Roberto Saviano
No dejar a nadie en el mar
El escritor italiano analiza el último naufragio en el Mediterráneo
EL MEDITERRÁNEO convertido en una fosa común. Más de 900 muertos. Muertos sin historia, muertos de nadie. Desaparecidos en nuestro mar y pronto borrados de nuestras conciencias. Ocurrió ayer: un pesquero que vuelca, unos inmigrantes —es decir, personas, hombres, mujeres y niños— engullidos que se convierten en fantasmas. Pero ya sabemos que volverá a pasar mañana. Y en una semana. Y en un mes. Llevando nuestras emociones hasta la indiferencia. Repite una noticia todos los días, con las mismas palabras, con el mismo tono, por triste y afligido que sea, y lograrás que ya no se escuche. Esa historia no recibirá atención, parecerá la misma de siempre. Será la misma de siempre. “Muertos en una barcaza”. Algo relevante para los encargados de los trabajos, historia para las asociaciones, desesperación invisible.
Si ahora, justo ahora, hablamos del tema, solo es porque los muertos son 900, quizá más: una cifra desmesurada, inhumana. Si es que esta palabra aún tiene sentido. Seguimos sin saber nada de ellos, pero estamos obligados a saldar cuentas con la tragedia. Saldar cuentas: porque hablamos de números y nada más. De haberle faltado dos ceros al parte de muerte, ni siquiera habríamos sabido de él. Porque ya no es más que una cuestión de números (o de detalles dramáticos como “inmigrantes cristianos arrojados al mar por musulmanes”) lo que supone la diferencia. No para los individuos, no para las sensibilidades privadas, sino para la comunidad que deberíamos representar, que debería representarnos. Porque a la indiferencia personal, acaso comprensible, la acompaña en el plano político una algarabía de declaraciones: disputas, acusaciones en tonos violentísimos. Nadie consigue hacer lo que necesitamos más que ninguna otra cosa: hacer que se comprenda. Pocos se dedican a ello: Médicos sin fronteras, con la campaña #millonesdepasos, intenta contar lo que ocurre, evitando reducir a estas personas a su problema. Es decir, a “expatriados, inmigrantes ilegales, clandestinos”: palabras que diluyen la esencia humana para que sintamos con menos intensidad la pérdida infinita ante la tragedia. Muchos políticos, incluso en estos momentos, gritan. Salvini habla de “invasión”, cuando en realidad la mayor parte de los que llegan no se queda en Italia, sino que se dirigen a Francia, Alemania o los países del Este. El Movimiento 5 Estrellas, que en sus propuestas había planteado un debate interesante, por desgracia ha caído en la tentación de cambiar el baricentro de la cuestión, del “salvar vidas” a “la expulsión”, asumiendo como cierta esa falsa lógica de que cuanto más difícil sea entrar en Italia de forma clandestina, menos intentos de llegar a nuestras costas se producirán. No es así; no se salvan vidas endureciendo las fronteras, y no solo lo demuestra la experiencia italiana, sino también la estadounidense. Basta leer el libro Los migrantes que no importan, de Óscar Martínez, para comprender que los flujos clandestinos de personas desde México hasta Estados Unidos rara vez se pueden gestionar y son imparables.
La cuestión es que el primer objetivo debería ser precisamente ese: salvar vidas, preocuparse por ellas. En cambio, se ha logrado convertir esa voluntad en algo ridículo, romántico, ingenuo. Cualquier reflexión sobre el dolor de los otros, de los que llegan de un “submundo”, ha de ser contenida. Hay una economía en el sufrimiento. Quien valora el dolor, quien calibra la tragedia humana, quien intenta despertarse del torpor de la cifra de ahogados es tildado e inscrito automáticamente en el movimiento de “los buenos de más”.
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“Bueno de más” es la acusación de quienes no quieren dedicar tiempo a comprender y ya tienen la solución: devoluciones, arrestos, detenciones. Es la mezcolanza de frustración personal que busca a un responsable de nuestro desasosiego, la voluntad de considerar que la única solución realista y vencedora es la más autoritaria. Es la bondad considerada un sentimiento hipócrita por definición. Y, lo que es mucho peor, una cualidad moral que solo puede tener el hombre perfecto, inmaculado y puro: ergo nadie más que los muertos, cuya vida queda transfigurada y cuyas acciones ya son pasado. Todo el que intente actuar de otra forma desde su imperfección humana será marcado con un juicio único: falso. Y así la bondad se convierte en un sentimiento sin ciudadanía, ridículo, precisamente porque no puede sentirse más que desde la perfección rotunda. He ahí el cinismo miope, que lo destruye todo con diligente sarcasmo.
Es obvio que, racionalmente, resulta imposible imaginar una acogida universal y desmesurada, sin reglas; sin embargo, la estrategia adoptada, que se basa en admisiones y devoluciones un tanto aleatorias, ya no se sostiene. A Italia no se le reconoció el peso político que debería haber tenido al ser un país bisagra. Teníamos que aspirar a enfrentarnos al resto de Europa por el tema de la inmigración. Teníamos que aspirar a que nos escuchasen, sin que nos endilgaran, sin que delegaran “el problema” en nosotros.
La perenne campaña electoral de Renzi, que en el plano internacional parece estar más interesada en adquirir credibilidad diplomática que en plantear e imponer temas, no nos están ayudando, aunque parece injusto atribuir a este Gobierno toda la responsabilidad. Europa calla, culpable, pero podemos intentar cambiar las cosas. Podemos comprometernos a interpretar, a contar, a no permitir que estas vidas sean aplastadas y desperdiciadas así. Que se queden atrás, tan atrás que desaparezcan de nuestra vista. Convirtiéndose en un fantasma, en un estereotipo, en un incordio.
La estrategia adoptada, que se basa en admisiones y devoluciones un tanto aleatorias, ya no se sostiene"
Inventarnos caminos alternativos, reunir toda la creatividad posible. Hablar del tema en televisión y en Internet, pero de otra forma: como decíamos, “expatriado” o “ilegal” son términos que diluyen la esencia humana construyendo una distancia irreal, que baja el volumen de la empatía.
Tenemos que pedir a los partidos que presenten a candidatos que hayan vivido la experiencia; abrir las universidades a esos hombres y mujeres. ¿Disminuirá todo eso el consenso político, con la cantilena del “primero nosotros y luego ellos”? Probablemente sí, sucederá. Pero solo en primera instancia; pronto nos daremos cuenta del enorme beneficio que supone. La historia de los desembarcos y de los flujos de inmigrantes tiene que convertirse en un tema que el Gobierno considere fundamental dado su consenso.
Renzi y su Gobierno responden con diligencia cuando un tema se vuelve mediático y popular: si perciben que el juicio sobre ellos estará determinado por el problema de la inmigración, empezarán a diversificar, a buscar nuevas estrategias y dar nuevos enfoques. El semestre italiano en Europa ha supuesto una profunda decepción, por lo que respecta tanto a las propuestas sobre los flujos de capital criminal (era una buena ocasión para plantear el tema del blanqueo) como sobre inmigración. Pero ahora es inútil lamentarse de lo que no se ha hecho; es necesario que Europa decida de manera diferente. Dar a los inmigrantes un espacio que no sea esporádico. Que la televisión los reciba, empezando a pronunciar bien sus nombres y los de sus países, contando su día a día y su resistencia.
Los únicos que a esta hora representan lo que Europa debería ser son los italianos; los muchos italianos que salvan vidas todos los días corriendo el riesgo de violar las leyes. La figura que mejor describe a estos italianos honrados es la del pescador Ernesto, en la preciosa película Terraferma de Emanuele Crialese, que viola la orden de la Capitanía de mantener su pesquero alejado de una patera respondiendo con un sencillo, humano y potente: “Yo nunca he dejado a nadie en el mar”.
Traducción de News Clips.
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