domingo, 12 de julio de 2009

EDGAR ALLAN POE. Un artículo de Fernando Savater sobre el narrador estadounidense

Ahora que se celebra el segundo centenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, reproducimos un (ya lejano en el tiempo) artículo del filósofo Fernando Savater sobre el escritor estadounidense y la biografía que le dedicara Georges Walter :

EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR EDGAR POE


En alguna parte dejó escrito Cioran que sólo tiene sentido ser poeta, matemático o general. Pues bien, quizá si combinásemos esas tres vocaciones en dosis gradualmente decrecientes podríamos obtener algo parecido a lo que fue Edgar Allan Poe. Ante todo poeta, desde luego, en el sentido más exaltado y taumatúrgico del término, un profeta de la belleza sonora, de lo imposible y de la muerte; pero tam­bién matemático, poseído por el demonio exacto del cálculo, aficionado a urdir y desmontar mecanis­mos deductivos cuyo rigor parece resguardarnos del caos; y un poco general, por qué no, un militar del Sur, arrogante, mitómano, pendenciero y galanteador. En el caso de Poe, esta mezcla peculiar de ingredientes produjo efectos estéticamente singulares en su obra literaria, pero fue nefasta para su vida. Cuando uno repasa los incidentes de su biografía breve y desdi­chada («si es que la desdicha puede ser breve», aco­tó certeramente Borges) queda sorprendido por el mal tino con el que llevó casi siempre sus asuntos y por la mala suerte que los desbarató cuando acertó a manejarlos mejor. Se diría que la existencia de Poe fue como una partida de cartas con la Sombra, con esa Sombra hecha de miseria, desvarío y mediocre resentimiento que todo suele engullirlo: en cuanto su adversario parece perder una baza, Poe se encarga de regalarle la siguiente.
Este sino adverso persiguió a Poe incluso después de su muerte: el perfil humano que duran­te mucho tiempo fue tenido como su retrato ofi­cial no es en verdad más que una caricatura, elabo­rada por un falso amigo que quiso desprestigiarle e idealizada por un sincero admirador que pretendió elevarle a la beata categoría de emblema. El trai­dor se llamaba Griswold y era, como podía espe­rarse, un clérigo: este Yago literario fue nombrado por Poe su albacea literario y al día siguiente de la muerte del escritor publicó un artículo necroló­gico en el que quedaba acuñado maliciosamente el estereotipo alcohólico, demente, atrabiliario, vi­cioso y fullero que debía disfrazar durante años al autor de El cuervo. El admirador fue nada menos que Charles Baudelaire, traductor al francés de Poe y su entusiasta alter ego, que aceptó el falso este­reotipo, pero cambiándolo de negativo a positivo: Edgar Poe quedó convertido en el héroe bohemio de la poesía, cuya pureza estética insobornable fue martirizada hasta la inmolación por los prejuicios burgueses de la América democrática. La realidad no responde sin embargo a este maniqueísmo tenebrista. Edgar Poe no sintió ninguna simpatía luciferina por el desenfreno y la amoralidad, todo lo contrario: sus principios eran de una rectitud casi puritana. Le gustaba la vida hogareña y matri­monial, no el vagabundeo, al que en ocasiones se vio forzado por su crónica ausencia de recursos econó­micos. Fue un artista concienzudo y exigente, así como un gran trabajador (la amplitud de sus cola­boraciones periodísticas lo demuestra), pero no un fanático de la pureza literaria: intentó ser comer­cial, por lo que cambió los poemas por los cuentos emocionantes y emprendió giras de conferencias. Tampoco es verdad que sus contemporáneos le ig­norasen o ni siquiera que le menospreciaran: llegó a ser una figura muy destacada del mundillo lite­rario de la costa Este, que se codeaba con Charles Dickens y frecuentaba los salones de poetisas dis­tinguidas. Su talento era admitido incluso por quie­nes más detestaron su carácter. En cuanto a su pro­pensión alcohólica, se debió no tanto a caprichos orgiásticos como a la debilidad orgánica que le ha­cía perder la cabeza a los pocos tragos.
La gran biografía de Georges Walter narra con garbo y detalle esta existencia frecuentemente malinterpretada. Walter simpatiza evidentemen­te con Poe, pero no incurre en la hagiografía ni esca­motea los aspectos menos simpáticos de un perso­naje que padeció demasiado como para ser siempre amable o conveniente. Su obra puede completarse con la lectura de las cartas del poeta seleccionadas por Barbara Lanati en las que aparecen al desnudo todas sus tribulaciones de huérfano enfrentado a su padre adoptivo, de enamorado tierno y algo decla­matorio, de lúcido analista de los problemas de la literatura norteamericana de su tiempo y sobre todo de perpetuo indigente en busca de unos pocos dóla­res para sobrevivir y mantener a los suyos. Es difícil leer sin congoja la crónica de este forcejeo con la adver­sidad durante el cual se gestaron un puñado de obras maestras y se abocetaron géneros luego tan popula­res como la ciencia-ficción o la novela policíaca.
Pero hasta en los esfuerzos más honradamente esclarecedores parece perseguir a Poe la sombra del malentendido. Georges Walter recurre en varias ocasio­nes, como metáfora de la vida del propio Poe, a uno de sus cuentos más conocidos: Hop Frog, el bufón de­forme que enloquece cuando se le obliga a beber y que, para defender a su amiga, la joven bailarina Tripetta, termina vengándose terriblemente del rey cruel y sus cortesanos. Walter insiste en que Hop Frog perece voluntariamente en el incendio justiciero que cul­mina su venganza. Pues bien, no es cierto. En el cuen­to, el bufón ha planeado su huida y logra escaparse a mejores tierras en compañía de Tripetta. ¿Cómo un gran conocedor de Poe como Georges Walter equi­voca así el mensaje del relato, a no ser por el conta­gio del mito de malditismo autodestructivo que pe­se a todos los esfuerzos sigue rodeando al escritor? No, Poe no deseaba morir y por eso mismo estaba fascinado por el invencible maëlstrom de la muerte que todo lo arrastra. Soñaba con escapar de él, con burlar a la miseria definitivamente y con lograr una com­pañera dulcemente invulnerable. El médico que le atendió en su delirio de agonizante, tras haberle reco­gido en las calles de Baltimore, anota que balbuceaba un nombre: Reynolds. Se refería sin duda a Jeremiah Reynolds, el explorador del Antártico cuya gesta ha­bía inspirado su Narración extraordinaria de Arthur Gordon Pym. ¿Llamaba quizá al viajero triunfal para que le guiase a través de lo desconocido hasta donde vuelve a verse la luz, a oírse la voz y hallamos compa­ñía? Bueno, es igual: ahora por fin está a salvo.

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