Fernando Savater
Hay dos géneros literarios géneros que me encandilan como lector pero que soy incapaz de practicar con mediana pulcritud: el aforismo (a pesar de que Andrés Neuman —él sí buen escritor de aforismos— haya intentado convencerme de que soy autor involuntario de algunos) y el dietario. Para éste último me falta paciencia cotidiana y sobre todo ese sublime desinterés de escribir por puro gusto, sin que nada ni nadie nos lo exija. Reconozco que leo casi de todo y siempre que puedo con el mayor placer, pero sólo escribo cuando no tengo más remedio. Me pasa como a Isaiah Berlin, quien supo expresarlo con eficaz sencillez: “Soy como los taxis, sólo acudo cuando me llaman”.
Últimamente se han publicado en nuestro país excelentes dietarios: además de las regulares entregas del ya muy extenso y adictivo de Andrés Trapiello, he disfrutado con Al vuelo de la página (Fórcola) de Juan Malpartida y Lo que cuenta es la ilusión (Destino) de Ignacio Vidal-Folch, emocionante de penetración e irónico a mansalva. Ahora estoy aliviando el otoño de mi amargura con los rayos del sol pálido pero reconfortante que aparecen entre Nubarrones (Comba) de Enrique Lynch, uno de los ensayistas de quien nunca he dimitido. A Lynch no le gustan los aforismos ni otras adicciones literarias o vitales que a mí me encantan y las deplora con elocuencia en sus Nubarrones. Pero lo bueno que tiene este género es que no exige ninguna adhesión inquebrantable a ciertas ideas o preferencias, sino sólo aceptar el trato sin compromiso con una mente sagaz e ilustrada. Este “breviario intermitente” de Enrique Lynch, selección alfabetizada por temas (aunque, como ocurre en los ensayos de Montaigne, muchas veces el contenido se aparta sustancialmente de la voz titular) y acompañada de imágenes deliciosas, es finalmente un libro de compañía, para llevar con nosotros al aula, al burdel o a la enfermería y evadirnos por un momento, a tragos cortos, de las obligaciones formularias de tan severos lugares.
Sus temas provienen de lecturas, desde luego, pero también de experiencias, de la memoria que reflexiona sobre la caricia, el desengaño o la perplejidad sonriente, de cuanto se convierte en vida real sólo al revivirlo en la escritura. A veces nos proporciona motivadamente fogonazos insoslayables: “No saber distinguir entre lo que uno necesita y lo que no es la enfermedad mortal del deseo”. Y tiene una consideración del estilo que a un hípico como yo le resulta irresistible: “Escribir es como montar a caballo, porque el lenguaje es un corcel brioso y arisco… Dos seres inteligentes entre los que se plantea una lucha cuerpo a cuerpo… El jinete cree que es él quien lleva las riendas pero es el caballo el que reconoce al buen jinete y, finalmente, decide complacerlo”. Pues sí, exactamente así.
Hace décadas Enrique Lynch leyó que Elías Canetti aconsejaba a los escritores noveles llevar un dietario y desde entonces ha seguido esta recomendación con la misma asiduidad con que uno se lava los dientes cada mañana. El resultado en ambos casos es obtener un aliento fresco, una voz cuya cercanía no molesta sino que estimula y aviva. Y yo, incapaz de emularle, le envidio de la manera más sana: leyéndole.
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