Todos somos Gabo, todos somos Macondo
Hoy se cumple un año del día en el que la creación literaria perdió a uno de sus hijos predilectos: Gabriel García Márquez. Nobel de literatura y autor de 'Cien años de soledad'
Mi amigo Jean François Fogel me explicaba una vez el término “purgatorio” que se usa en Francia referido a los escritores: a la muerte de uno de ellos, se dice, se le abren las puertas del purgatorio donde debe aguardar por su suerte futura, hasta que pasado un tiempo prudencial es trasladado al infierno, que es el olvido, o a la gloria, que es la inmortalidad.
Esta máxima parte del supuesto de que, mientras el escritor permanece en el purgatorio, sus libros dejan de venderse o se venden menos, porque ya no se espera nada nuevo él. Luego, en un plazo no determinado, alguien viene a descubrirlo otra vez, o alguna circunstancia hace que su nombre brille de nuevo, y entonces puede ser que quede instalado en los estantes de las librerías como un clásico.
El gran Gatsby de Scott Fitzgerald dormía el sueño de los justos cuando en 1974 la película de Jack Clayton creó una Gatsbymanía, tanto que se llegó a imponer en Estados Unidos el color blanco en la moda, ropa, vajilla. Y cuando William Faulkner recibió el premio Nobel en 1949, sus editores corrieron a reimprimir sus libros, ausentes en el mercado.
Gabo parece ajeno a esa regla, porque la muerte no hizo sino multiplicar las ventas de sus libros. Desde la aparición de Cien años de soledad en 1967, se volvió un personaje mítico, y lo sigue siendo con creces, de modo que las llamas purificadoras del purgatorio no lo tocaron ni de lejos.
El escritor como personaje popular en vida, caudillo cultural, estrella de cine, es un fenómeno que se ha presentado al menos tres veces en la literatura latinoamericana. Primero Rubén Darío: cuando en La Habana o en Veracruz corría la voz de que se hallaba a bordo de un barco atracado en el puerto, miles se concentraban en el muelle para vitorearlo. Luego está Pablo Neruda, que también vivió en olor de multitudes gracias, sobre todo, a la popularidad de sus Veinte poemas de amor… Y el propio Gabo, frente al que, se hallara donde se hallara, en el foyer de un cine, o en un restaurante, se formaba de inmediato frente a él una cola de admiradores que, no se sabía de dónde, habían sacado sus libros que le presentaban para firmar.
Vida de Nobel
1927. Nace el 6 de marzo en Aracataca (Colombia).
1940. Es enviado a estudiar a Bogotá.
1947. Publica su primer cuento, La tercera resignación, en el diario El Espectador.
1948. Empieza a colaborar en el diario El Universal, de Cartagena de Indias.
1954. Entra en El Espectador.
1955. Publica su primera novela: La hojarasca. Además, una serie de reportajes sobre el único sobreviviente de un naufragio en el Caribe, que luego se titularía Relato de un náufrago. Viaja como corresponsal a París.
1958. Se casa con Mercedes Barcha.
1961. Llega con su familia a México DF. Trabaja como guionista y en publicidad.
1967. Publica Cien años de soledad.
1982. Recibe el Premio Nobel de Literatura.
1994. Crea la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
2002. Publica sus memorias Vivir para contarla.
2014. Muere en México DF. el 17 de abril, a los 87 años.
Novelas: La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios y Memoria de mis putas tristes.Cuentos: Ojos de perro azul, Los funerales de la Mamá grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada y María Dos Praceres.
¿Cuál es la clave de la Gabomanía? Por supuesto sus propios libros, que desbordan las barreras del lector culto, o del lector habitual, y alcanzan el vasto mundo del lector común. La lectura se vuelve así un fenómeno popular. Tanto los poemas de Darío como los de Neruda siguen siendo recitados de memoria por escolares y por enamorados, por amas de casa y por trasnochadores; pero los personajes y escenarios de las novelas de Gabo tienen sustancia real entre la gente, uno de los pocos casos en que el público llano coincide con los letrados, y el favor de las ventas coincide con el favor de la crítica.
Macondo es como La Mancha, un territorio que la imaginación del autor ha traspasado a la imaginación popular, y por tanto se vuelve real. Historias cien veces contadas por voces anónimas, desde consejas y mitos hasta letras de vallenatos, las devolvió a la gente que volvió a apropiarse de ellas, un público fascinado porque alguien, desde la letra impresa, les contara algo que ya sabían, o creían haber vivido.
Este traspaso de ida y vuelta es el que crea el realismo mágico, y el lector común, al entrar en ese país imaginario que se llama Macondo, lo hace con absoluta credulidad porque se reconoce como uno de sus habitantes. Macondo no es sólo el pequeño pueblo bananero de la ciénaga colombiana, sino cualquier pequeño pueblo latinoamericano, o de cualquier parte del mundo.
El universo verbal de Gabo es reconocible para todos, y en este sentido Macondo se vuelve un país infinito donde letrados e iletrados pueden vivir a gusto. Todos somos Macondo. Todos somos Gabo, en las universidades y las academias, y en las galleras, las barberías y las cantinas. Todo lo que nos cuenta viene ya en los genes de nuestra memoria.
Alguna vez hemos sido operados por los médicos invisibles. Remedios la Bella ha ascendido al cielo en el patio de al lado, envuelta en las sábanas puestas a secar, y hemos visto las nubes de mariposas amarillas que siguen a Mauricio Babilonia. Conocimos a alguien que nació con una cola de cerdo por culpa incestuosa, y bajo un árbol del solar de nuestra propia casa fue encadenado José Arcadio Buendía. Hemos visto por primera vez en nuestras vidas una marqueta de hielo. Hemos oído pitar el tren amarillo que lleva rumbo al mar los cadáveres de los miles de trabajados bananeros alzados en huelga. Esta es la realidad. Lo demás es mentira.
La imagen triunfante de Gabo la veremos pronto en los billetes de banco de Colombia, ya hay un decreto legislativo al respecto; y en los billetes de lotería, y en las tapas de los cuadernos escolares, y, quién quita, en los altares domésticos, enflorada y con una velita encendida.
Pero no le pidamos más milagros. Con sus libros es más que suficiente.
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