La palabra motivación lleva un par de décadas incrustada en el huero aunque aparatoso torreón del vocabulario empresarial, cuya fortaleza –en el fondo, inexpugnable– necesita, en su versión moderna, de torres vigías aparentemente amables, o de falsos puentes ansiosos de amistoso compadreo. Eso, por una parte; por otra, estaba el lucro de los intermediarios. Motivar fue un verbo que conjugaron mucho –y siguen haciéndolo– los particulares o los grupos humanos que, aparentando servir de chamanes o intérpretes de las nuevas realidades laborales, se dedican a vivir del esfuerzo de los otros, ya sean éstos los que controlan y organizan los bienes de producción, o ya sean los que aportan su plusvalía.
Nunca como en los noventa –los años del especula cuanto puedas y busca el beneficio rápido– se abusó tanto y tan mal del vocablo motivación, y nunca como en estos últimos meses de la última parte de la primera década del siglo XXI el dicho vocablo y su aplicación me han parecido más idiotas. Conste que es una visión mía y que no representa a nadie más que a mí. Es lo bueno de la opinión: puede ser detestable, pero no da gato por liebre, como ocurre con no pocas informaciones. Y con la motivación según los malabaristas del lenguaje.
Motivar a un chaval para que estudie ha constituido siempre –y quizá hoy más que nunca– un objetivo digno de ser perseguido. Motivar a los adolescentes para que sepan que sus estudios no serán en vano, para que confíen en el valor del aprendizaje y de la responsabilidad: aquí hablamos de palabras mayores, hablamos de honestidad y decencia, de preparar para el viaje de la vida. Motivar a un crío que no le ve la gracia a las lecciones que tiene por delante, estimular a los alumnos de una clase atiborrada para que presten atención: he ahí la labor del buen profesorado, siempre luchando contra las limitaciones y los agujeros del sistema, sacrificándose para llegar a donde no alcanzan los medios públicos. Mucho respeto, pues, para el verbo motivar en sus mejores acepciones.
Otra cosa es lo que las empresas consideran motivación, y que tiene mucho más que ver con el descubrimiento de que las gallinas ponen más huevos si se les impide dormir dejando que permanezcan permanentemente con las luces encendidas. A eso se entregaron unos y otros durante los felices noventa, a gallinear al personal, y ahora aún quedan restitos de ayer, que resultan infinitamente más patéticos por desarrollarse en el contexto en que nos movemos, o en el que no nos movemos, o en el que nos encenagamos. Es decir, la crisis, que moralmente no nos va a servir para nada, según observamos. Parches, parches, parches. Y nada de repensarse, nada de reconstruirse, nada de rechazar los viejos modelos.
La motivación es hoy un asunto peliagudo, lo mires por donde lo mires, amor. Entre motivar a un estudiante y dar cursillos de motivación a jefes y capataces para que sean capaces de motivar al trabajador media un estrecho que es, más que un trecho, un océano. Los motivados cargos medios salen del curso meneando el culillo y se encuentran no sólo con que los empleados ya no están para hostias, sino con que apenas quedan empleados, porque han sido previamente motivados para que se larguen a casa. Por todo ello, al encontrarse ante los jóvenes y eternos becarios de treinta y tantos, a los motivadores sólo les queda una opción: motivarles para que hagan ver que se motivan, o motivarse para soportar el desprecio que su motivación provoca. Patético.
Esos chantas deliberadamente ignoran que lo único que motiva –y no me hablen de Gladiator en versión Guardiola: estamos hablando de trabajadores algo menos retribuidos que los futbolistas– es ver que el trabajo bien hecho se aprecia y se recompensa; y que quienes meten la pata repetida e intencionadamente son penalizados. Por el contrario –qué les voy a contar a ustedes–, nada desmotiva más que asistir a la continua escalada de los más inútiles y de los más pelotas y de los más dóciles. Eso sí que es un cursillo en vena. Hace demasiado tiempo que la mediocridad campa por sus respetos, y presumiblemente tenemos para largo.
El paraíso de los cantamañanas continúa con las puertas abiertas: entran y salen, salen y entran.
Nunca como en los noventa –los años del especula cuanto puedas y busca el beneficio rápido– se abusó tanto y tan mal del vocablo motivación, y nunca como en estos últimos meses de la última parte de la primera década del siglo XXI el dicho vocablo y su aplicación me han parecido más idiotas. Conste que es una visión mía y que no representa a nadie más que a mí. Es lo bueno de la opinión: puede ser detestable, pero no da gato por liebre, como ocurre con no pocas informaciones. Y con la motivación según los malabaristas del lenguaje.
Motivar a un chaval para que estudie ha constituido siempre –y quizá hoy más que nunca– un objetivo digno de ser perseguido. Motivar a los adolescentes para que sepan que sus estudios no serán en vano, para que confíen en el valor del aprendizaje y de la responsabilidad: aquí hablamos de palabras mayores, hablamos de honestidad y decencia, de preparar para el viaje de la vida. Motivar a un crío que no le ve la gracia a las lecciones que tiene por delante, estimular a los alumnos de una clase atiborrada para que presten atención: he ahí la labor del buen profesorado, siempre luchando contra las limitaciones y los agujeros del sistema, sacrificándose para llegar a donde no alcanzan los medios públicos. Mucho respeto, pues, para el verbo motivar en sus mejores acepciones.
Otra cosa es lo que las empresas consideran motivación, y que tiene mucho más que ver con el descubrimiento de que las gallinas ponen más huevos si se les impide dormir dejando que permanezcan permanentemente con las luces encendidas. A eso se entregaron unos y otros durante los felices noventa, a gallinear al personal, y ahora aún quedan restitos de ayer, que resultan infinitamente más patéticos por desarrollarse en el contexto en que nos movemos, o en el que no nos movemos, o en el que nos encenagamos. Es decir, la crisis, que moralmente no nos va a servir para nada, según observamos. Parches, parches, parches. Y nada de repensarse, nada de reconstruirse, nada de rechazar los viejos modelos.
La motivación es hoy un asunto peliagudo, lo mires por donde lo mires, amor. Entre motivar a un estudiante y dar cursillos de motivación a jefes y capataces para que sean capaces de motivar al trabajador media un estrecho que es, más que un trecho, un océano. Los motivados cargos medios salen del curso meneando el culillo y se encuentran no sólo con que los empleados ya no están para hostias, sino con que apenas quedan empleados, porque han sido previamente motivados para que se larguen a casa. Por todo ello, al encontrarse ante los jóvenes y eternos becarios de treinta y tantos, a los motivadores sólo les queda una opción: motivarles para que hagan ver que se motivan, o motivarse para soportar el desprecio que su motivación provoca. Patético.
Esos chantas deliberadamente ignoran que lo único que motiva –y no me hablen de Gladiator en versión Guardiola: estamos hablando de trabajadores algo menos retribuidos que los futbolistas– es ver que el trabajo bien hecho se aprecia y se recompensa; y que quienes meten la pata repetida e intencionadamente son penalizados. Por el contrario –qué les voy a contar a ustedes–, nada desmotiva más que asistir a la continua escalada de los más inútiles y de los más pelotas y de los más dóciles. Eso sí que es un cursillo en vena. Hace demasiado tiempo que la mediocridad campa por sus respetos, y presumiblemente tenemos para largo.
El paraíso de los cantamañanas continúa con las puertas abiertas: entran y salen, salen y entran.
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