LOS CLÁSICOS A SU DEBIDO TIEMPO
Hay que reconocerlo: la cuestión de la lectura de los clásicos tiene mucha tela para cortar.
Podemos considerar dos principios esenciales que, desgraciadamente, no siempre marchan cogidos de la mano. A saber:
-La lectura de los clásicos mantiene ese acervo cultural que ha hecho de esos libros, y no de otros, productos culturales duraderos. De manera que transmitirlos es como transmitir el ADN cultural, si semejante cosa existiera.
-Los materiales de lectura que les ofrecemos a los niños y jóvenes han de ser de tal naturaleza que, una vez leídos, en la medida de lo posible, deben darles deseos de leer (o a releer).
Ocasionalmente pueden coincidir estos dos principios. Pero no siempre.
I
En primer lugar debemos decir que los textos literarios responden a ciertas condiciones históricas, a lo que podríamos llamar, sin ánimo de establecer denominaciones duraderas, espíritu de época. El tema abordado puede ser el emergente de una situación del momento o puede ser atemporal y universal, pero el modo de presentarlo, la escritura, siempre es propia del momento en que el texto es creado.
En consecuencia, un texto puede abordar algún tema que trasciende el momento en que fue escrito, pero es su escritura la que puede envejecer. Autores que alcanzaron una importante difusión en su tiempo, por ejemplo Balzac, Zola y tantos otros, van perdiendo lectores con el tiempo porque su modo de narrar ya no se corresponde con las expectativas de los lectores de otros tiempos. Coja usted cualquier obra de Jules Verne en versión integral y luego conversemos...
Este tipo de obras requieren lectores expertos; a lo claro, grandes lectores. Lectores que pueden saltar por sobre la valla de los modos de narrar de otros tiempos. Característica poco frecuente en las lecturas de infancia. Entre otras cosas porque si de algo carecen los niños de todas las latitudes es de historia. Sin la cual esa transposición de épocas resulta imposible.
Podemos considerar dos principios esenciales que, desgraciadamente, no siempre marchan cogidos de la mano. A saber:
-La lectura de los clásicos mantiene ese acervo cultural que ha hecho de esos libros, y no de otros, productos culturales duraderos. De manera que transmitirlos es como transmitir el ADN cultural, si semejante cosa existiera.
-Los materiales de lectura que les ofrecemos a los niños y jóvenes han de ser de tal naturaleza que, una vez leídos, en la medida de lo posible, deben darles deseos de leer (o a releer).
Ocasionalmente pueden coincidir estos dos principios. Pero no siempre.
I
En primer lugar debemos decir que los textos literarios responden a ciertas condiciones históricas, a lo que podríamos llamar, sin ánimo de establecer denominaciones duraderas, espíritu de época. El tema abordado puede ser el emergente de una situación del momento o puede ser atemporal y universal, pero el modo de presentarlo, la escritura, siempre es propia del momento en que el texto es creado.
En consecuencia, un texto puede abordar algún tema que trasciende el momento en que fue escrito, pero es su escritura la que puede envejecer. Autores que alcanzaron una importante difusión en su tiempo, por ejemplo Balzac, Zola y tantos otros, van perdiendo lectores con el tiempo porque su modo de narrar ya no se corresponde con las expectativas de los lectores de otros tiempos. Coja usted cualquier obra de Jules Verne en versión integral y luego conversemos...
Este tipo de obras requieren lectores expertos; a lo claro, grandes lectores. Lectores que pueden saltar por sobre la valla de los modos de narrar de otros tiempos. Característica poco frecuente en las lecturas de infancia. Entre otras cosas porque si de algo carecen los niños de todas las latitudes es de historia. Sin la cual esa transposición de épocas resulta imposible.
II
Como segundo problema, deseamos revisar la cuestión de las adaptaciones. En innumerables oportunidades los editores han optado por adaptar los textos clásicos. Pronto comprenderemos que esta solución no nos hace saltar la valla del problema, sino pasar por debajo. Pongamos por caso el de un editor que adapta ese texto de Verne del que hablamos hace un momento (y ya que estamos le pide al adaptador que abrevie, que no quede en más de 192 páginas en total, así gana ritmo la narración, y, aunque no lo diga, resultará una cantidad de páginas exactas que evita desperdicios de papel o páginas finales en blanco, uniendo lo bello con lo útil).Leemos ese libro resultante y creemos haber leído a Verne. Pero no. En el mejor de los casos, leemos el argumento, el guión creado por Verne. Pero no hay dudas de que, de ese modo, desconocemos los matices particulares de la escritura de Verne. Digámoslo sin ambigüedades: tenemos la ilusión de leer a Verne, a Andersen o a Wilde. Pero hemos leído lo escrito por otra u otras personas, persona que puede pasar por sobre las sutilezas y delicadas ironías de Wilde con uno de esos rodillos gigantescos con que apisonan las carreteras.
Si vamos por ese sendero, desembocamos en la necesidad de leer a los clásicos en versiones integrales y, si fue escrito en otra lengua, traducciones serias, respetuosas del autor, del texto y de la época.
De acuerdo. ¿Y qué hacemos entonces con el Cid? ¿Lo presento en el castellano antiguo o lo «traduzco» al actual? Seguramente si lo traigo a nuestro castellano actual perderá sonoridades, ritmo, musicalidad. ¿Entonces...?
III
A estas alturas es bueno decir que en el imaginario de la población los clásicos se instalan, muchas veces, sin necesidad de ser leídos. Una parte importante de los habitantes de este bendito planeta sabe de qué va la cosa con Romeo y Julieta, con Otelo o con la Odisea. Pero, ¿cuántos los hemos leído? El cine, la televisión, el periodismo en general nos han contado el cuentecillo de tal modo que lo hemos digerido, metabolizado, integrado a nuestras personas como si nos hubiéramos zampado el libro de la portada al colofón.Y además, escuchamos a menudo en nuestro entorno a personas que aseguran estar releyendo a tal o cual texto clásico. Cosa menos frecuente con textos de nuestros contemporáneos. ¿Y por qué será que releemos a los clásicos? Nos parece que, sin excluir otras razones, son textos tan potentes que cada relectura suele funcionar como una primera lectura: vamos descubriendo aquí y allá nuevas aristas, situaciones, etc. que nos dan esta sensación. Por supuesto que esto pasa en todo texto, en particular en los literarios. Pero nos parece que en aquellos textos canónicos (tal vez debimos decir canonizados o santificados por las sucesivas generaciones) esto de que las relecturas son nuevas primeras lecturas se hace más evidente.
Si abordamos la cuestión de los clásicos desde la perspectiva de los tradicionalmente destinados a los chavales hemos de considerar a los clásicos remotos, como los relatos mitológicos grecolatinos, los cuentos de Las Mil y una Noches-La lámpara de Aladino, Simbad el marino y Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, entre otros -de los cuentos maravillosos más recientes, los cuentos de hadas, como son los de Perrault o los hermanos Grimm. En éstos últimos es conveniente hacer una diferenciación preliminar. Los cuentos recopilados y narrados por Perrault -Caperucita Roja, Riquete el del Copete, Barba Azul, El gato con botas, La Bella Durmiente del bosque, La Cenicienta, Las hadas, Los deseos ridículos, Piel de Asno y Pulgarcito-, por ejemplo, y los reunidos por los hermanos Grimm son cuentos que provienen de la tradición oral, son folclóricos en tanto desconocemos el nombre de su autor. En cambio los cuentos de Hans Christian Andersen -El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita, entre otros- son mayoritariamente autorales, esto es que son obras de su creación. El mismo caso es el de los textos de Collodi, Stevenson, London, Melville, Conan Doyle, Salgari, etc.
Si los antedichos cuentos recogidos por Perrault o por los hermanos Grimm son renarrados y hasta actualizados en versiones que llegan a trasgredir los originales, en el fondo esa reescritura es tan autorizada como la realizada por el académico Charles Perrault. En cambio, en los textos nacido autorales (y escritos), cualquier intervención implica una traición a su autor.
Alguien dijo que el siglo XX fue el siglo de los niños. Se ocupó de la infancia, desde múltiples ángulos, como nunca lo había hecho la humanidad. Podemos constatar, pues, entre otras actitudes, un mayor control sobre lo que leen (o se les lee) con miradas predominantemente provenientes de la psicología y de la sociología. Así aparecieron opiniones sobre casi todos aquellos cuentos tales como: en Piel de Asno se plantea un incesto; Caperucita Roja muestra al lobo como metáfora del hombre, sexualmente devorador; Pulgarcito muestra la crueldad de los padres; en Cenicienta puede verse un padre pusilánime y a una madrastra fálica e inhumana, al punto de someter a una cuasi esclavitud a su hijastra; en Barba Azul se sanciona la curiosidad de las niñas con la muerte, etc. Empiezan a aparecer conceptos como «políticamente correcto» en referencia a los cuentos tradicionales.
Conclusiones
A todas luces, es deseable que los niños, los jóvenes y los adultos lean a los clásicos porque, como señalamos precedentemente, constituyen una parte esencial de nuestra cultura. Sin embargo, si esos textos tienen un autor, no tenemos ningún derecho a jibarizarlos para hacerlos accesibles a quienes todavía no están en condiciones de disfrutar de ellos. Ítalo Calvino, con la elegancia de su prosa, nos recuerda: «Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos».
Muchas veces apresuramos esas lecturas y lo que logramos es el efecto inverso al buscado, es decir, conseguimos que los lectores los rechacen, y estos rechazos pueden durar años o toda la vida.
A todas luces, es deseable que los niños, los jóvenes y los adultos lean a los clásicos porque, como señalamos precedentemente, constituyen una parte esencial de nuestra cultura. Sin embargo, si esos textos tienen un autor, no tenemos ningún derecho a jibarizarlos para hacerlos accesibles a quienes todavía no están en condiciones de disfrutar de ellos. Ítalo Calvino, con la elegancia de su prosa, nos recuerda: «Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos».
Muchas veces apresuramos esas lecturas y lo que logramos es el efecto inverso al buscado, es decir, conseguimos que los lectores los rechacen, y estos rechazos pueden durar años o toda la vida.
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