Esta semana, la Asamblea General de la ONU aborda por primera vez en cinco años la promesa solemne contraída por más de 170 jefes de Estado y de Gobierno en la Cumbre Mundial de 2005. Dicho compromiso cristalizó en el principio de la Responsabilidad de proteger (RdP), que busca asegurar la respuesta efectiva de la comunidad internacional ante el riesgo inminente de genocidio y otros crímenes atroces masivos. Es la promesa de asegurar que los horrores de Ruanda, Srebrenica, Camboya o Argentina no se repitan.
El balance trágico del siglo pasado, en el que más de 217 millones de seres humanos perdieron la vida en guerras, matanzas y actos genocidas, con una proporción de 9 a 1 de bajas civiles, da cuenta de la magnitud del desafío al que se enfrenta la ONU. La evidencia de estas cifras brutales empujó al secretario general Ban Ki-moon a retomar la agenda de su antecesor y a publicar su informe Hacer efectiva la responsabilidad de proteger, que sirve de base para las discusiones de esta semana.
La responsabilidad de proteger, o RdP como se la conoce, representa uno de los avances normativos más importantes en el campo de los derechos humanos. No obstante, un pequeño grupo de países, conocido por su empecinada defensa de la soberanía, amenaza con desafiar el consenso.
La RdP estipula que los Estados están obligados, individual y colectivamente, a proteger a sus poblaciones del genocidio, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y limpieza étnica. Se trata de un principio que no se contradice con la soberanía ni con la igualdad entre los Estados. Por el contrario, está en total conformidad con el respeto a la soberanía responsable que ha definido las relaciones entre los Estados en varias latitudes del mundo. La RdP es expresión práctica de la conciencia acrecentada entre numerosos países sobre los estándares universales que subyacen a los derechos humanos respaldados por el derecho internacional.
En la soberanía responsable no cabe ambigüedad alguna sobre la obligación del Estado de proteger a su población de abusos graves y de la necesidad de actuar cuando de la violencia contra la propia población se trata. Cuando un Estado incumple manifiestamente sus obligaciones, la comunidad internacional debe tomar las riendas para impedir o detener las atrocidades.
Hay quienes dicen que la RdP es la misma historia que la intervención humanitaria pero con otros atuendos. Habría que responderles que, a diferencia de la intervención humanitaria, la RdP no reivindica la intervención unilateral preventiva. Por el contrario, la RdP aboga por la acción multilateral y colectiva, a la vez que ofrece a la comunidad internacional una amplia gama de medidas para responder, de manera oportuna y decisiva, ante una catástrofe inminente: desde una diplomacia enérgica y el despliegue de observadores, hasta la imposición de sanciones y el uso de la fuerza como último recurso.
Pese a la variedad de opciones, no han faltado voces que alegan que la RdP es la vía rápida para la intervención militar. Debe quedar claro que la RdP no sólo no insiste en la acción militar, sino que enfatiza la prevención de las atrocidades y el fortalecimiento de la capacidad de los Estados para proteger a sus ciudadanos. La RdP busca, pues, ser un aliado y no un adversario de la soberanía responsable.
Aunque la RdP fue adoptada por unanimidad, hay quienes concluyen que se trata de una agenda impuesta por los países del Norte. No es así: la demanda de protección se origina donde ocurren las tragedias, sea en el Norte o en el Sur. Lo confirma la encuesta más exhaustiva de víctimas en zonas de guerra: más de dos terceras partes de los civiles entrevistados por el Comité Internacional de la Cruz Roja se manifestaron a favor de la intervención y sólo un 10% expresó su oposición.
Quienes se oponen a la RdP deberían preguntarse si cientos de miles de víctimas en el pasado podrían haber recibido alguna protección y un lugar en la conciencia del mundo si esta norma hubiera estado plenamente establecida en aquella época. No deja de ser irónico, además, que quienes pretenden aferrarse a criterios absolutos de soberanía podrían convertirse en blanco de políticas represivas desplegadas bajo los mismos argumentos.
La RdP pretende proporcionar la capacidad institucional para responder a tiempo. Se trata de un principio que busca reconciliar la soberanía y la protección de los derechos humanos en el umbral marcado por crímenes atroces masivos. La RdP es un principio manejable que no da pie a obligaciones desmedidas; no pretende resolver las guerras o los conflictos, sino prevenir y, en caso necesario, ofrecer una respuesta creíble. El alcance y los límites de la RdP están aún por definirse; no se trata de una tarea concluida, sino de una asignatura pendiente. Pero es claro que en un número importante de países esta norma incipiente ha encontrado clara aceptación.
Si la RdP es la expresión del deseo de respetar y proteger la dignidad humana, no debe extrañarnos la amplia simpatía que ha despertado alrededor del mundo. El reto es hacer del debate de estos días en la Asamblea General un espacio de diálogo que permita hacer de esta noble promesa una realidad.
El balance trágico del siglo pasado, en el que más de 217 millones de seres humanos perdieron la vida en guerras, matanzas y actos genocidas, con una proporción de 9 a 1 de bajas civiles, da cuenta de la magnitud del desafío al que se enfrenta la ONU. La evidencia de estas cifras brutales empujó al secretario general Ban Ki-moon a retomar la agenda de su antecesor y a publicar su informe Hacer efectiva la responsabilidad de proteger, que sirve de base para las discusiones de esta semana.
La responsabilidad de proteger, o RdP como se la conoce, representa uno de los avances normativos más importantes en el campo de los derechos humanos. No obstante, un pequeño grupo de países, conocido por su empecinada defensa de la soberanía, amenaza con desafiar el consenso.
La RdP estipula que los Estados están obligados, individual y colectivamente, a proteger a sus poblaciones del genocidio, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y limpieza étnica. Se trata de un principio que no se contradice con la soberanía ni con la igualdad entre los Estados. Por el contrario, está en total conformidad con el respeto a la soberanía responsable que ha definido las relaciones entre los Estados en varias latitudes del mundo. La RdP es expresión práctica de la conciencia acrecentada entre numerosos países sobre los estándares universales que subyacen a los derechos humanos respaldados por el derecho internacional.
En la soberanía responsable no cabe ambigüedad alguna sobre la obligación del Estado de proteger a su población de abusos graves y de la necesidad de actuar cuando de la violencia contra la propia población se trata. Cuando un Estado incumple manifiestamente sus obligaciones, la comunidad internacional debe tomar las riendas para impedir o detener las atrocidades.
Hay quienes dicen que la RdP es la misma historia que la intervención humanitaria pero con otros atuendos. Habría que responderles que, a diferencia de la intervención humanitaria, la RdP no reivindica la intervención unilateral preventiva. Por el contrario, la RdP aboga por la acción multilateral y colectiva, a la vez que ofrece a la comunidad internacional una amplia gama de medidas para responder, de manera oportuna y decisiva, ante una catástrofe inminente: desde una diplomacia enérgica y el despliegue de observadores, hasta la imposición de sanciones y el uso de la fuerza como último recurso.
Pese a la variedad de opciones, no han faltado voces que alegan que la RdP es la vía rápida para la intervención militar. Debe quedar claro que la RdP no sólo no insiste en la acción militar, sino que enfatiza la prevención de las atrocidades y el fortalecimiento de la capacidad de los Estados para proteger a sus ciudadanos. La RdP busca, pues, ser un aliado y no un adversario de la soberanía responsable.
Aunque la RdP fue adoptada por unanimidad, hay quienes concluyen que se trata de una agenda impuesta por los países del Norte. No es así: la demanda de protección se origina donde ocurren las tragedias, sea en el Norte o en el Sur. Lo confirma la encuesta más exhaustiva de víctimas en zonas de guerra: más de dos terceras partes de los civiles entrevistados por el Comité Internacional de la Cruz Roja se manifestaron a favor de la intervención y sólo un 10% expresó su oposición.
Quienes se oponen a la RdP deberían preguntarse si cientos de miles de víctimas en el pasado podrían haber recibido alguna protección y un lugar en la conciencia del mundo si esta norma hubiera estado plenamente establecida en aquella época. No deja de ser irónico, además, que quienes pretenden aferrarse a criterios absolutos de soberanía podrían convertirse en blanco de políticas represivas desplegadas bajo los mismos argumentos.
La RdP pretende proporcionar la capacidad institucional para responder a tiempo. Se trata de un principio que busca reconciliar la soberanía y la protección de los derechos humanos en el umbral marcado por crímenes atroces masivos. La RdP es un principio manejable que no da pie a obligaciones desmedidas; no pretende resolver las guerras o los conflictos, sino prevenir y, en caso necesario, ofrecer una respuesta creíble. El alcance y los límites de la RdP están aún por definirse; no se trata de una tarea concluida, sino de una asignatura pendiente. Pero es claro que en un número importante de países esta norma incipiente ha encontrado clara aceptación.
Si la RdP es la expresión del deseo de respetar y proteger la dignidad humana, no debe extrañarnos la amplia simpatía que ha despertado alrededor del mundo. El reto es hacer del debate de estos días en la Asamblea General un espacio de diálogo que permita hacer de esta noble promesa una realidad.
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