Javier Marías
Anteayer mismo
Ahora hay gente tan longeva que su centenario la pilla con vida, como sucedió hace no mucho con Ernst Jünger y Francisco Ayala
Uno estaba acostumbrado a que los centenarios de las personas estuvieran bastante alejados de las fechas de sus muertes. Me refiero, claro, a los de los individuos públicos o notables. Lo normal era que hubieran transcurrido veinte, treinta, cuarenta años desde que los homenajeados desaparecieron del mundo, o mucho más en los casos de muertos jóvenes. Teniendo lugar el mismo 1998, no podían verse de igual forma el de Lorca, asesinado en 1936, y el de su amigo y colega Aleixandre, que se apagó apaciblemente en 1984. Ahora hay gente tan longeva que su centenario la pilla con vida, como sucedió hace no mucho con Ernst Jünger y Francisco Ayala. Imagino que debieron de sentirse perplejos, por decirlo suavemente. Pasado mañana, día 17, se cumple el del nacimiento de mi padre, Julián Marías, y me parece una incongruencia. Por eso, en parte, no he querido participar en ningún homenaje, simposio, número monográfico de revista, descubrimiento de una placa en la casa en la que vivió, y en la que también viví yo largo tiempo. Murió el 15 de diciembre de 2005, hace ocho años y medio, pero para mí es como si lo hubiera visto anteayer mismo. Tampoco habría tenido sentido que me pusiera a hacer el elogio de su personalidad o de su obra. No me corresponde, al no poder ser objetivo. Él detestaba el empalago, y siempre resulta empalagoso que los hijos hablen bien de los padres o los padres de los hijos, los maridos de las mujeres y éstas de los maridos, y a fe mía que en España, país descarado e impúdico, casi nadie se priva de ensalzar a sus parientes y hacerles la propaganda, tanto da que hayan fallecido o que estén danzando y en pleno medro.
Pero en fin, también sería raro y feo que en estos días no dijera ni una palabra, así que ustedes me perdonarán la leve evocación: es más porque no se diga que por otro motivo. Una vez concluidas las vidas, las mira uno en perspectiva, dentro de lo que cabe (siempre le faltarán muchos datos). Y en el conjunto de la de mi padre veo a un hombre enormemente trabajador, optimista e ingenuo. Escribió montones de libros y artículos, tradujo, viajó por medio mundo dando cursos y conferencias, y en todo solía poner confianza y entusiasmo, y esto último bien se lo envidio, lo mismo que sus saberes monumentales, que nos llevaron a mis hermanos y a mí, cuando éramos niños o muy jóvenes, a preguntarle sobre cualquier asunto. Él se impacientaba a veces y respondía: “Pero ¿qué os creéis, que soy un diccionario andante?” La verdad es que lo era bastante, y una enciclopedia, y una gramática, y una historia universal, y un diccionario de cinco lenguas, además del castellano. Su capacidad personal aparte, es obvio que la enseñanza de 1914 y décadas posteriores era muy superior a la de estas últimas. Su optimismo le permitió sin duda sobreponerse a varias calamidades y desgracias, a la Guerra en la que fue soldado de la República, a las represalias franquistas que le impidieron enseñar en la Universidad, a la temprana muerte de un hijo, a la de su mujer, a la frialdad y el desdén –también hostilidad– con que fue tratado en su país a menudo, primero por la derecha y después por la izquierda. En ocasiones lo vi dolido por eso, pero nunca desalentado ni resentido: lo salvaba el incorregible optimismo, creía que todo era susceptible de mejora y que él podía contribuir a ella. En cuanto a su ingenuidad, lo hacía algo vulnerable y relativamente fácil de engañar, por quienes lo adulaban con insinceridad y fines espúreos (también él escribía “espúreo”) o trataban de utilizarlo. Esto último perdura, y veo con desagrado cómo se lo “apropian” personajes casi calcados de los que lo persiguieron desde 1939 en adelante. Qué se le va a hacer, tampoco él es mío ni de mis hermanos.
Hace poco estuve en su casa, que permanece casi intacta. No había nadie más ese día, y me senté unos minutos en el sillón en que solía leer, e intenté mirar con sus ojos la gran y bonita biblioteca construida a lo largo de su vida. “Aquí pasó muchísimas horas”, pensé, “y esto es lo que veía cuando levantaba la vista de sus relecturas predilectas, Simenon y Conan Doyle y Dumas y Cervantes”. Al primero volvía cada pocos años, y en los últimos de su vida anoté los títulos que tenía y cada vez que iba a Francia le buscaba los que le faltaban. Al traérselos se le iluminaba la cara como a un niño. Como era muy aficionado a las policiacas, le regalaba a autores “nuevos”, para que probara. Le entusiasmaba Colin Dexter (inadvertido en España), cuyo Inspector Morse otros han copiado sin sonrojo y con peores resultados. Le divertían Patricia Cornwell y Donna Leon y Jean-Françoise Parot, cuyo Comisario Le Floch indaga en el París del XVIII, que mi padre tan bien conocía. Y nunca perdió el gusto por el cine. Físicamente me parecí siempre a mi madre, pero desde que él murió me sucede algo extraño: me sorprendo haciendo gestos que son suyos, como pasarse el nudillo del pulgar por la barbilla, mientras pienso, o apretarme levemente la frente con algún pequeño objeto (un encendedor en mi caso), como si con esa presión tratara de estrujarse mejor el cerebro. Al fin y al cabo se pasó la vida pensando, y pensando más, no quedándose en el primer pensamiento, eso me consta. Creo que esos gestos no eran míos cuando él vivía, quién sabe. Quizá no haga falta decir que otra de las razones por las que no participaré en las conmemoraciones es que toda esta incongruencia me pone muy triste.
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