El hotel era una porquería y el barrio inquietante, pero la habitación resultaba barata y Daniel necesitaba que los 200 euros prestados por su hermana duraran muchísimo. Al bajar del tren incluso había sopesado la posibilidad de pasar la noche en la estación, pero decidió que la cita de la mañana siguiente era demasiado importante para él y que convenía ir descansado. Así que se pateó el viejo centro de la ciudad y encontró un tugurio por 15 euros. Al abrir su cuarto salieron a la carrera tres despavoridas cucarachas.
Las calles estaban vacías. Pese a ser las siete de la tarde, el asfalto despedía un aliento abrasador. ¿Cómo se las arreglaría la gente para aguantar el verano en esa ciudad achicharrada? Se limpió el sudor de la frente con la mano y al hacerlo le llegó una vaharada del hedor de su axila. Al día siguiente se pondría el traje. Esperaba caber dentro, porque no lo usaba desde hacía mucho tiempo. Un tiempo asqueroso de pena y mala suerte que le había ido arrebatando cuanto tenía: su trabajo de representante de bisutería, su mujer, su casa. Lo había perdido todo menos la creciente barriga. Vivir era escribir en el agua.
Siguiendo las indicaciones de la bruja del hotel, Daniel torció a la izquierda y entró en una calle todavía más sórdida. Un guiñapo humano le miró con ojos febriles desde un portal. Aún le gustaron menos dos individuos huidizos y afilados que había más lejos, quizá los camellos del guiñapo. Cruzó de acera, despreciándose un poco por sentirse asustado. Los comercios parecían ruinosos y el aire sofocante olía a basuras. Estuvo tentado de abandonarlo todo y meterse en un bar a beberse el dinero de su hermana. Pero no. Esta vez no. Esta vez se iba a acabar la mala racha.
La modesta peluquería estaba recién pintada. Empujó la puerta; dentro no había nadie, pero la penumbra era tranquila y fresca. La mujer del hotel había dicho que el viejo Tomás trabajaba hasta tarde, así que dio unas voces. De la trastienda salió un tipo muy grande que no era nada viejo, el ceño fruncido en una sola ceja. "Está cerrado", gruñó. Daniel sintió un pellizco de desesperanza: sabía que, si no adecentaba su aspecto desaliñado y greñudo, no conseguiría el empleo a la mañana siguiente. Pero después algo despertó dentro de él, su poderoso talento de vendedor, su antigua capacidad de persuasión. "Venga, amigo", dijo con una sonrisa irresistible, "hazme ese favor..."; y, dando dos zancadas, se sentó en el sillón, porque sabía que los hechos consumados ayudaban bastante. El gigantón se quedó parpadeando con cara de estúpido, pero al final agarró las tijeras. Ah, se dijo el regocijado Daniel, esto es una buena señal, la suerte ha cambiado. Entonces se repantingó en el asiento, miró alrededor y lo vio todo. Vio el cuerpo ensangrentado de un anciano, sin duda el viejo Tomás, asomando por la puerta de la trastienda, la garganta hendida por un tajo feroz; y vio al hombre cejijunto ya muy cerca de él, el acero brillando en sus enormes manos.
Las calles estaban vacías. Pese a ser las siete de la tarde, el asfalto despedía un aliento abrasador. ¿Cómo se las arreglaría la gente para aguantar el verano en esa ciudad achicharrada? Se limpió el sudor de la frente con la mano y al hacerlo le llegó una vaharada del hedor de su axila. Al día siguiente se pondría el traje. Esperaba caber dentro, porque no lo usaba desde hacía mucho tiempo. Un tiempo asqueroso de pena y mala suerte que le había ido arrebatando cuanto tenía: su trabajo de representante de bisutería, su mujer, su casa. Lo había perdido todo menos la creciente barriga. Vivir era escribir en el agua.
Siguiendo las indicaciones de la bruja del hotel, Daniel torció a la izquierda y entró en una calle todavía más sórdida. Un guiñapo humano le miró con ojos febriles desde un portal. Aún le gustaron menos dos individuos huidizos y afilados que había más lejos, quizá los camellos del guiñapo. Cruzó de acera, despreciándose un poco por sentirse asustado. Los comercios parecían ruinosos y el aire sofocante olía a basuras. Estuvo tentado de abandonarlo todo y meterse en un bar a beberse el dinero de su hermana. Pero no. Esta vez no. Esta vez se iba a acabar la mala racha.
La modesta peluquería estaba recién pintada. Empujó la puerta; dentro no había nadie, pero la penumbra era tranquila y fresca. La mujer del hotel había dicho que el viejo Tomás trabajaba hasta tarde, así que dio unas voces. De la trastienda salió un tipo muy grande que no era nada viejo, el ceño fruncido en una sola ceja. "Está cerrado", gruñó. Daniel sintió un pellizco de desesperanza: sabía que, si no adecentaba su aspecto desaliñado y greñudo, no conseguiría el empleo a la mañana siguiente. Pero después algo despertó dentro de él, su poderoso talento de vendedor, su antigua capacidad de persuasión. "Venga, amigo", dijo con una sonrisa irresistible, "hazme ese favor..."; y, dando dos zancadas, se sentó en el sillón, porque sabía que los hechos consumados ayudaban bastante. El gigantón se quedó parpadeando con cara de estúpido, pero al final agarró las tijeras. Ah, se dijo el regocijado Daniel, esto es una buena señal, la suerte ha cambiado. Entonces se repantingó en el asiento, miró alrededor y lo vio todo. Vio el cuerpo ensangrentado de un anciano, sin duda el viejo Tomás, asomando por la puerta de la trastienda, la garganta hendida por un tajo feroz; y vio al hombre cejijunto ya muy cerca de él, el acero brillando en sus enormes manos.
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