seguir intentando mejorar el mundo, es decir, haciendo intentos una y otra vez, siempre de manera imperfecta, democrática, conciliadora, de repente esta caída parece que hubiese llevado a la gente a no creer en ninguna solución.
“La unanimidad no es democracia”
Hay una frase de aquel cabaretista genial del que Brecht aprendió mucho, Karl Valentin, que dice: “Hubo una vez en que el futuro fue mejor”. No el presente, porque se trataba de un presente horrendo. Es decir, hasta un cierto momento de la historia bastante reciente, había existido la idea de construir un futuro mejor, un proyecto para un futuro. Yo, por ejemplo, que nunca compartí la utopía comunista, sigo creyendo que este cinismo actual es un error. Lo que sucede es que la humanidad, en estos momentos, se muestra verdaderamente inmadura, en el sentido de que o bien quiere tener las revelaciones como en el Sinaí, con unas tablas de la ley dadas por Dios a través de las cuales se sabe todo inmediatamente, o bien, en lugar de esto, en el otro lado, no existe nada en absoluto. Todo se tiene que construir trabajosamente, con una mezcla de pasión, pero también de cierto escepticismo, con vistas a un mundo no perfecto sino simplemente mejor. Creo que es importante que sigamos creyendo que el mundo no sólo tiene que ser administrado, sino también cambiado.
Los populismos y grupos xenófobos han crecido de forma espectacular en estos últimos años en muchos países europeos, desde Francia y Holanda, hasta Grecia, Hungría o Noruega. ¿Lo ves de una manera preocupante?
Sí, claro que es preocupante. Yo, hace algún tiempo, inventé una palabra: lumpemburguesía. Marx hablaba de un lumpemproletariado, es decir, de un proletariado perdulario, marginal, en el sentido de tan explotado y tan cautivo que no tenía conciencia alguna de sí mismo, ninguna característica especial, y por tanto estaba listo para ser utilizado por los populismos más reaccionarios. Lo que ha sucedido en estos veinte años últimos, grosso modo, es la formación de una lumpemburguesía, una burguesía de clase media, que moralmente, culturalmente, está brutalizada. Que ha perdido cualquier principio de dignidad, de decoro, incluso de hipocresía, que era uno de los valores que la sustentaban, algo que significaba un freno de algún modo. Es decir, si yo soy un antisemita pero estoy callado por miedo a que la sociedad en torno a mí me mire con reproche, sería una pésima señal para mí, pero una buena señal para la sociedad. Si, por el contrario, soy antisemita, y mando —como recientemente ha sucedido, en el día de la conmemoración del Holocausto— un montón de cabezas de cerdo a la Sinagoga de Roma, sin que ello comporte ningún tipo de censura, sería una pésima señal no sólo para mí sino para el mundo en el que vivo.
¿Qué tipo de solución ves a todo esto, a esta desmoralización creciente de una buena parte de la sociedad europea?
Yo diría que lo que no se consigue ver por ningún lado hoy día son las fuerzas políticas que puedan llevar a cabo las reformas necesarias. Creo verdaderamente que la única solución es un Estado europeo fuerte, federal, respetado, en el que estén integrados los estados individuales de ahora, incluyendo en esto las regiones, las provincias, con sus diferencias y sus características propias, pero sin negar la pertenencia a este Estado fuerte europeo, con unas leyes compartidas por todos. La emigración, por ejemplo, es un problema europeo, es ridículo tener leyes diferentes en Italia, en Francia o en Holanda. Sería como tener leyes distintas en Florencia o Bolonia. Esto es muy difícil, por supuesto, y más que nada en estos momentos, obviamente, en que la crisis económica ha traído consigo numerosos pasos atrás. Y hay que recordar también que es muy complicado construir una casa común entre muchos. Si bien he escrito mucho sobre la necesidad de integrar a todos por igual, tanto los que vienen del este —considerados muchas veces de segunda categoría— como los que ya están en el oeste, es necesario, antes de incluir a demasiados países, que el proyecto originario se consolide de un modo sumamente sólido y a él luego se unan todos lo que deban unirse. Y cuando digo demasiados no quiero que se me entienda mal. Por supuesto no quiero decir que Rumanía tenga menos valor que España. Pero hay que consolidarlo antes de forma conveniente, en ocasiones reformando lo ya existente. Es decir, probablemente habría que abolir, en cada uno de los campos, el principio de unanimidad. Porque la unanimidad no es democracia, sólo los regímenes autoritarios fingen tener esa falsa unanimidad. Es imposible funcionar veto tras veto.
“La lumpemburguesía se ha brutalizado”
Debido al peso tremendo de esa elefantiasis burocrática, está sucediendo en Europa lo que sucede en mi universidad, en la que sólo se convocan reuniones para discutir lo que se tiene que hacer. Aún así hay que recordar que en la construcción de Europa, por primera vez en la historia del mundo, se intenta construir un complejo entramado que desemboque en un estado pluriestatal no con la guerra sino a través del acuerdo. Hasta ahora todas las grandes operaciones en Europa se hacían a través de las guerras. Los romanos no les pidieron permiso a los galos para invadirlos, tampoco el Imperio austrohúngaro pedía permiso para tomar el Banato.
El Danubio, el libro con el que se te conoció en muchos países, apareció en 1986. En cierto modo, ha contribuido enormemente a esta difícil construcción europea de la que hablabas, a sentir más cercanos, anormalizarlos, a un gran número de países que antes eran mirados como extranjeros. Desde la perspectiva actual, ¿cuál dirías que fue la espoleta de salida para aquella obra tan particular, que conectó con tantos lectores, y que fundó casi un género, se podría decir, mitad reportaje, mitad relato histórico en torno a la civilización danubiana, mitad novela con personajes y relato autobiográfico encubierto?
Naturalmente, sin todos los años previos, en los que había estudiado una parte al menos de la civilización danubiana, no hubiera podido escribir el libro, es evidente. Porque, lo mismo que si me hubiera puesto a escribir sobre el Mississippi o el Volga, me habría faltado familiaridad. Este viaje del conocimiento al no conocimiento —porque finalmente uno acaba también por no entender nada—, el haber escogido el Danubio, partía de esa premisa. Luego estaba, por supuesto, el hecho de que el Danubio es un río que no se identifica sólo con un país, como sucede con el Volga. Es decir, atravesando pueblos, culturas, sistemas políticos, lenguas, enseguida se convertía en un símbolo de la Babel del mundo, de la necesidad y de la dificultad también de atravesar fronteras. Y, por supuesto, cuando digo fronteras no me refiero sólo a las nacionales, sino a las culturales, a las religiosas, a las que llevamos dentro de nosotros, etc. Un mundo en el que, conforme avanzaba, más familiaridad perdía.
Aunque luego tuvo lugar un momento especial, como siempre sucede con mis libros, aparte del tema de fondo que puedan tener, en que se produjo un suceso, un clic que lo desencadenó. “Una causa próxima”, como decía Aristóteles. El Danubio nace, por así decirlo, un día de septiembre de 1982, en que con Marisa Madieri, mi mujer, y con algunos amigos, habíamos planeado ir a Eslovaquia, que entonces aún seguía siendo Checoslovaquia. Estábamos aún en la frontera de Austria y era un día bellísimo, esplendoroso, en el que compartíamos realmente esa sensación de abandono, de amistad, de estar en armonía con el fluir de la vida. En aquel momento, señalado con una flecha, vimos: Museo del Danubio. Era algo extrañísimo. Era como si los enamorados en los bancos de los parques descubrieran de repente formar parte de una exposición sobre el amor en los bancos públicos, como la canción de Brassens Les amoureux des bancs publics, sin ellos saberlo. Pues entonces nos sucedió lo mismo, el Danubio apareció con una flecha que señalaba “Danubio”. En ese momento Marisa, mi mujer, dijo: “¿Y si continuásemos hasta llegar al Mar Negro?”. Justo entonces tuve la idea de escribir el libro. De todos modos, hasta que no tuve un tercio acabado no sabía de qué tipo sería: si sólo reportajes, si sería yo el personaje, con mi propio nombre, como cuando firmo mis artículos del Corriere della Sera, o si se convertiría en un personaje total o parcialmente inventado.
Esta entrevista se publicó en el nº 4 de la revista Luzes.
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