En 1991, Saul Bellow, que fue el último escritor serio que escribió la palabra alma sin que se le escapara la risa, declaró lo siguiente: “En mi juventud, la literatura formaba parte integrante de la vida; se absorbía, se asimilaba en el organismo. No se era conocedor, esteta, amante de la literatura. No, con la literatura daba uno forma a su vida, era algo que se ingería, que pasaba a ser parte de la propia sustancia, que constituía la senda de la liberación y la libertad plena”. Luego Bellow concluía: “Creo que el ambiente de entusiasmo y amor por la literatura, ampliamente extendido en los años veinte, empezó a desaparecer en el decenio de los treinta”. En 1996, la novelista Cynthia Ozick discrepó levemente de estas palabras de Bellow: “Todo ferviente lector elegirá probablemente el momento de su propia juventud como la edad de oro en que la literatura se entreteje con la urdimbre del mundo”. Es posible que Ozick tenga razón; es posible que, a su modo, Bellow también la tenga. Sea como sea, lo que importa es que ninguno de los dos habla del lector común; sin darle ese nombre, ambos hablan del lector vampiro.
¿Qué es un lector vampiro? Bellow lo explica bien: no es el lector que lee para matar el rato o para divertirse, ni siquiera para hacerse sabio; todo eso es estupendo, pero el lector vampiro no lee para nada de eso: lee para sobrevivir. De hecho, podría incluso decirse que, propiamente, el lector vampiro no lee libros: los apalea, los acuchilla, les arranca las entrañas, les chupa la sangre, les roba el alma; no quiere leer los libros: quiere ser los libros, que los libros leídos pasen a formar parte, como dice Bellow, “de la propia sustancia”. Esta atroz carnicería suele ser un espectáculo aterrador, y por eso el lector vampiro procura llevarla a cabo sin testigos, como si se tratara del acto más íntimo de su vida íntima; y por eso, también, el lector vampiro suele ser un mal reseñista de libros –está demasiado absorto devorando las vísceras del libro para opinar sobre él–, pero no necesariamente un mal crítico, aunque, como el libro ha pasado a ser sangre de su sangre, casi siempre sea muy difícil distinguir si lo que dice lo dice del libro o lo dice de sí mismo. En suma: este tipo de lector sólo lee en realidad para salvarse, ese verbo que desde hace 50 años es imposible escribir sin que se le escape a uno la risa.
¿Cuándo nace un lector vampiro? ¿Cómo nace? Mi impresión es que el lector vampiro nace en la adolescencia, que es la última etapa de la vida en que uno cree que puede salvarse; en cuanto al cómo, las historias son muy variadas, pero tienen un común denominador: casi todas son ridículas. Aunque me da mucha vergüenza hacerlo, contaré la mía, con la esperanza de que mi ejemplo anime a otros congéneres a salir del armario. En aquella época, yo tenía 14 o 15 años y era, dentro de mis posibilidades, una persona normal; también era un lector alegre y confiado. Por desgracia, aquel verano me enamoré, y al volver a casa después de las vacaciones sólo tenía ganas de colgarme del cimborrio de la catedral de Gerona; fue un momento serio, que intenté capear echando mano del libro más serio que encontré en mi casa, con tan mala fortuna que el elegido resultó ser San Manuel Bueno, mártir, de don Miguel de Unamuno. Se trata, como recordarán, de una novela mal escrita y confusísima, que sin embargo leí como si me fuera la vida en ello y con la que me armé tal lío que en un par de días dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno; no contento con ello, en los meses que siguieron leí todos los libros de don Miguel, lo que acabó de sumirme en un estado de frenético descontrol moral del que todavía no he emergido. Ésta es mi trágica historia; la de mis congéneres, me temo, no es muy distinta. Por supuesto, luego leímos libros mejores que los de don Miguel, pero el mal ya estaba hecho; además, el pobre don Miguel no tiene ninguna culpa: si no hubiera sido él, hubiera sido otro, porque cuando uno le chupa la sangre a un libro ya sólo quiere chupar sangre de libro. ¿Fue un error? Puede ser. O al menos eso es lo que piensan esos modernos que se precian de no leer novelas y saltan de alegría cada vez que oyen hablar del final del libro impreso y se ríen a carcajadas con la trampa en que caímos los chicos de provincias de los setenta, que según ellos nos entregamos a la literatura porque no podíamos entregarnos a las cosas grandes –a la política, a la guerra, a la televisión, al cine, al periodismo– y que, también según ellos, nos creímos que la literatura servía para ser más alto, más rubio y mejor, y aquí seguimos, bajitos, morenos y empeorando. Bellow pensaba que la literatura dejó de contar hacia los años treinta; Ozick piensa que todavía cuenta, aunque ya no cuenta como contó; yo, francamente, no sé qué pensar. Pero lo que sí sé es que hay por ahí todavía lectores vampiro, gentes capaces de apostarse enteras en cada frase y de jugarse el tipo en cada página, porque sienten todavía que la literatura es el mejor modo de que todo esto se vuelva más rico, más complejo, más intenso y más real; gentes nocturnas que sobreviven sorbiendo sangre ajena, tan seguras como todo el mundo de que no se salvarán, pero más dispuestas que casi todo el mundo a vender caro su pellejo. Aunque se les escape la risa.
¿Qué es un lector vampiro? Bellow lo explica bien: no es el lector que lee para matar el rato o para divertirse, ni siquiera para hacerse sabio; todo eso es estupendo, pero el lector vampiro no lee para nada de eso: lee para sobrevivir. De hecho, podría incluso decirse que, propiamente, el lector vampiro no lee libros: los apalea, los acuchilla, les arranca las entrañas, les chupa la sangre, les roba el alma; no quiere leer los libros: quiere ser los libros, que los libros leídos pasen a formar parte, como dice Bellow, “de la propia sustancia”. Esta atroz carnicería suele ser un espectáculo aterrador, y por eso el lector vampiro procura llevarla a cabo sin testigos, como si se tratara del acto más íntimo de su vida íntima; y por eso, también, el lector vampiro suele ser un mal reseñista de libros –está demasiado absorto devorando las vísceras del libro para opinar sobre él–, pero no necesariamente un mal crítico, aunque, como el libro ha pasado a ser sangre de su sangre, casi siempre sea muy difícil distinguir si lo que dice lo dice del libro o lo dice de sí mismo. En suma: este tipo de lector sólo lee en realidad para salvarse, ese verbo que desde hace 50 años es imposible escribir sin que se le escape a uno la risa.
¿Cuándo nace un lector vampiro? ¿Cómo nace? Mi impresión es que el lector vampiro nace en la adolescencia, que es la última etapa de la vida en que uno cree que puede salvarse; en cuanto al cómo, las historias son muy variadas, pero tienen un común denominador: casi todas son ridículas. Aunque me da mucha vergüenza hacerlo, contaré la mía, con la esperanza de que mi ejemplo anime a otros congéneres a salir del armario. En aquella época, yo tenía 14 o 15 años y era, dentro de mis posibilidades, una persona normal; también era un lector alegre y confiado. Por desgracia, aquel verano me enamoré, y al volver a casa después de las vacaciones sólo tenía ganas de colgarme del cimborrio de la catedral de Gerona; fue un momento serio, que intenté capear echando mano del libro más serio que encontré en mi casa, con tan mala fortuna que el elegido resultó ser San Manuel Bueno, mártir, de don Miguel de Unamuno. Se trata, como recordarán, de una novela mal escrita y confusísima, que sin embargo leí como si me fuera la vida en ello y con la que me armé tal lío que en un par de días dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno; no contento con ello, en los meses que siguieron leí todos los libros de don Miguel, lo que acabó de sumirme en un estado de frenético descontrol moral del que todavía no he emergido. Ésta es mi trágica historia; la de mis congéneres, me temo, no es muy distinta. Por supuesto, luego leímos libros mejores que los de don Miguel, pero el mal ya estaba hecho; además, el pobre don Miguel no tiene ninguna culpa: si no hubiera sido él, hubiera sido otro, porque cuando uno le chupa la sangre a un libro ya sólo quiere chupar sangre de libro. ¿Fue un error? Puede ser. O al menos eso es lo que piensan esos modernos que se precian de no leer novelas y saltan de alegría cada vez que oyen hablar del final del libro impreso y se ríen a carcajadas con la trampa en que caímos los chicos de provincias de los setenta, que según ellos nos entregamos a la literatura porque no podíamos entregarnos a las cosas grandes –a la política, a la guerra, a la televisión, al cine, al periodismo– y que, también según ellos, nos creímos que la literatura servía para ser más alto, más rubio y mejor, y aquí seguimos, bajitos, morenos y empeorando. Bellow pensaba que la literatura dejó de contar hacia los años treinta; Ozick piensa que todavía cuenta, aunque ya no cuenta como contó; yo, francamente, no sé qué pensar. Pero lo que sí sé es que hay por ahí todavía lectores vampiro, gentes capaces de apostarse enteras en cada frase y de jugarse el tipo en cada página, porque sienten todavía que la literatura es el mejor modo de que todo esto se vuelva más rico, más complejo, más intenso y más real; gentes nocturnas que sobreviven sorbiendo sangre ajena, tan seguras como todo el mundo de que no se salvarán, pero más dispuestas que casi todo el mundo a vender caro su pellejo. Aunque se les escape la risa.
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