Él se ha quedado dormido en su silla del jardín. La camisa se le abre un poco en la panza. Tu madre recoge la mesa sin hacer ningún ruido. Ella tampoco quiere que despierte. El calor derrite vuestra casa como un helado que nadie quiere comer. A ti te gusta ese calor porque lo deja tieso. Coges la aguja y te vas. Sales corriendo hasta el lugar donde brincan las alas azules y allí te quedas quieta mirando hasta que atrapas la primera. Muy despacio, arrancas una de sus alas y posas el cuerpo mutilado de la libélula sobre la tierra. Le colocas una piedrecilla encima para que no arrugue las otras con sus estertores. Coges la aguja y ensartas el ala en tu collar de hada. Cuando empezaste a hacerlo pensabas que sería azul transparente. Ahora algunas alas son verde oscuro y marrones, como pétalos secos. Es el collar de un hada muerta, pero te gusta.
Prefieres las heridas a los moratones. Todos los niños tienen heridas y algunas niñas también. Los moratones, sobre todo los de la espalda, no hay quien los explique.
Las lagartijas las llevas en el bolsillo pequeño de la mochila. Lo mejor es que mueran asfixiadas porque así no se estropea su piel ni les faltan las patas o la cola. Las que matan los chicos se quedan totalmente espachurradas. En tu habitación sacas el cutter y divides al primer animal en dos con una incisión que lo recorre de la cabeza a la cola. Sacas las tripas con cuidado. Casi no hay sangre. No gotea como una herida humana, pero las vísceras sí son rojas. La vacías hasta que puedes extender su piel como una hoja sobre tu escritorio. Es hermosa y perfecta. Colocas dos tomos de la enciclopedia Larousse sobre la piel escamada y esperas mientras se prensa junto a las demás. Serán alfombras en tu casa de muñecas. Todas durarán siempre.
Él quiere al gato tanto como a sus herramientas. Lo encontró dentro del motor de la camioneta y lo llamó Alicates. Hoy Alicates ha salido de la casa y lo encuentras cerca del río. El animal casi nunca sale porque él nunca olvida cerrar una puerta. Cierra y volverá más tarde, cierra y ya no puedes salir, cierra y ya está en casa. El gato no está alerta. Lanzas y la piedra lo atiza en la cabeza. Alicates gime como un chiquillo. Y sangra. No huye, sólo chilla y se lame la herida, como si pudiese beber toda la sangre que brota. Quieres ayudarlo. Coges su cuerpecillo y lo metes en el río para lavar la herida. Pero Alicates se revuelve y lanza gemidos afilados. Sumerges su cabeza y así Alicates se tranquiliza. Inmediatamente deja de chillar y sus movimientos se vuelven lentos debajo del agua. Hasta quedarse completamente quieto. Por fin Alicates no siente nada.
Ha vuelto a olvidar cerrar una puerta. Baja por las escaleras al garaje. Ves su nuca y agarras la misma pala con la que enterraste a Alicates. Sabes que será más fácil que matar al gato.
Prefieres las heridas a los moratones. Todos los niños tienen heridas y algunas niñas también. Los moratones, sobre todo los de la espalda, no hay quien los explique.
Las lagartijas las llevas en el bolsillo pequeño de la mochila. Lo mejor es que mueran asfixiadas porque así no se estropea su piel ni les faltan las patas o la cola. Las que matan los chicos se quedan totalmente espachurradas. En tu habitación sacas el cutter y divides al primer animal en dos con una incisión que lo recorre de la cabeza a la cola. Sacas las tripas con cuidado. Casi no hay sangre. No gotea como una herida humana, pero las vísceras sí son rojas. La vacías hasta que puedes extender su piel como una hoja sobre tu escritorio. Es hermosa y perfecta. Colocas dos tomos de la enciclopedia Larousse sobre la piel escamada y esperas mientras se prensa junto a las demás. Serán alfombras en tu casa de muñecas. Todas durarán siempre.
Él quiere al gato tanto como a sus herramientas. Lo encontró dentro del motor de la camioneta y lo llamó Alicates. Hoy Alicates ha salido de la casa y lo encuentras cerca del río. El animal casi nunca sale porque él nunca olvida cerrar una puerta. Cierra y volverá más tarde, cierra y ya no puedes salir, cierra y ya está en casa. El gato no está alerta. Lanzas y la piedra lo atiza en la cabeza. Alicates gime como un chiquillo. Y sangra. No huye, sólo chilla y se lame la herida, como si pudiese beber toda la sangre que brota. Quieres ayudarlo. Coges su cuerpecillo y lo metes en el río para lavar la herida. Pero Alicates se revuelve y lanza gemidos afilados. Sumerges su cabeza y así Alicates se tranquiliza. Inmediatamente deja de chillar y sus movimientos se vuelven lentos debajo del agua. Hasta quedarse completamente quieto. Por fin Alicates no siente nada.
Ha vuelto a olvidar cerrar una puerta. Baja por las escaleras al garaje. Ves su nuca y agarras la misma pala con la que enterraste a Alicates. Sabes que será más fácil que matar al gato.
Nuria Labari es autora de Los borrachos de mi vida (Lengua de Trapo), con el que ganó el VII Premio de Narrativa Caja Madrid.
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