Las piedras ya estaban calientes cuando el coche apareció. Era un calor agradable que se colaba en los pantalones de los dos hombres, templaba sus muslos largos y sus culos cansados, que la edad había ido enfriando, y recorría su columna vertebral hasta llegar a la cabeza como la caricia de una mano firme y ancha. Las cañas de pescar estaban clavadas en el suelo, a su lado. Se hallaban tan entretenidos charlando que no escucharon el crujido de los guijarros bajo las ruedas, a su espalda.
-¡Eh! ¿Hay mucha profundidad ahí?
El tipo había asomado la cabeza por la ventanilla. Los hombres se giraron hacia él con desgana. Uno de ellos, el de piel más blanca, llevaba una gorra. El otro, muy moreno, iba con la cabeza descubierta. El sol estaba alto y la luz se reflejaba en el BMW gris como en un espejo. A pesar del resplandor, vieron las gafas oscuras, la camisa blanca, la corbata. Las chicharras chillaban. El olor a gasolina se mezcló con el de la tierra caliente.
Los dos amigos sólo iban al río durante las vacaciones. No se levantaban temprano ni acudían con bolsas de pesca ni botas de plástico ni pantalones impermeables. Sólo llevaban unas cañas baratas, tabaco y latas de cerveza. Tan pronto llegaban, metían las cervezas en el río, bien sujetas entre las piedras, y dejaban que la corriente ligera las enfriara. A veces, introducían los pies en el agua y los restregaban suavemente contra el suelo oscuro y viscoso. El leve movimiento agitaba el fondo y sus pies aparecían y desaparecían como pálidas anguilas entre algas azuladas.
Algunos días, cuando el calor apretaba, se quitaban la ropa y nadaban un rato. El río engañaba. La suave orilla dejaba paso en seguida a una poza tan honda que el agua se volvía negra y fría como el ojo sin fondo de un pescado. Al hombre moreno le gustaba nadar allí, sentir el sol ardiente en la nuca mientras abría y cerraba las piernas y los brazos helados. Su compañero daba un par de brazadas sin quitarse la gorra y regresaba a la orilla.
A los dos les agradaba ese río que les regalaba pescado suficiente para justificar el tiempo que le dedicaban. Pero iban a pescar por las historias. Pasaban las horas contándose cuentos que habían vivido o habían oído. Enlazaban una historia con otra mientras reían. A veces, sin darse cuenta, las repetían, pero el placer de oírlas era igual que la primera vez. Cuando el coche se detuvo a su espalda, el de la gorra estaba hablando del zapatero comunista de su pueblo que un día desapareció y dejó en la puerta un cartel que decía: "Me he ido. No me busquéis".
El conductor aguardaba con la cabeza asomada por la ventanilla.
-¿Profundidad? ¡Un huevo!-, contestó el moreno.
El tipo metió la primera y apretó el acelerador. El coche pasó rugiendo junto a los hombres, se mantuvo unos instantes sobre el agua y luego se hundió.
-¡Eh! ¿Hay mucha profundidad ahí?
El tipo había asomado la cabeza por la ventanilla. Los hombres se giraron hacia él con desgana. Uno de ellos, el de piel más blanca, llevaba una gorra. El otro, muy moreno, iba con la cabeza descubierta. El sol estaba alto y la luz se reflejaba en el BMW gris como en un espejo. A pesar del resplandor, vieron las gafas oscuras, la camisa blanca, la corbata. Las chicharras chillaban. El olor a gasolina se mezcló con el de la tierra caliente.
Los dos amigos sólo iban al río durante las vacaciones. No se levantaban temprano ni acudían con bolsas de pesca ni botas de plástico ni pantalones impermeables. Sólo llevaban unas cañas baratas, tabaco y latas de cerveza. Tan pronto llegaban, metían las cervezas en el río, bien sujetas entre las piedras, y dejaban que la corriente ligera las enfriara. A veces, introducían los pies en el agua y los restregaban suavemente contra el suelo oscuro y viscoso. El leve movimiento agitaba el fondo y sus pies aparecían y desaparecían como pálidas anguilas entre algas azuladas.
Algunos días, cuando el calor apretaba, se quitaban la ropa y nadaban un rato. El río engañaba. La suave orilla dejaba paso en seguida a una poza tan honda que el agua se volvía negra y fría como el ojo sin fondo de un pescado. Al hombre moreno le gustaba nadar allí, sentir el sol ardiente en la nuca mientras abría y cerraba las piernas y los brazos helados. Su compañero daba un par de brazadas sin quitarse la gorra y regresaba a la orilla.
A los dos les agradaba ese río que les regalaba pescado suficiente para justificar el tiempo que le dedicaban. Pero iban a pescar por las historias. Pasaban las horas contándose cuentos que habían vivido o habían oído. Enlazaban una historia con otra mientras reían. A veces, sin darse cuenta, las repetían, pero el placer de oírlas era igual que la primera vez. Cuando el coche se detuvo a su espalda, el de la gorra estaba hablando del zapatero comunista de su pueblo que un día desapareció y dejó en la puerta un cartel que decía: "Me he ido. No me busquéis".
El conductor aguardaba con la cabeza asomada por la ventanilla.
-¿Profundidad? ¡Un huevo!-, contestó el moreno.
El tipo metió la primera y apretó el acelerador. El coche pasó rugiendo junto a los hombres, se mantuvo unos instantes sobre el agua y luego se hundió.
Nuria Barrios es autora, entre otras obras, de El hilo de agua (Algaida), premio Ateneo de Sevilla de Poesía.
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