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sábado, 4 de diciembre de 2010

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "Sonata de otoño", de Ramón María del Valle-Inclán

Valle-Inclán

Así comienza la Sonata de otoño:
"¡Mi amor adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte!". ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.
¡La pobre Concha se moría!
Yo recibí su carta en Viana del Prior, donde cazaba todos los otoños. El palacio de Brandeso está a pocas leguas de jornada. Antes de ponerme en camino, quise oír a María Isabel y a María Fernanda, las hermanas de Concha, y fui a verlas. Las dos son monjas en las Comendadoras. Salieron al locutorio, y a través de las rejas me alargaron sus manos nobles y abaciales, de esposas vírgenes. Las dos me dijeron, suspirando, que la pobre Concha se moría, y las dos, como en otro tiempo, me tutearon. ¡Habíamos jugado tantas veces en las grandes salas del viejo Palacio señorial!
Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de las monjas: penetré en la iglesia, y a la sombra de un pilar me arrodillé. La iglesia aún estaba oscura y desierta. Se oían las pisadas de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: parecían dos hermanas llorando la misma pena e implorando una misma gracia. De tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían a enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En las manos pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: era de coral, y la cruz y las medallas de oro. Recordé que Concha rezaba con un rosario igual y que tenía escrúpulos de permitirme jugar con él. Era muy piadosa la pobre Concha, y sufría porque nuestros amores se le figuraban un pecado mortal. ¡Cuántas noches al entrar en su tocador, donde me daba cita, la hallé de rodillas! Sin hablar, levantaba los ojos hacia mí indicándome silencio. Yo me sentaba en un sillón y la veía rezar: las cuentas del rosario pasaban con lentitud devota entre sus dedos pálidos. Algunas veces, sin esperar a que concluyese, me acercaba y la sorprendía. Ella tornábase más blanca y se tapaba los ojos con las manos. ¡Yo amaba locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos, helados como los de una muerta! Concha desasíase nerviosamente, se levantaba y ponía el rosario en un joyero. Después, sus brazos rodeaban mi cuello, su cabeza desmayaba en mi hombro, y lloraba, lloraba de amor, y de miedo a las penas eternas.
Cuando volví a mi casa había cerrado la noche: pasé la velada solo y triste, sentado en un sillón cerca del fuego. Estaba adormecido y llamaron a la puerta con grandes aldabadas, que en el silencio de las altas horas parecieron sepulcrales y medrosas. Me incorporé sobresaltado, y abrí la ventana. Era el mayordomo que había traído la carta de Concha, y que venía a buscarme para ponernos en camino.
El mayordomo era un viejo aldeano que llevaba capa de juncos con capucha, y madreñas. Manteníase ante la puerta, jinete en una mula y con otra del diestro. Le interrogué en medio de la noche.
-¿Ocurre algo, Brión?
-Que empieza a rayar el día, señor Marqués.
Bajé presuroso, sin cerrar la ventana que una ráfaga batió. Nos pusimos en camino con toda premura. Cuando llamó el mayordomo aún brillaban algunas estrellas en el cielo. Cuando partimos oí cantar los gallos de la aldea. De todas suertes no llegaríamos hasta cerca del anochecer. Hay nueve leguas de jornada y malos caminos de herradura, trasponiendo monte. Adelantó su mula para enseñarme el camino, y al trote cruzamos la Quintana de san Clodio, acosados por el ladrido de los perros que vigilaban en las eras atados bajo los hórreos. Cuando salimos al campo empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas yermas y tristes, veladas por la niebla. Traspuestas aquéllas, vi otras, y después otras. El sudario ceniciento de la llovizna las envolvía: no acababan nunca. Todo el camino era así. A lo lejos, por La Puente del Prior, desfilaba una recua madrugadora, y el arriero, sentado a mujeriegas en el rocín que iba postrero, cantaba a usanza de Castilla. El sol empezaba a dorar las cumbres de los montes: rebaños de ovejas blancas y negras subían por la falda, y sobre verde fondo de pradera, allá en el dominio de un Pazo, larga bandada de palomas volaba sobre la torre señorial. Acosados por la lluvia, hicimos alto en los viejos molinos de Gundar, y como si aquello fuese nuestro feudo, llamamos autoritarios a la puerta. Salieron dos perros flacos, que ahuyentó el mayordomo, y después una mujer hilando. El viejo aldeano saludó cristianamente:
-¡Ave María Purísima!
La mujer contestó:
-¡Sin pecado concebida!
Era una pobre alma llena de caridad. Nos vio ateridos de frío, vio las mulas bajo el cobertizo, vio el cielo encapotado, con torva amenaza de agua, y franqueó la puerta, hospitalaria y humilde:
-Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son caminantes! ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos aguarda!
Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo me acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de harina, golpeaba sin tregua: ¡tac! ¡tac! La voz de un viejo que entonaba un cantar, y la rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el mayordomo con las alforjas colgadas de un hombro:
-Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo por sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este huelgo. Si cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.
La molinera se acercó solícita y humilde:
-Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la vianda.
Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas: sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del hogar. Yo, en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la vez:
-Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico yantar!
Entré de nuevo a la cocina y me senté cerca del fuego. No quise comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso de vino. El viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el fondo de las alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban las viñas del Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que nuestras abuelas mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por cada sol. Apuré el vino, y como la cocina estaba llena de humo, salíme otra vez a la puerta. Desde allí mandé al mayordomo y a la cocinera que comiesen ellos. La cocinera solicitó mi venia para llamar al viejo que cantaba dentro. Le llamó a voces.
-¡Padre! ¡Mi padre!...
Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y el cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja de plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires. Arrimaron al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en torno. Fue un festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre enferma. ¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la mesa de los humildes como las manos ungidas de las santas princesas! Al probar el vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:
-¡A la salud del buen caballero que nos lo da!...
De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia.
Después bebieron la mujeruca y el mayordomo, todos con igual ceremonia. Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba el molinero adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía que al Palacio de Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba un foro antiguo a la señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como la sequía fuera tan grande, perdonárale todo el fruto: era una señora que se compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la lluvia, les oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los ojos buscábales en torno del hogar, en medio del humo. Entonces bajaban la voz y me parecía entender que hablaban de mí. El mayordomo se levantó:
-Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y luego nos pondremos en camino.
Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a barrer la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de enviarme bendiciones con un musitar de rezo:
-¡El señor quiera concederle la mayor suerte y alud en el mundo, y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera Dios que se encuentre sana a la señora y con los colores de una rosa!...