Los escenarios de los estudios cinematográficos se alzaban detrás de altos muros verdes. El sol quemaba y tensaba las telas de los decorados durante el día y la niebla humedecía y aflojaba las mismas telas por la noche. En la "rue de la Paix" reinaba el silencio. En Piccadilly Circus, los pajaritos picoteaban las migajas dejadas por un electricista durante la filmación de una película unos meses atrás. Podía observarse el lugar donde la lluvia había envejecido realmente los edificios nuevos que representaban otros antiguos. Múltiples técnicos habían trabajado durante años para envejecer estos escenarios de Oslo, Viena, Dnieperpetrovsk, Singapore, Dublín... y ahora el tiempo finalizaba la tarea convirtiendo aquel proceso en un arte.
Era ya muy tarde. Reinaban las sombras alargadas y el frío. Era la primavera, pero los árboles de cartón no exhibían sus vástagos, esperando adquirir belleza y barniz gracias a los técnicos. Era sólo una media primavera. El cielo era benigno, pero la tierra necesitaba un director que, como Cristo, pudiese golpear las rocas con su varita y un apropiado talonario de cheques, para provocar magnificencias, colores y un burbujeo de espectáculos naturales.
El hombre estaba en la sombra, sin hacer nada. Se inclinó, recostándose contra un poste telefónico, con las manos en los costados, inexpresivo el rostro.
Otro hombre más joven rodeó una esquina de la plaza, cerca de la "catedral de Notre Dame", pasó delante de un Banco americano, una hacienda española, y atisbó por cada puerta, buscando algo y claramente preocupado.
Los dos hombres se encontraron. El que buscaba retrocedió un paso, y luego corrió adelante.
—¡Matt... estás aquí!
Matt, el que estaba recostado contra el poste, en la sombra, no habló, no se movió, no agitó un solo párpado.
El individuo más joven pareció aturdido y añadió, mirando la sombra:
—¿Eres tú, Matt? —parecía dudarlo. El que estaba junto al poste miraba a los lejos. Al cabo de un instante entreabrió los labios para decir:
—Hola.
—Matt, soy yo... Paul. No pensé en buscar en este lugar. Se me ocurrió hoy. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Mucho tiempo —contestó Matt, mirando al cielo. Paul alargó una mano.
—¿Desde diciembre?
—Más aún.
—Fue en diciembre cuando desapareciste.
—Más aún —repitió el hombre que estaba en la sombra, quedamente.
—¡Pero es... es imposible! —el joven Paul rio, tolerante—. ¡No desapareciste hasta diciembre!
El hombre que estaba junto al poste no cambió de postura.
—Te sorprendería saber cuánto tiempo llevo aquí. Esto me gusta.
—Bien, ahora vendrás a casa. Vera te perdona.
—Ya estoy en casa.
—Vera se alegrará mucho de verte.
—¿Quién es?
—Vámonos, Matt.
El hombre de la sombra no se movió.
—Por favor, quita la mano de mi brazo, Paul. No iré contigo. Ya no pertenezco allí. No me gusta aquello. Yo soy de aquí. Este es mi hogar. Aquí conozco a todo el mundo.
—Estás cansado.
—Estoy descansando —ni una sola vez durante la conversación había mirado al joven—. Si saliera de aquí me cansaría. Jamás me sentí tan descansado como ahora.
—¿No estás solo?
—No. Estaba solo con Vera, Tom y los demás. Iba con ellos y siempre me divertía. Será mejor que vuelvas a su lado, Paul.
—Vine a buscarte y no me iré —se obstinó el joven.
—Entonces, supongo que soy yo quien tendrá que marcharse —repuso el hombre desde la sombra—. Buenas noches, Paul.
Y cuando el hombre dio media vuelta en la sombra, su espalda, su espina dorsal y su nuca no fueron nada más que un conjunto de puntales y zoquetes que lo mantenían de una pieza y daban sustancia a la masa de cartón de su postiza parte delantera.
Se desvaneció lentamente por entre los oscuros edificios.
Era ya muy tarde. Reinaban las sombras alargadas y el frío. Era la primavera, pero los árboles de cartón no exhibían sus vástagos, esperando adquirir belleza y barniz gracias a los técnicos. Era sólo una media primavera. El cielo era benigno, pero la tierra necesitaba un director que, como Cristo, pudiese golpear las rocas con su varita y un apropiado talonario de cheques, para provocar magnificencias, colores y un burbujeo de espectáculos naturales.
El hombre estaba en la sombra, sin hacer nada. Se inclinó, recostándose contra un poste telefónico, con las manos en los costados, inexpresivo el rostro.
Otro hombre más joven rodeó una esquina de la plaza, cerca de la "catedral de Notre Dame", pasó delante de un Banco americano, una hacienda española, y atisbó por cada puerta, buscando algo y claramente preocupado.
Los dos hombres se encontraron. El que buscaba retrocedió un paso, y luego corrió adelante.
—¡Matt... estás aquí!
Matt, el que estaba recostado contra el poste, en la sombra, no habló, no se movió, no agitó un solo párpado.
El individuo más joven pareció aturdido y añadió, mirando la sombra:
—¿Eres tú, Matt? —parecía dudarlo. El que estaba junto al poste miraba a los lejos. Al cabo de un instante entreabrió los labios para decir:
—Hola.
—Matt, soy yo... Paul. No pensé en buscar en este lugar. Se me ocurrió hoy. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Mucho tiempo —contestó Matt, mirando al cielo. Paul alargó una mano.
—¿Desde diciembre?
—Más aún.
—Fue en diciembre cuando desapareciste.
—Más aún —repitió el hombre que estaba en la sombra, quedamente.
—¡Pero es... es imposible! —el joven Paul rio, tolerante—. ¡No desapareciste hasta diciembre!
El hombre que estaba junto al poste no cambió de postura.
—Te sorprendería saber cuánto tiempo llevo aquí. Esto me gusta.
—Bien, ahora vendrás a casa. Vera te perdona.
—Ya estoy en casa.
—Vera se alegrará mucho de verte.
—¿Quién es?
—Vámonos, Matt.
El hombre de la sombra no se movió.
—Por favor, quita la mano de mi brazo, Paul. No iré contigo. Ya no pertenezco allí. No me gusta aquello. Yo soy de aquí. Este es mi hogar. Aquí conozco a todo el mundo.
—Estás cansado.
—Estoy descansando —ni una sola vez durante la conversación había mirado al joven—. Si saliera de aquí me cansaría. Jamás me sentí tan descansado como ahora.
—¿No estás solo?
—No. Estaba solo con Vera, Tom y los demás. Iba con ellos y siempre me divertía. Será mejor que vuelvas a su lado, Paul.
—Vine a buscarte y no me iré —se obstinó el joven.
—Entonces, supongo que soy yo quien tendrá que marcharse —repuso el hombre desde la sombra—. Buenas noches, Paul.
Y cuando el hombre dio media vuelta en la sombra, su espalda, su espina dorsal y su nuca no fueron nada más que un conjunto de puntales y zoquetes que lo mantenían de una pieza y daban sustancia a la masa de cartón de su postiza parte delantera.
Se desvaneció lentamente por entre los oscuros edificios.
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