El legendario detective Perico Varela, también llamado el Chucho en el negocio de los problemas, bajaba del autobús en la estación de Benidorm cuando un taxista se acercó para ayudarle con su maleta.
-Déjala, todavía me queda un brazo -le gruñó.
-¿Unos días de vacaciones?
-No, he venido a buscar el otro.
No empezó a echarlo realmente de menos hasta unos días antes, cuando soltó de repente en medio de una partida de mus: "no quiero que me entierren incompleto". Sus colegas de la residencia se habían acostumbrado a verle así, manco, separando las cartas con la punta de la nariz para mirar el juego. Por eso pensaron que quería que lo enterraran junto a su difunta esposa. Pero él hablaba de su brazo izquierdo. "Tengo que encontrarlo", añadió. No lo había necesitado en los ochenta para atrapar al conde Petrov, el mayor traficante de uranio de la Costa del Sol, ni en el 67 para enchironar al sacamantecas de Murcia, ni en el verano del 91 para meterle en Menorca una bala del 38 entre ceja y ceja a Rudolph Iceman de parte del Mossad. Pero ahora, 45 años después del accidente de tráfico que lo apartó de la policía para siempre, sin saber por qué Varela necesitaba urgentemente reunirse con su brazo antes de estirar la pata.
Aquel calor pringoso de la costa retorcía los viejos huesos del Chucho, pero su cabeza aún estaba en su sitio. No tardó ni cuatro horas en localizar el hospital donde le habían troceado y en conseguir soltar algunas lenguas valiéndose de su natural simpatía y de unos cuantos billetes marrones.
Flora, la enfermera jefe encargada de los desechos clínicos, era una hembra de las de antes. Su naturaleza se había expandido con los años como una supernova, pero todavía conservaba unas curvas capaces de joderle la vida a un hombre.
-Ahora hay empresas especializadas que se encargan de retirar los desechos humanos, pero entonces simplemente lo quemábamos todo en la caldera -le explicó después de un breve interrogatorio.
-¿Y las cenizas, qué pasaba con las cenizas?
-Las tirábamos a la basura. ¿Por qué?
La historia del viejo detective conmovió a Flora y aquella misma noche la mujer descubrió que la naturaleza había compensado muy bien al Chucho por su carencia. Pasó una semana y luego un mes y luego tres años, y una noche paseando por la playa frente al bar de María Jesús y su acordeón, Varela tiró su vieja Astra al mar para siempre y miró fijamente a Flora.
-Mi última voluntad es que me entierren en el vertedero, junto a las cenizas de mi brazo. ¿La respetarás cuando llegue el momento?
La vieja enfermera asintió y él rodeó con el otro brazo su infinita cintura.
Ahora, Perico Varela espera a la muerte en Benidorm. Nunca nadie imaginó que la historia de un hombre como él acabara de esta manera y en un lugar como éste, pero cosas más raras se han visto.
-Déjala, todavía me queda un brazo -le gruñó.
-¿Unos días de vacaciones?
-No, he venido a buscar el otro.
No empezó a echarlo realmente de menos hasta unos días antes, cuando soltó de repente en medio de una partida de mus: "no quiero que me entierren incompleto". Sus colegas de la residencia se habían acostumbrado a verle así, manco, separando las cartas con la punta de la nariz para mirar el juego. Por eso pensaron que quería que lo enterraran junto a su difunta esposa. Pero él hablaba de su brazo izquierdo. "Tengo que encontrarlo", añadió. No lo había necesitado en los ochenta para atrapar al conde Petrov, el mayor traficante de uranio de la Costa del Sol, ni en el 67 para enchironar al sacamantecas de Murcia, ni en el verano del 91 para meterle en Menorca una bala del 38 entre ceja y ceja a Rudolph Iceman de parte del Mossad. Pero ahora, 45 años después del accidente de tráfico que lo apartó de la policía para siempre, sin saber por qué Varela necesitaba urgentemente reunirse con su brazo antes de estirar la pata.
Aquel calor pringoso de la costa retorcía los viejos huesos del Chucho, pero su cabeza aún estaba en su sitio. No tardó ni cuatro horas en localizar el hospital donde le habían troceado y en conseguir soltar algunas lenguas valiéndose de su natural simpatía y de unos cuantos billetes marrones.
Flora, la enfermera jefe encargada de los desechos clínicos, era una hembra de las de antes. Su naturaleza se había expandido con los años como una supernova, pero todavía conservaba unas curvas capaces de joderle la vida a un hombre.
-Ahora hay empresas especializadas que se encargan de retirar los desechos humanos, pero entonces simplemente lo quemábamos todo en la caldera -le explicó después de un breve interrogatorio.
-¿Y las cenizas, qué pasaba con las cenizas?
-Las tirábamos a la basura. ¿Por qué?
La historia del viejo detective conmovió a Flora y aquella misma noche la mujer descubrió que la naturaleza había compensado muy bien al Chucho por su carencia. Pasó una semana y luego un mes y luego tres años, y una noche paseando por la playa frente al bar de María Jesús y su acordeón, Varela tiró su vieja Astra al mar para siempre y miró fijamente a Flora.
-Mi última voluntad es que me entierren en el vertedero, junto a las cenizas de mi brazo. ¿La respetarás cuando llegue el momento?
La vieja enfermera asintió y él rodeó con el otro brazo su infinita cintura.
Ahora, Perico Varela espera a la muerte en Benidorm. Nunca nadie imaginó que la historia de un hombre como él acabara de esta manera y en un lugar como éste, pero cosas más raras se han visto.
Óscar Aibar es cineasta y escritor, autor de Making of (Mondadori)
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