¿Cuántas vidas se contienen en una vida? ¿Cuántos personajes representamos detrás del rótulo en apariencia indeleble de nuestro nombre? ¿Qué es lo que define nuestra auténtica intimidad: el lugar en el que nacimos; aquel, como quería Max Aub, donde cursamos el bachillerato; ese otro en el que concebimos a nuestros hijos; acaso el inesperado destino fijado en los mapas al que el azar de un trabajo, una vocación o un imperativo de la Historia nos arrojó? ¿Cuando alguien nos pregunta “qué es usted” a qué está apelando en realidad: a nuestra nacionalidad, a nuestra profesión, a nuestro sexo, a nuestra confesión religiosa o al partido político al que confiamos nuestro voto?
Ante la urgencia de preguntas a menudo tan exigentes, nos enfrentamos con las respuestas de la incertidumbre. Somos frágiles también en esto, en aquello que en apariencia mejor deberíamos conocer. Quiénes somos. De dónde venimos. A qué o a quién pertenecemos.
'El libro de mis vidas'Resulta instructivo recorrer estas pesquisas identitarias de la mano de los autores de ficción, cuyo territorio, de pronto, ya no es la vida soñada de sus personajes, decantaciones más o menos precisas de la imaginación, sino la existencia palpable, medida, cifrada en pasaportes, anales médicos y estadísticas laborales de quien acostumbra a colocar su nombre encabezando relatos o novelas, territorios del puro albedrío donde el escritor es dueño y señor de cada acontecimiento.
Si en la ficción el escritor se siente amparado por sus creaciones, por los dibujos animados de su espíritu y por su soberanía demiúrgica, en la autobiografía el relato se construye de otro modo, las preguntas (y sus respuestas) son más inquietantes, es el propio pellejo el que se tumba en el diván del origen. Basta pensar en obras tan implacables como El velo negro, de Rick Moody, o El regreso del húligan, de Norman Manea, para atisbar ese principio de incertidumbre que anima las inquisiciones acerca de aquel a quien por pereza, costumbre o devoción seguimos llamando “yo”.
Aleksandar HemonEn los fragmentos iniciales de El libro de mis vidas, de Aleksandar Hemon, el escritor bosnio descubre dos hechos decisivos. El primero, ligado al nacimiento de su hermana menor, es que el trono del mundo ya no le pertenece, que los otros redefinen permanentemente nuestra relación con cuanto nos rodea, que la vida es un constante proceso de reubicación y reacomodo.
El segundo, vinculado a este reconocimiento de la alteridad, es que a la pregunta por el propio yo sólo se puede responder apelando a la constelación de quienes nos rodean, a las vidas de los demás, a esa nebulosa desde la que otras personas, con sus actos u omisiones, nos condicionan sin remedio.
Si el nacimiento de una hermana supone un fenómeno de intensidad limitada, un terremoto de escala íntima pero asumible,el desencadenamiento de una guerra es una catástrofe en todos los órdenes, del afectivo al intelectivo, pasando por el espacial, el temporal y el moral.
La guerra en Yugoslavia precipita la vida de Hemon en una dirección inesperada: el exilio, la huida, la inmersión en un nuevo marco de correspondencias. Poco antes de que el cerco sobre Sarajevo se estabilice y el acoso a la capital bosnia escriba una de las páginas más infames de la historia de la crueldad, Hemon, un joven con veleidades literarias pero sin un destino todavía claro, que ha errado sin demasiado escrúpulo ni tino entre la universidad, las pistas de fútbol y las páginas de revistas culturales, tiene la posibilidad de viajar con una beca a EEUU.
Redefinir estas preguntas, redibujar las coordenadas del propio tiempo y del propio cuerpo, incluso del propio logos, es el objeto de este libro sólo en apariencia sencillo, donde al modo de teselas de un mosaico Hemon nos restituye su rostro desfigurado por los avatares históricos, las estaciones de su periplo y de la herida infligida a sus seres queridos, y también la esperanza de un renacimiento.
Al final del camino, el trayecto que conduce al muchacho que pateaba un balón en las plazuelas de Sarajevo hasta el escritor de mediana edad que sufre una pérdida intolerable en Chicago, sin ser definitivo es esclarecedor, pues en su viaje Hemon ha descubierto una evidencia antropológica que no excluye la pasión por el bortsch cocinado según las viejas recetas bosnias, pero que sospecha de toda forma de esencialismo más comprometedora que la culinaria. Pues ante la pregunta por la identidad, conviene responder con un educado silencio o, al menos, con un atisbo de escepticismo.
Ese que consiste en recordar que cuanto somos, cuanto creemos ser, no es una verdad fijada de forma inmutable ni por el código genético ni por ciertas reglas de conducta un día dictadas por determinada ideología, sino un equilibrio precario, tantas veces sujeto a modificación, de ese “quién” al que hemos dedicado una vida entera a interrogar.
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