viernes, 24 de julio de 2009

LECTURA. "La ciudad", cuento de Walter Helmut Fritz

LA CIUDAD

Los ladrillos para armar que le habían regalado a Pablo, y con los cuales podía construir casas, in­cluso una ciudad, repentinamente se hacían más grandes de lo habitual. Lo que es más, las calles, que solían tener el ancho suficiente para poner dos dedos, uno al lado del otro, entre las casas, ahora hacían posible que se pudiese caminar por ellas.
Pablo estaba muy sorprendido. Porque todavía estaba sentado ante su mesa, en su habitación, co­locando ladrillo sobre ladrillo y creando la ciudad que él pudiese supervisar con una sola mirada, la ciu­dad en la que pudiese colocar las casas en la posi­ción que quisiera, según su humor, en la cual fuera posible alargar una calle, o acortarla, o quitarla del todo... Y ahora todo se había vuelto tan sólido que él mismo caminaba y daba vueltas por entre los edificios.
Recordó las casas tal como él las había cons­truido jugando. Ahora habían crecido tanto que lo sobrepasaban en altura. En vez de tomarlas en su mano, examinarlas y disponerlas una al lado de la otra, se hallaba parado a su lado. Las miraba y veía ventanas, ventanas cerradas por todos lados, y por sobre las ventanas divisaba los techos sobresalien­tes. Se encontró solamente con una omisión: a una de las casas se había olvidado de ponerle un techo. Así halló su huella en la ciudad que había diseñado. En la espaciosa plaza había varias fuentes, pero, ex­trañamente, carecían de agua. También buscó en va­no las palomas que frecuentemente se reúnen alre­dedor de las fuentes.
Las calles, que partían desde la plaza, eran tan largas que le tomó horas caminar por ellas. Pero en realidad nunca llegaba muy lejos: siempre se volvía cuando le faltaban unas pocas casas para llegar al final.
Al principio, la ciudad pareció estar vacía. Un poco más tarde halló hombres y mujeres apresura­dos que caminaban de aquí para allá o miraban las vidrieras de los comercios. Eran las figuras que Pablo había colocado en la acera de la iglesia, o cerca de la municipalidad, o en el hospital. Todas las ma­ñanas volvía a encontrarlas en posición. Ahora se movían, iban de un lugar a otro, aparecían y desapa­recían. También eran muy grandes, adultos que le llevaban una o dos cabezas a él.
Le hubiese encantado poder hablar con alguien. Pero le faltó el coraje. Hacía sólo un momento había estado jugando con estas personas, de manera que no tuvo la confianza suficiente para hacerles pre­guntas. Es posible que ellos hubiesen podido decirle algo acerca de las extrañas transformaciones sufridas por la ciudad. Sus caras se parecían a las de sus pa­dres, sus tías, sus tíos, pero eran más rígidas: ja­más miraban a los costados, sino solamente al fren­te. No sonreían pero tampoco estaban tristes. No hablaban unos con otros.
Algunos se acercaban mucho a él al caminar. Esa hubiera sido una buena oportunidad para lla­marlos por sus nombres, nombres que él mismo les había dado: Nicolás, Alejandro, Claudia... Pero, ¿cómo podía saber si seguían llamándose así? Pensó que sin duda ellos lo reconocerían. Pero ninguno se detuvo, con alegría o con sorpresa, al encontrarlo.
Llegó a un barrio donde había unos bonitos ár­boles redondos, que siempre le habían gustado. Se sentó debajo de uno de ellos porque estaba cansa­do. Pasó un auto silenciosamente, y no como en la ciudad en que Pablo vivía, donde todo era ruido. Le hubiera gustado ver más autos.
Y la curiosidad lo venció: quiso ver el interior de una de las casas. Jamás había espiado las casas construidas por él mismo. Sin duda tendrían varias habitaciones.
Pasó un buen rato antes de que pudiera juntar el coraje suficiente para llamar a una de las puertas. Nadie respondió. Llamó de nuevo. Lo mismo. Juntó todo su valor y movió el picaporte: la puerta se abrió. Pablo la dejó abierta por temor a quedar encerrado. Caminó por un vestíbulo, pasó por otras puertas. Es­cuchó en silencio.
La habitación en la que entró estaba vacía. To­do en ella era flamante, como si la casa, recién ter­minada, aún aguardara a sus primeros ocupantes. Tocó las paredes, como para asegurarse de que to­davía estaban allí. Miró por una de las ventanas y todo estaba muy quieto.
Salió corriendo de ese lugar, angustiado por la atmósfera irreal. El sonido de sus propios pasos fue perfectamente audible para él. Se sintió feliz de en­contrarse nuevamente en la calle, en medio de la gente. Pensó que si podían andar por la calle segu­ramente también vivirían en las casas, pero ya no deseaba entrar en ninguna otra, por temor de que esa también estuviera vacía.
Mientras caía la noche, Pablo abandonó la ciu­dad rápidamente. Cuando estaba bastante lejos se volvió una vez más y miró las casas, y vio que ahora parecían diminutas. Pensó que podría volver a reco­gerlas todas, tan pequeñas parecían a la distancia.

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