aldea de El Rocío: EL VIAJE EN LA ARENA:
Por culpa del jetlag me despierto antes del amanecer y cuando me asomo al balcón es como si hubiera ingresado en otro sueño. A la luz de unas pocas farolas veo una plaza de forma irregular, bordeada por casas bajas encaladas, una plaza con el suelo de arena en la que crecen unos árboles demasiado altos y frondosos para ser olivos, quizás a causa de la arbitrariedad parcial de los sueños. Dentro de la habitación cerrada hacía mucho calor, pero al abrir los postigos ha entrado un aire muy fresco, ligeramente húmedo, casi un aire de playa aunque no estamos cerca del mar. Me explicarán después que la causa de este fresco singular de las noches es la arena de las calles. La arena se calienta muy rápido pero se enfría muy rápido también. Por eso apenas llega el anochecer ya empieza la brisa, que en un paisaje tan liso puede llegar desde el mar sin encontrar un solo obstáculo. Sin encender la luz me he asomado por el balcón abierto a una silenciosa Venecia de arena en la que no sé cuánto durará todavía la noche, en la que se escuchan a veces relinchos y cascos amortiguados de caballos y voces humanas pero no pasos, porque no hay adoquines ni aceras en los que puedan resonar. Sólo la arena, muy blanca, muy cernida, ocupando las calles y toda la anchura de las plazas, en algunas de las cuales hay espadañas blancas de iglesias coronadas por nidos de cigüeñas, con pegotes de barro seco bajo los aleros que son nidos de golondrinas. Cuando caía la tarde y el fresco de la primera brisa era acentuado por las mangueras que regaban la arena a las puertas de las casas para asentar el polvo las golondrinas y los vencejos silbaban atravesando el aire en sus vertiginosas cacerías de insectos. Ahora, todavía de noche, en la noche sin indicios temporales de quien se ha despertado de pronto y no distingue la hora en el reloj, en el espesor de ese árbol que está cerca del balcón, se escuchan aleteos de pájaros que se remueven en el sueño. Estos olivos mucho más altos y frondosos que los de mi tierra de origen son acebuches. La plaza de arena y silencio a la que me estoy asomando, los codos apoyados en el metal frío del balcón, es la de la aldea del Rocío, adonde llegamos ayer a la hora más calurosa y cegadora de la tarde, arrastrando maletas de tamaño desproporcionado y un cansancio de viaje transatlántico agravado por la irrealidad de los cambios horarios. Llegamos ayer por la tarde y en cuanto se haga de día nos marcharemos de nuevo. Hemos venido aquí para estar cerca del parque nacional de Doñana. De vez en cuando la vida adquiere la forma de un extraño viaje. Entre el nombre de este lugar y lo que yo veo por el balcón y lo que recordaré cuando me haya ido no hay ninguna correspondencia: el Rocío. El Rocío empezó siendo un pueblo fantasma entrevisto en medio del polvo de arena que levantaban las ruedas del coche y el vestíbulo de un pequeño hotel adormecido en la siesta. Ahora es esta plaza por la que alguien, un trasnochador o madrugador solitario, camina sobre la arena con pasos callados y enérgicos, por la que cruza una silueta a caballo, en la que se ve el fogonazo de los ojos de un gato cobijado como en una gruta en el tronco casi geológico de un acebuche, en la que se escucha con asombrosa nitidez una risa lejana, un relincho, una puerta cerrándose.
En Doñana aprendemos que el paisaje está cambiando siempre. La historia natural y la historia se entrecruzan como variables del mismo proceso
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Con movimientos austeros y precisos, el guarda José mantiene equilibrado el volante mientras el Land Rover escala rugiendo una ladera de arena. La arena es tan fina que sobre ella se imprimen delicadamente las variaciones más sutiles del viento: si el guarda no condujera con tanta pericia, con acelerones súbitos que se tragan las cuestas, las ruedas del Land Rover se hundirían sin remedio en la arena. Llegamos a lo alto de la duna y de pronto todo es horizonte, espacio plano hasta donde alcanza la vista, en todas direcciones, hacia la bruma del mar o hacia la llanura plateada en la que el calor suscita espejismos de agua, y en la que un árbol remoto es el único punto de referencia en la lejanía; hacia los pinares de un verdor alimentado por las aguas subterráneas; hacia las otras dunas que avanzan literalmente como olas lentísimas empujadas por el viento, a una velocidad incontenible de seis o siete metros por año. Antonio, nuestro guía entusiasta, y el guarda José nos dicen los nombres de las plantas, y al decírnoslos ayudan a que nuestra mirada inexperta comprenda el paisaje: esos arbustos torcidos, de raíces tortuosas, como abatidos por un viento fantasma, son enebros que no se rinden al avance de la arena, que no se dejan doblegar por ella; esas matas tiernas de pino no son brotes jóvenes, sino las puntas más altas de árboles ya completamente sumergidos en la arena que dentro de poco los habrá cubierto del todo; esa especie de juncos gráciles que brotan de la arena y no se sabe cómo ni de dónde sacan la humedad necesaria para alimentarse son barrones. En la imaginación urbana y moderna, desde el Romanticismo, el paisaje es un mundo virgen y estático, el reverso de la ciudad, el paraíso detenido en el tiempo sobre el que se proyectan distraídamente ilusiones de orígenes y sueños de huida. En Doñana aprendemos que el paisaje está cambiando siempre, moldeado por el viento, por el agua, por las vastas emigraciones de los pájaros, por el trabajo de los hombres. La historia natural y la historia se entrecruzan como variables del mismo proceso; la selección natural está tan impresa en estas llanuras aluviales del Guadalquivir como las formas sucesivas del dominio de clase.
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El guarda José nos enseña las chozas en las que aún habitaba la gente cuando él era niño: los tejados impermeables de haces de juncos o brezo, el delicado armazón interior de varas resistentes y flexibles de sabina, dotado de la cóncava solidez de una barca. En la memoria de este hombre distinguido y enjuto está el pasado de latifundio señorial de Doñana y el gran tránsito de la vida popular española, desde los oficios arcaicos arrimados a la tierra y ejercidos con soberana dignidad a pesar del atraso hasta el mundo de ahora, cuyos logros nadie valora más que quien conoció la pobreza, aunque añore tal vez ciertas cosas que se fueron con ella. De niño José vivía con sus padres en el interior de Doñana y una vez al mes iba con ellos a Sanlúcar, en un viaje a caballo de tres días: uno de ida, otro dedicado al descanso y las compras, otro de regreso. Ahora nos lleva en Land Rover por caminos para nosotros invisibles y maneja el móvil con igual soltura que el volante. El paisaje que mira José es mucho más rico que el que vemos nosotros, está más lleno de nombres y ausencias. El tiempo que recuerda es mucho más largo que su propia vida.
En Doñana aprendemos que el paisaje está cambiando siempre. La historia natural y la historia se entrecruzan como variables del mismo proceso
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Con movimientos austeros y precisos, el guarda José mantiene equilibrado el volante mientras el Land Rover escala rugiendo una ladera de arena. La arena es tan fina que sobre ella se imprimen delicadamente las variaciones más sutiles del viento: si el guarda no condujera con tanta pericia, con acelerones súbitos que se tragan las cuestas, las ruedas del Land Rover se hundirían sin remedio en la arena. Llegamos a lo alto de la duna y de pronto todo es horizonte, espacio plano hasta donde alcanza la vista, en todas direcciones, hacia la bruma del mar o hacia la llanura plateada en la que el calor suscita espejismos de agua, y en la que un árbol remoto es el único punto de referencia en la lejanía; hacia los pinares de un verdor alimentado por las aguas subterráneas; hacia las otras dunas que avanzan literalmente como olas lentísimas empujadas por el viento, a una velocidad incontenible de seis o siete metros por año. Antonio, nuestro guía entusiasta, y el guarda José nos dicen los nombres de las plantas, y al decírnoslos ayudan a que nuestra mirada inexperta comprenda el paisaje: esos arbustos torcidos, de raíces tortuosas, como abatidos por un viento fantasma, son enebros que no se rinden al avance de la arena, que no se dejan doblegar por ella; esas matas tiernas de pino no son brotes jóvenes, sino las puntas más altas de árboles ya completamente sumergidos en la arena que dentro de poco los habrá cubierto del todo; esa especie de juncos gráciles que brotan de la arena y no se sabe cómo ni de dónde sacan la humedad necesaria para alimentarse son barrones. En la imaginación urbana y moderna, desde el Romanticismo, el paisaje es un mundo virgen y estático, el reverso de la ciudad, el paraíso detenido en el tiempo sobre el que se proyectan distraídamente ilusiones de orígenes y sueños de huida. En Doñana aprendemos que el paisaje está cambiando siempre, moldeado por el viento, por el agua, por las vastas emigraciones de los pájaros, por el trabajo de los hombres. La historia natural y la historia se entrecruzan como variables del mismo proceso; la selección natural está tan impresa en estas llanuras aluviales del Guadalquivir como las formas sucesivas del dominio de clase.
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El guarda José nos enseña las chozas en las que aún habitaba la gente cuando él era niño: los tejados impermeables de haces de juncos o brezo, el delicado armazón interior de varas resistentes y flexibles de sabina, dotado de la cóncava solidez de una barca. En la memoria de este hombre distinguido y enjuto está el pasado de latifundio señorial de Doñana y el gran tránsito de la vida popular española, desde los oficios arcaicos arrimados a la tierra y ejercidos con soberana dignidad a pesar del atraso hasta el mundo de ahora, cuyos logros nadie valora más que quien conoció la pobreza, aunque añore tal vez ciertas cosas que se fueron con ella. De niño José vivía con sus padres en el interior de Doñana y una vez al mes iba con ellos a Sanlúcar, en un viaje a caballo de tres días: uno de ida, otro dedicado al descanso y las compras, otro de regreso. Ahora nos lleva en Land Rover por caminos para nosotros invisibles y maneja el móvil con igual soltura que el volante. El paisaje que mira José es mucho más rico que el que vemos nosotros, está más lleno de nombres y ausencias. El tiempo que recuerda es mucho más largo que su propia vida.
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