Discurso de Juan Goytisolo
Ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2014
A la llana y sin rodeos
En términos
generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes
conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción.
El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática,
aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y
si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de
la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer
apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente
incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi
larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor,
incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos,
“ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin
parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad
efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a
perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas. La
vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura
marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente
absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de
arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante
siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a
nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la
publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de
su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
“Llevo en mí la
conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, escribe Fernando Pessoa,
y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la institución
literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me
reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la
aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una
inútil celebración.
Mi condición de
hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la
periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis
maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon
nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus
críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la
espera. Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso
rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la
oposición!
Mi instintiva
reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas,
incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha
llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes
nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es
aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta
con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños
nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por
el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la
previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que
sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de
empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos
tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en
China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su
rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las
estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América,
sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil
acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija,
hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los
márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún
tiempo, dedique unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta
ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con
el propósito, dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra
cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes
y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un
puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen. Sí,
mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos
oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la
expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin
anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el
prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del olvido”: ese “poetón ya
viejo” (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el
referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez
es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa “exquisita mierda
de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas
inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo.
El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe
distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso
progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las
guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y
el hambre.
Es empresa de los
caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y acudir a
los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante
acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad que
proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería
financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que
él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas
socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el
ansia de libertad.
Sí, al héroe de
Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta
difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción,
precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los
jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El
buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla.
El panorama a
nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social.
Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra
Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior
a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el
escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner
la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el
fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama
novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la
obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra
el camino. Su conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del
que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a
adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material
de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega
hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso
Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por
los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su
personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote.
Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al
revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por
nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia.
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