Hace un siglo, el 23 de abril de 1914, Grant Richards publicó una novela titulada The Ragged-Trousered Philantrophists. Su autor, Robert Tressell, alias literario de Robert Noonan, había muerto de tuberculosis el 3 de febrero de 1911 en Liverpool, cuando planeaba emigrar con su hija Kathleen a Canadá. Enterrado en una tumba comunal de Walton Park, el escritor había alcanzado su prematuro final tras una vida azarosa.
Nacido en 1870, hijo ilegítimo de un policía dublinés, Tressell, imbuido desde muy pronto por las ideas socialistas, se había mudado a Sudáfrica en 1888. Allí, en Ciudad del Cabo, trabajó como pintor y decorador, se casó, tuvo a su hija y se divorció en 1895. Después se trasladaría con su pequeña a Johannesburgo, donde trabajó en la construcción, experiencia capital para comprender el ambiente de su novela póstuma. Concluida la Segunda Guerra Anglo-Bóer, Tressell regresó a Europa, concretamente a Hastings, en el sur de Inglaterra, lugar en el que, tras una serie de avatares personales e ideológicos, descubrió la peculiar visión marxista de William Morris, el autor de la distópica Noticias de Ninguna Parte.
Enfermo, sin trabajo y asediado por sus ideas políticas, Tressell culminó The Ragged-Trousered Philantrophists en 1910, pero el volumen del manuscrito, de 1.600 páginas, y la crudeza de su temática retrajeron a los potenciales editores. Sólo tras la muerte del autor, y gracias a los esfuerzos de Jessie Pope, poeta hoy olvidada, Grant Richards decidió abordar la publicación mutilada del manuscrito. Habría que esperar hasta 1955 para que F. C. Ball restituyera a los lectores la narración completa de Tressell, tal como desde entonces es conocida y tal como ha pasado a engrosar el canon de la literatura obrera del pasado siglo.
Capitán Swing, en cuyo catálogo de ficción ya descollaban dos pesos pesados de la literatura política en lengua inglesa, Theodore Dreiser y Upton Sinclair, publica ahora la obra de Tressell bajo el sugestivo título de Los filántropos en harapos.
La acción de la novela es simple; su contenido, vasto. Tressell se aplicó a volcar en ella no sólo su experiencia laboral, sino su ideario político, sus convicciones, sus anhelos y sus temores. Tressell es un novelista naif, pero un retratista espléndido. Los déficits de la obra (reiteración, maniqueísmo, ingenuidad) no empañan su importancia testimonial, el hecho de revelarse como espejo de una época y de un modo de estar en el mundo, tampoco invalidan la carga emocional del texto, o su capacidad para, más allá de la pobreza de ciertos recursos narrativos, conformarse como un dictado entusiasta y feroz a la hora de abordar los desmanes del mundo laboral.
Pues aunque Tressell no posee la sabiduría literaria de un Zola, semejante reproche, a la luz de la fuerza descriptiva de su trabajo, pasa a un segundo plano. En ocasiones, la importancia de una narración no reside tanto en su estatura formal como en su sustancia. Desde esa perspectiva, Los filántropos en harapos continúa siendo, a un siglo vista de su edición, una novela demoledora.
Los filántropos en harapos
La mayoría de protagonistas esconden nombres parlantes. Hay un jefe de pintores que se llama Crass (Zafio), un capataz que se llama Hunter (Cazador) y un propietario que se llama Sweater (Negrero). El héroe de la novela se apellida Owen, como el fundador del cooperativismo ingles, y la localidad en que se desarrolla la acción es Mugsborough, el Municipio de los Mentecatos. Tressell quería ser diáfano y ejemplarizante, quizá porque el público al que se dirigía necesitaba advertencias claras, no tratados sesudos ni complejos ejercicios de estilo, y porque el empeño de su obra era revelar la paradoja que encierra su título: que eran los propios obreros, los filántropos en harapos, quienes a falta de una conciencia de clase le servían en bandeja su propia explotación a la clase dirigente.
Ese es el caballo de batalla de Tressell y su vocación radical. Mostrar cómo la falta de una conciencia de clase condena al trabajador no sólo a vivir en una minoría de edad permanente, sino a congratularse ante semejante hecho. Las páginas más emotivas y dolorosas de la obra son aquellas en que Owen, el trabajador consciente, lucha contra la ceguera de unos compañeros indulgentes con sus patrones y fatalistas con su propia situación. La principal contribución de la novela es, así, transparentar cómo tantas veces ha sido la engañosa autopercepción de la clase obrera la que ha posibilitado un statu quo aterrador y esclavista.
El catálogo de violencia, humillación y desmanes propuesto por Tressell es apabullante. Desde esa perspectiva, es un hallazgo que el espacio emocional y físico que haya escogido para desarrollar el grueso de la acción sea, por un lado, la cuadrilla de trabajo y, por otro, la vivienda como lugar de empeño. En efecto, la mayor parte de la peripecia de Los filántropos en harapos transcurre durante los trabajos que una empresa de construcción y decoración, Rushton & Co., lleva a cabo en una casa conocida como La Caverna.
Un mundo miserable
Carpinteros, fontaneros, enlucidores, albañiles y pintores se dan la mano bajo el domo tenebroso de las horas extras, los partes horarios, los capataces infames y el beneficio a cualquier precio. Tressell sigue a sus obreros al tajo cada mañana, nos mete en sus ranchos, en sus tés fríos, en sus pipas fumadas a escondidas; nos lleva con ellos al pub, nos introduce en sus hogares desolados y sin ropa ni comida, nos traslada a sus escasos ocios y a sus muchas miserias. Nos los muestra en los funerales, en las fiestas de campo, en los mítines socialistas, en los eventos caritativos, en la iglesia junto a los prebostes, los hipócritas, los sepulcros blanqueados.
Humillados y ofendidos, los seguimos en sus vacilaciones, sus luchas intestinas, su sometimiento a un capital todavía representado con puro y chistera, al modo de las primeras tiras cómicas. Niños, adolescentes, mujeres, hombres y ancianos, todos necios y a la vez entrañables, arastrándose de la manaña a la noche bajo la confusa esperanza por alcanzar el día siguiente, el escritor nos entrega a sus personajes en sus odios, sus vilezas, su resignación sin recompensa.
Tenaz y meticuloso, empeñado en instruir y educar, entregado a su convicción de que aquella novela gigantesca debía servirle para revelar qué mundo miserable era la Inglaterra de principios del siglo veinte, leyendo a Tressell, admirando sus esfuerzos por sacar a la luz con tanto método como ingenuidad la barbarie consentida de su tiempo, es imposible no recordar la advertencia que el joven Marx le hizo a Ruge en una carta de 1843, una llamada de atención que, si somos sinceros, no tiene fecha de caducidad, pues, a qué dudarlo, aun hoy, aquí y ahora, entre filántropos o hienas, con o sin harapos, "la vergüenza es un sentimiento revolucionario".
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