Desde entonces, no he dejado de repetírmelo una y otra vez: ten cuidado con lo que deseas, porque podría cumplirse de la manera más inesperada. Aquella tarde, yo había quedado con una amiga en un bar del centro, para hablar de las vacaciones de verano, pues pensábamos viajar juntas durante una semana. Cuando ya se iba, me preguntó por mi marido.
-Sigue igual -le contesté-. A veces, créeme, desearía que se muriera.
Después de despedirnos, me dirigí directamente al metro para volver a casa. No habíamos efectuado aún ninguna parada, cuando se me acercó un hombre cuyo aspecto me inquietó.
-Discúlpeme -comenzó a decir-. No he podido evitar oír lo que comentaba de su marido.
-¿De qué me habla?- pregunté yo, sorprendida.
-Ya sabe, lo que le contó a su amiga en el bar. Si usted quisiera -añadió, tras una breve pausa-, yo podría convertir sus deseos en realidad.
-¡¿Está usted loco?! -exclamé.
-No se excite -me ordenó él-. Si es por el dinero, podremos llegar a un acuerdo.
-¡Es usted un cabrón! -le grité -. Apártese de mí, si no quiere...
Pero fui yo la que se alejó, aprovechando que el metro se había detenido en una parada.
Me había olvidado ya del incidente, cuando, días después, me lo encontré de nuevo en el bar, donde yo había vuelto a quedar con mi amiga.
-¿Se lo ha pensado mejor?-me preguntó, al tiempo que se sentaba a mi mesa.
-No hay nada que pensar -le respondí, una vez repuesta de la impresión-. Y que quede bien claro que lo que usted me oyó decir el otro día -me justifiqué- fue sólo una forma de hablar, no exactamente la expresión de un deseo.
-Usted por eso no se preocupe -me replicó-; la dejaré totalmente al margen. Lo único que tiene que hacer es pagarme...
-Pero si ya le he dicho que no me interesa -lo interrumpí-. ¡Déjeme en paz de una vez! Por suerte, en ese momento, apareció mi amiga, y el individuo se marchó del bar.
-¿Quién era ese tipo tan extraño?- inquirió ella, preocupada.
-Un chiflado que me pedía dinero- le expliqué yo.
Las semanas siguientes las pasé sumida en un estado de zozobra. Temía encontrármelo en cualquier esquina, pero tampoco podía estar encerrada. Cualquier cosa me ponía en tensión. Una mañana, recibí una llamada de la policía; después de identificarme, un agente muy amable me comunicó:
-Su marido ha muerto.
-¿Mi marido? ¿Muerto? ¿Cómo?
-En un accidente de tráfico.
La noticia me dejó anonadada. Al poco rato, volvieron a llamar.
-Yo ya he cumplido mi parte del trato -dijo una voz que no me era desconocida-. Son sólo 3.000 euros. Le doy una hora para dejarlos, dentro de una bolsa, en el contenedor de la basura que hay enfrente de su estudio.
-¿Y por qué debería pagarle?
-Porque tengo pruebas que podrían incriminarla. Los frenos del coche -me informó- han sido manipulados.
-¡No puede ser!
-Si lo sabré yo.
-Sigue igual -le contesté-. A veces, créeme, desearía que se muriera.
Después de despedirnos, me dirigí directamente al metro para volver a casa. No habíamos efectuado aún ninguna parada, cuando se me acercó un hombre cuyo aspecto me inquietó.
-Discúlpeme -comenzó a decir-. No he podido evitar oír lo que comentaba de su marido.
-¿De qué me habla?- pregunté yo, sorprendida.
-Ya sabe, lo que le contó a su amiga en el bar. Si usted quisiera -añadió, tras una breve pausa-, yo podría convertir sus deseos en realidad.
-¡¿Está usted loco?! -exclamé.
-No se excite -me ordenó él-. Si es por el dinero, podremos llegar a un acuerdo.
-¡Es usted un cabrón! -le grité -. Apártese de mí, si no quiere...
Pero fui yo la que se alejó, aprovechando que el metro se había detenido en una parada.
Me había olvidado ya del incidente, cuando, días después, me lo encontré de nuevo en el bar, donde yo había vuelto a quedar con mi amiga.
-¿Se lo ha pensado mejor?-me preguntó, al tiempo que se sentaba a mi mesa.
-No hay nada que pensar -le respondí, una vez repuesta de la impresión-. Y que quede bien claro que lo que usted me oyó decir el otro día -me justifiqué- fue sólo una forma de hablar, no exactamente la expresión de un deseo.
-Usted por eso no se preocupe -me replicó-; la dejaré totalmente al margen. Lo único que tiene que hacer es pagarme...
-Pero si ya le he dicho que no me interesa -lo interrumpí-. ¡Déjeme en paz de una vez! Por suerte, en ese momento, apareció mi amiga, y el individuo se marchó del bar.
-¿Quién era ese tipo tan extraño?- inquirió ella, preocupada.
-Un chiflado que me pedía dinero- le expliqué yo.
Las semanas siguientes las pasé sumida en un estado de zozobra. Temía encontrármelo en cualquier esquina, pero tampoco podía estar encerrada. Cualquier cosa me ponía en tensión. Una mañana, recibí una llamada de la policía; después de identificarme, un agente muy amable me comunicó:
-Su marido ha muerto.
-¿Mi marido? ¿Muerto? ¿Cómo?
-En un accidente de tráfico.
La noticia me dejó anonadada. Al poco rato, volvieron a llamar.
-Yo ya he cumplido mi parte del trato -dijo una voz que no me era desconocida-. Son sólo 3.000 euros. Le doy una hora para dejarlos, dentro de una bolsa, en el contenedor de la basura que hay enfrente de su estudio.
-¿Y por qué debería pagarle?
-Porque tengo pruebas que podrían incriminarla. Los frenos del coche -me informó- han sido manipulados.
-¡No puede ser!
-Si lo sabré yo.
Luis García Jambrina es autor de la novela El manuscrito de piedra (Alfaguara).
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