Son malos tiempos para el romanticismo. Margarita es elegante, lista, decidida. Me quiere. Trabaja demasiado, tiene insomnio, parece siempre preocupada. No me quiere. Como es madrugadora, suele preparar el desayuno para dos. Me quiere. Detesta que me haga el remolón. No me quiere. Cuando nos duchamos juntos, como por arte de magia, hacemos el amor en equilibrio. Me quiere. Después se queda absorta y se viste rápido. No me quiere. A veces me pide que le seque el pelo, cierra los ojos, ronronea. Me quiere. Hace llamadas extrañas, se va hablar a otra habitación, nunca sé quién la llama. No me quiere. Margarita tiene un buen sueldo y le gusta salir a cenar, comprarme camisas, irse de vacaciones conmigo. Me quiere. Lo que más me molesta es que, cuando estamos juntos, mire constantemente su reloj deportivo. No me quiere. No te preocupes, príncipe, me consuela, te llamo en cuanto pueda, te lo prometo, adiós. Me quiere.
Ahora, no sé por qué, vigila la ventana y me pregunta por los vecinos. No me quiere. Me acerco y, al besarla, Margarita sonríe con ternura. Me quiere. De pronto se separa de mí, sobresaltada. No me quiere. Su precioso vestido blanco le deja al descubierto medio pecho. Me quiere. Ahora no, me ordena, estate quieto. No me quiere. Me toma del brazo con fuerza. Me quiere. Shh, susurra agazapada. ¿No me quiere? Margarita..., suspiro. ¿O me quiere? ¡Abajo!, chilla ella: no me quiere. Rodamos juntos por el salón hasta quedarnos hechos un ovillo debajo de la mesa. Me quiere. Algo impacta contra el cristal de la ventana y lo hace añicos. No me quiere. ¿Estás bien, vida mía?, me pregunta al oído. Me quiere. ¿Y tú?, le contesto con un hilo de voz, pero no obtengo respuesta. No me quiere. Ella se incorpora delicadamente y gatea por el pasillo. Me quiere. ¿Adónde vas?, ¿qué haces?, protesto ansioso, y desaparece. No me quiere.
Un minuto después, Margarita regresa con su bolso y se acurruca junto a mí. Me quiere. Abre el bolso, intento mirar qué busca, ella se aparta. No me quiere. Mi vida, me advierte, ten cuidado con los cristales del suelo. Me quiere. Saca un revólver del bolso, un revólver con el cañón muy grueso. ¡No me quiere! Me acaricia una mejilla. Me quiere. Desde mi refugio debajo de la mesa, la veo alejarse de nuevo y avanzar agachada hacia la ventana rota. No me quiere. La tela de su vestido se tensa como una piel pálida y fina. Me quiere. Se pone en pie de un salto, saca un brazo por la ventana y dispara varias veces. No me quiere. Al escuchar mi respiración entrecortada, se acerca a mí, me ayuda a salir de la mesa y dice: Ya ha pasado, cariño, ya ha pasado. Me quiere. Pero añade: Ahora tengo que irme. No me quiere. Me besa la comisura de los labios: huele a pólvora y perfume. Me quiere. Se marcha de mi casa apretando ese bolso que nunca sé qué esconde. No me quiere. Antes de abrir la puerta y salir tan veloz que parece de viento, se vuelve un instante para guiñarme un ojo verde. Me quiere. No me dice cuándo me llamará ni dónde nos veremos otra vez. Definitivamente, pienso yo, Margarita no me quiere.
Ahora, no sé por qué, vigila la ventana y me pregunta por los vecinos. No me quiere. Me acerco y, al besarla, Margarita sonríe con ternura. Me quiere. De pronto se separa de mí, sobresaltada. No me quiere. Su precioso vestido blanco le deja al descubierto medio pecho. Me quiere. Ahora no, me ordena, estate quieto. No me quiere. Me toma del brazo con fuerza. Me quiere. Shh, susurra agazapada. ¿No me quiere? Margarita..., suspiro. ¿O me quiere? ¡Abajo!, chilla ella: no me quiere. Rodamos juntos por el salón hasta quedarnos hechos un ovillo debajo de la mesa. Me quiere. Algo impacta contra el cristal de la ventana y lo hace añicos. No me quiere. ¿Estás bien, vida mía?, me pregunta al oído. Me quiere. ¿Y tú?, le contesto con un hilo de voz, pero no obtengo respuesta. No me quiere. Ella se incorpora delicadamente y gatea por el pasillo. Me quiere. ¿Adónde vas?, ¿qué haces?, protesto ansioso, y desaparece. No me quiere.
Un minuto después, Margarita regresa con su bolso y se acurruca junto a mí. Me quiere. Abre el bolso, intento mirar qué busca, ella se aparta. No me quiere. Mi vida, me advierte, ten cuidado con los cristales del suelo. Me quiere. Saca un revólver del bolso, un revólver con el cañón muy grueso. ¡No me quiere! Me acaricia una mejilla. Me quiere. Desde mi refugio debajo de la mesa, la veo alejarse de nuevo y avanzar agachada hacia la ventana rota. No me quiere. La tela de su vestido se tensa como una piel pálida y fina. Me quiere. Se pone en pie de un salto, saca un brazo por la ventana y dispara varias veces. No me quiere. Al escuchar mi respiración entrecortada, se acerca a mí, me ayuda a salir de la mesa y dice: Ya ha pasado, cariño, ya ha pasado. Me quiere. Pero añade: Ahora tengo que irme. No me quiere. Me besa la comisura de los labios: huele a pólvora y perfume. Me quiere. Se marcha de mi casa apretando ese bolso que nunca sé qué esconde. No me quiere. Antes de abrir la puerta y salir tan veloz que parece de viento, se vuelve un instante para guiñarme un ojo verde. Me quiere. No me dice cuándo me llamará ni dónde nos veremos otra vez. Definitivamente, pienso yo, Margarita no me quiere.
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