El escritor Gustavo Martín Garzo publica hoy en "El País" este artículo, sobre los disminuidos psíquicos, sus cuidadores, y el amor: EL HALCÓN Y LA PALOMA:
Hay que elegir entre la justicia y el amor -escribió Elías Canetti-. Yo no puedo, yo elijo las dos cosas". Una leyenda del Mahabharata, recreada por Jean-Claude Carrière, nos dice que es posible. Cuenta la historia de un rey de quien todos decían que era el más justo de la tierra. Un día, estando en los jardines de su palacio, una paloma cayó sobre su muslo para pedirle ayuda. Pero un delgado halcón que se posó en una rama vecina le advirtió que era suya y que se la debía entregar. El rey se negó, con el argumento de que no se entrega un animal asustado a su enemigo, y el halcón le dijo que si era el más justo de la tierra no podía negársela, pues sólo esa paloma le permitiría aplacar la angustia de su hambre. ¿Acaso los halcones no se habían alimentado de las palomas desde que el mundo era el que conocían? El rey, turbado, reconoció que tenía razón, y le ofreció canjear aquella paloma por lo que quisiera, un buey entero, todo su ganado, todo su reino. "Sólo aceptaría una cosa, le contestó el halcón. Si sientes tal amor por esa paloma corta un trozo de carne de tu muslo derecho, del mismo peso que esa paloma, y dámelo". El rey se cortó un trozo de su muslo derecho, y mandó que le trajeran una báscula, pero el peso de la paloma sobrepasaba el de la carne. Se cortó otro trozo y la báscula seguía sin moverse, pues la paloma seguía siendo más pesada que su carne. El rey se cortó el otro muslo. Se cortó los brazos, el pecho, toda su carne. Al final, cuando sólo era un esqueleto sangrante, se subió él mismo sobre el platillo, y la báscula no se movía. El cuerpo de la paloma era más pesado que el del rey. "Hemos venido hasta aquí para conocerte, la paloma y yo, dijo entonces el halcón. A ti, de quien se dice que eres el hombre más justo del mundo". Y las dos aves echaron a volar juntas.
He pensado en esta fábula al visitar un centro para niños con parálisis cerebral en mi ciudad. Los niños que pueblan sus salas son como la paloma de esta leyenda, víctimas temblorosas de un mundo donde todo debe responder a unos preceptos de utilidad y eficacia; y los padres y educadores que los cuidan, como el rey que acoge en su jardín a esa paloma. También ellos entregan partes de sí mismos, de su tiempo y de su atención, para proteger a los niños que están a su cargo. Es una entrega que carece de lógica, pues ¿cómo el más dotado habría de ofrecer su vida y el ejercicio de sus capacidades a aquel que nada o casi nada podrá darle a cambio de su sacrificio? El que sabe andar, es dueño de un lenguaje, de unas facultades físicas y mentales superiores, ofrece esas piernas, esas palabras, parte de esos complejos pensamientos, a quien apenas podrá entenderlos o utilizarlos, pues ¿de qué podrían servirle si su destino es estar de más, haber venido al mundo no a enseñorearse de él sino a sufrir su peso inaudito? Y sin embargo, eso es el amor: que también para ese cuerpo haya un lugar entre nuestros brazos y que, al confiarnos su existencia, quedemos obligados a él como si fuera el cuerpo tembloroso de una paloma.
Esto es lo que sentimos al visitar este Centro. Paseamos por sus anchos pasillos, nos asomamos a las clases de grandes ventanas, y al ver las pizarras, los muebles, las mesas llenas de dibujos y objetos, expresión de una labor tan discreta como incesante, pensamos: "Sí, debió de ser en un lugar así donde el rey recibió a la paloma". Y no tendremos entonces una impresión de abatimiento y derrota, sino de desafío. El desafío de una apuesta que tiene que ver con el incomprensible alentar de la vida. Y la visión de los niños ensimismados, de sus posturas extrañas y sus cuerpecitos deformes, pero a su manera delicados y perfectos, nos hará pensar que aún hay mucho por hacer. Y todo a nuestro alrededor tendrá que ver con esa tarea sin fin, la de la construcción de un mundo que no sea el lugar de la decepción y la renuncia sino el de la siempre misteriosa alegría. Eso será entonces este colegio para quien lo recorra y lo sepa mirar con atención, un mundo lleno de tareas pendientes, de apuestas inauditas, donde está presente el juego de la vida y sus siempre delicadas construcciones: las primeras palabras, los primeros gestos, los primeros nombres. Veremos, por ejemplo, a una niña que, incapaz de pronunciar una sola palabra, logrará comunicarse con nosotros señalándonos en su pequeño álbum la imagen de lo que desea. Si quiere ir al comedor, la figura de alguien comiendo; si quiere ir al baño, la de un pequeño retrete; si pide volver a clase, la de una mesa llena de cuadernos. Las demandas se multiplican y mientras otro de los niños quiere mostrarnos sus dibujos una nueva, pequeña como un cordero, se restriega contra nuestras piernas. "Quiero ser real", nos dicen sus ojos cuando la miramos. Y nos iremos asomando a ese mundo desconocido, a sus tareas y sus logros minúsculos, como a un reino lleno de objetos maravillosos y de proyectos tan dulces como insensatos. Masas de papel que dan lugar a una imponente figura de Obelix; soles, estrellas cubiertas de purpurina, un perro detenido sobre la mesa como una de esas figuras recortadas en un seto de boj por Eduardo Manostijeras. Uno de los niños no ve ni logra sostener su cabeza. Está acostado en un pequeño parque y cuando llegamos a su lado su educadora le advierte que es la hora de comer: "Venga, gandul", le dice con ternura. Y el niño se despereza, extiende sus bracitos delgados y sus movimientos tienen la dulce somnolencia de las criaturas que viven en el fondo del mar.
Borges tiene un poema titulado Los justos en que va nombrando las acciones humildes de algunos hombres anónimos: el tipógrafo que compone una buena página, el que acaricia a un animal dormido, quien justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. Y nos dice que son esas acciones las que sostienen el mundo. Podríamos sumar a ellas las acciones de los protagonistas de esta historia que, como la leyenda del Mahabharata, habla de esa justicia que no sabe vivir a espaldas del amor. La madre que esperando encontrar en su cuna a un niño normal encuentra un ser desfigurado y se ocupa de él como si recibiera en su regazo el cuerpo de un dios diminuto; las pobres criaturas para los que el más elemental de los gestos, tomar una cuchara, por ejemplo, es comparable a la conquista por parte de los alpinistas de la cumbre del Everest; los educadores que escriben para sus alumnos cuentos en que las palabras se confunden con los objetos del mundo. Cada uno de ellos nos entrega una nueva leyenda. Son los nuevos justos, los que, sin darse cuenta, sin pretenderlo, hacen que el halcón y la paloma puedan volar juntos sin hacerse daño.
He pensado en esta fábula al visitar un centro para niños con parálisis cerebral en mi ciudad. Los niños que pueblan sus salas son como la paloma de esta leyenda, víctimas temblorosas de un mundo donde todo debe responder a unos preceptos de utilidad y eficacia; y los padres y educadores que los cuidan, como el rey que acoge en su jardín a esa paloma. También ellos entregan partes de sí mismos, de su tiempo y de su atención, para proteger a los niños que están a su cargo. Es una entrega que carece de lógica, pues ¿cómo el más dotado habría de ofrecer su vida y el ejercicio de sus capacidades a aquel que nada o casi nada podrá darle a cambio de su sacrificio? El que sabe andar, es dueño de un lenguaje, de unas facultades físicas y mentales superiores, ofrece esas piernas, esas palabras, parte de esos complejos pensamientos, a quien apenas podrá entenderlos o utilizarlos, pues ¿de qué podrían servirle si su destino es estar de más, haber venido al mundo no a enseñorearse de él sino a sufrir su peso inaudito? Y sin embargo, eso es el amor: que también para ese cuerpo haya un lugar entre nuestros brazos y que, al confiarnos su existencia, quedemos obligados a él como si fuera el cuerpo tembloroso de una paloma.
Esto es lo que sentimos al visitar este Centro. Paseamos por sus anchos pasillos, nos asomamos a las clases de grandes ventanas, y al ver las pizarras, los muebles, las mesas llenas de dibujos y objetos, expresión de una labor tan discreta como incesante, pensamos: "Sí, debió de ser en un lugar así donde el rey recibió a la paloma". Y no tendremos entonces una impresión de abatimiento y derrota, sino de desafío. El desafío de una apuesta que tiene que ver con el incomprensible alentar de la vida. Y la visión de los niños ensimismados, de sus posturas extrañas y sus cuerpecitos deformes, pero a su manera delicados y perfectos, nos hará pensar que aún hay mucho por hacer. Y todo a nuestro alrededor tendrá que ver con esa tarea sin fin, la de la construcción de un mundo que no sea el lugar de la decepción y la renuncia sino el de la siempre misteriosa alegría. Eso será entonces este colegio para quien lo recorra y lo sepa mirar con atención, un mundo lleno de tareas pendientes, de apuestas inauditas, donde está presente el juego de la vida y sus siempre delicadas construcciones: las primeras palabras, los primeros gestos, los primeros nombres. Veremos, por ejemplo, a una niña que, incapaz de pronunciar una sola palabra, logrará comunicarse con nosotros señalándonos en su pequeño álbum la imagen de lo que desea. Si quiere ir al comedor, la figura de alguien comiendo; si quiere ir al baño, la de un pequeño retrete; si pide volver a clase, la de una mesa llena de cuadernos. Las demandas se multiplican y mientras otro de los niños quiere mostrarnos sus dibujos una nueva, pequeña como un cordero, se restriega contra nuestras piernas. "Quiero ser real", nos dicen sus ojos cuando la miramos. Y nos iremos asomando a ese mundo desconocido, a sus tareas y sus logros minúsculos, como a un reino lleno de objetos maravillosos y de proyectos tan dulces como insensatos. Masas de papel que dan lugar a una imponente figura de Obelix; soles, estrellas cubiertas de purpurina, un perro detenido sobre la mesa como una de esas figuras recortadas en un seto de boj por Eduardo Manostijeras. Uno de los niños no ve ni logra sostener su cabeza. Está acostado en un pequeño parque y cuando llegamos a su lado su educadora le advierte que es la hora de comer: "Venga, gandul", le dice con ternura. Y el niño se despereza, extiende sus bracitos delgados y sus movimientos tienen la dulce somnolencia de las criaturas que viven en el fondo del mar.
Borges tiene un poema titulado Los justos en que va nombrando las acciones humildes de algunos hombres anónimos: el tipógrafo que compone una buena página, el que acaricia a un animal dormido, quien justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. Y nos dice que son esas acciones las que sostienen el mundo. Podríamos sumar a ellas las acciones de los protagonistas de esta historia que, como la leyenda del Mahabharata, habla de esa justicia que no sabe vivir a espaldas del amor. La madre que esperando encontrar en su cuna a un niño normal encuentra un ser desfigurado y se ocupa de él como si recibiera en su regazo el cuerpo de un dios diminuto; las pobres criaturas para los que el más elemental de los gestos, tomar una cuchara, por ejemplo, es comparable a la conquista por parte de los alpinistas de la cumbre del Everest; los educadores que escriben para sus alumnos cuentos en que las palabras se confunden con los objetos del mundo. Cada uno de ellos nos entrega una nueva leyenda. Son los nuevos justos, los que, sin darse cuenta, sin pretenderlo, hacen que el halcón y la paloma puedan volar juntos sin hacerse daño.
Añadimos también el poema LOS JUSTOS, de Jorge Luis Borges, mencionado en el artículo:
Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
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