Primero fue el cadáver de un pelícano que apareció flotando en el centro de la piscina a mediados de verano. Luego, una orangutana a la que los vecinos de la urbanización bautizaron como Chita. Pero hasta que no encontraron una cría de canguro sobre el agua clorada a nadie se le ocurrió llamar a la policía. No era normal que cayeran marsupiales del cielo, especialmente en aquellas latitudes.
El inspector Chacón estaba convencido de que todo era un montaje del nuevo comisario para ponerlo a prueba. Empujó el cadáver del canguro con la punta del zapato y pidió que le enseñaran los otros animales que habían aparecido en la piscina. "Jodido comisario", pensó el inspector Chacón mientras examinaba la panza del animal y sus patitas encogidas. A su alrededor se arremolinaba una maraña de vecinos que querían ver en acción a la policía. "Dispérsense, señores, dispérsense, que aquí no tienen nada que hacer", gritaba un agente de uniforme.
Aquella noche la pasó el inspector Chacón junto a la piscina, haciendo guardia bajo una palmera datilera, con los ojos clavados en el cielo a la espera de que apareciera sobre el agua un urogallo, un lince, o tal vez un oso polar. De todas formas aquel asunto le había quitado el sueño y prefería pasar la noche al raso que estar dando vueltas sobre el colchón hasta el amanecer, empapado en sudor. Y justamente al amanecer, cuando la rosada aurora pintarrajeaba en el horizonte, lo vio caer como un proyectil sobre la piscina. Cerró y abrió los ojos varias veces hasta identificar el cuerpo de un águila perdicera flotando en el agua cristalina. Miró al cielo y descubrió, en la última planta del edificio, la presencia de un hombre que en seguida desapareció de su vista. El inspector Chacón tuvo que subir los ocho pisos a pie, porque el ascensor estaba averiado. Pulsó el timbre y le abrió un inofensivo ancianito. "Creo que esto es suyo", dijo el policía blandiendo el cuerpo disecado del águila perdicera, "¿podemos hablar?". El taxidermista jubilado lo invitó a pasar. Sobre la mesa del salón, el inspector reconoció un zorro disecado, un hurón, dos lagartos canarios y un alimoche africano. "Veo que está usted desprendiéndose de la colección", dijo el policía, desconcertado. "Así es", afirmó el taxidermista, "a mi pobre Carmen nunca le gustaron los animales disecados. Se pasó toda la vida renegando, y ahora que ella... en fin... ha fallecido, es el momento de desprenderme de mis criaturas". "Le acompaño en el sentimiento", dijo el policía. Entonces, se dio la vuelta y vio a una mujer sentada en la terraza, mirando al infinito. Se acercó y le dio los buenos días, pero la anciana no respondió. "Es inútil", le explicó el taxidermista, "la pobre Carmen ya no puede oírnos: ni sufre, ni padece". El inspector Chacón se situó frente a ella y vio su mirada vítrea, las piernas encogidas como las patitas de un canguro y los dedos agarrotados como los de un águila perdicera.
Luis Leante es escritor, autor de La luna roja (Alfaguara)
El inspector Chacón estaba convencido de que todo era un montaje del nuevo comisario para ponerlo a prueba. Empujó el cadáver del canguro con la punta del zapato y pidió que le enseñaran los otros animales que habían aparecido en la piscina. "Jodido comisario", pensó el inspector Chacón mientras examinaba la panza del animal y sus patitas encogidas. A su alrededor se arremolinaba una maraña de vecinos que querían ver en acción a la policía. "Dispérsense, señores, dispérsense, que aquí no tienen nada que hacer", gritaba un agente de uniforme.
Aquella noche la pasó el inspector Chacón junto a la piscina, haciendo guardia bajo una palmera datilera, con los ojos clavados en el cielo a la espera de que apareciera sobre el agua un urogallo, un lince, o tal vez un oso polar. De todas formas aquel asunto le había quitado el sueño y prefería pasar la noche al raso que estar dando vueltas sobre el colchón hasta el amanecer, empapado en sudor. Y justamente al amanecer, cuando la rosada aurora pintarrajeaba en el horizonte, lo vio caer como un proyectil sobre la piscina. Cerró y abrió los ojos varias veces hasta identificar el cuerpo de un águila perdicera flotando en el agua cristalina. Miró al cielo y descubrió, en la última planta del edificio, la presencia de un hombre que en seguida desapareció de su vista. El inspector Chacón tuvo que subir los ocho pisos a pie, porque el ascensor estaba averiado. Pulsó el timbre y le abrió un inofensivo ancianito. "Creo que esto es suyo", dijo el policía blandiendo el cuerpo disecado del águila perdicera, "¿podemos hablar?". El taxidermista jubilado lo invitó a pasar. Sobre la mesa del salón, el inspector reconoció un zorro disecado, un hurón, dos lagartos canarios y un alimoche africano. "Veo que está usted desprendiéndose de la colección", dijo el policía, desconcertado. "Así es", afirmó el taxidermista, "a mi pobre Carmen nunca le gustaron los animales disecados. Se pasó toda la vida renegando, y ahora que ella... en fin... ha fallecido, es el momento de desprenderme de mis criaturas". "Le acompaño en el sentimiento", dijo el policía. Entonces, se dio la vuelta y vio a una mujer sentada en la terraza, mirando al infinito. Se acercó y le dio los buenos días, pero la anciana no respondió. "Es inútil", le explicó el taxidermista, "la pobre Carmen ya no puede oírnos: ni sufre, ni padece". El inspector Chacón se situó frente a ella y vio su mirada vítrea, las piernas encogidas como las patitas de un canguro y los dedos agarrotados como los de un águila perdicera.
Luis Leante es escritor, autor de La luna roja (Alfaguara)
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