De vuelta a su lugar, cierto joven estudiante muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de lezna quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:
-¿Cuántos huevos hay en el plato?
El padre contestó:
-Uno.
El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano diciendo:
-¿Y ahora cuántos hay?
El padre volvió a contestar:
-Dos.
-Pues entonces -replicó el estudiante-, dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son tres los huevos que hay en el plato.
El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.
La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:
-El tercero, cómetele tú.
FECUNDIDAD DE LA MEMORIA
El señor no estaba en casa, y el negrito que le servía abrió la puerta a un forastero muy pomposo.
-¿Está en casa su amo de usted? -preguntó el forastero.
-Ha salido -contestó el negrito.
-¡Cuánto lo siento! -exclamó el forastero-. No traigo tarjetas.
-¿Qué importa eso? No se apure: diga su nombre; el negrito tiene buena memoria y no le olvidará.
-Pues bien: diga usted a su amo que ha estado aquí a visitarle D. Juan José María Díez de Venegas, Caballero Veinticuatro de la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted?
-¿Y cómo no? -dijo el negrito.
En efecto; cuando volvió su amo, el negrito le dijo:
-Zeñó, aquí han estado a visitar a su merced D. Juan, D. José, doña María, diecinueve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad de Jerez.
LAS GAFAS
-¿Está en casa su amo de usted? -preguntó el forastero.
-Ha salido -contestó el negrito.
-¡Cuánto lo siento! -exclamó el forastero-. No traigo tarjetas.
-¿Qué importa eso? No se apure: diga su nombre; el negrito tiene buena memoria y no le olvidará.
-Pues bien: diga usted a su amo que ha estado aquí a visitarle D. Juan José María Díez de Venegas, Caballero Veinticuatro de la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted?
-¿Y cómo no? -dijo el negrito.
En efecto; cuando volvió su amo, el negrito le dijo:
-Zeñó, aquí han estado a visitar a su merced D. Juan, D. José, doña María, diecinueve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad de Jerez.
LAS GAFAS
Como se acercaba el día de san Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.
Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
-Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
-No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
-¿Pero usted sabe leer?Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.
Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
-Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
-No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?
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