Fue Jaime Salinas quien presentó en sociedad a Günter Grass en la casi mítica Alfaguara de tapas azules. Fue una de las bazas fuertes con las que consolidó aquella Alfaguara y desde entonces Grass visitó más de una vez nuestro país con ocasión de las sucesivas presentaciones de sus obras. Alfaguara tenía por norma seguir una política de autor que se declaraba ya en sus portadas, donde el nombre del autor iba en un tipo de letra mucho mayor que el título de la obra. La edición de Grass en España trajo consigo una triple alianza entre autor, editor y traductor, ya que Miguel Sáenz lo fue desde entonces y hasta el final, incluyendo las reuniones que Grass organizaba periódicamente con sus traductores a varios idiomas cada vez que publicaba un nuevo libro en Alemania. Grass vino, como dije, en más de una ocasión, se organizaron almuerzos con críticos, prensa y escritores y estuvo siempre atendiendo a todo el mundo con la amabilidad y el ánimo de quien tiene mucho que decir y está dispuesto a decirlo.
Günter Grass era lo que antes se llamaba un escritor comprometido, es decir, un hombre con una visión del mundo que plasmaba en sus escritos. Pero Grass no era un apologeta ni un escritor didáctico. Su idea del mundo provenía del desastre que había sido para Europa la Segunda Guerra Mundial, que a él le afectaba doblemente: de una parte, el derrumbamiento de una Europa que no lograba rehacerse del fin del Antiguo Régimen tras la guerra del 14-18 y que por segunda vez protagonizaba una catástrofe de proporciones aún mayores con la del 40-45; y de otra, el sentimiento nacional de culpa por el comportamiento inhumano de la Alemania nazi en esa catástrofe. Cuando Grass comienza a publicar, su país está dividido, atado y amordazado en plena Guerra Fría por la famosa teoría del doble gatillo: era un pueblo que no podía actuar sin permiso ante una hipotética invasión del otro lado del telón de acero. Esta era también la segunda humillación alemana a manos de los aliados. Un mundo duro, terrible, una vida de supervivientes en un país devastado por los bombardeos de los finalmente vencedores. “Años de perro”.
Quizá fuera esta situación de una sociedad en conflicto la que actuó como caldo de cultivo para la mejor literatura europea de la segunda mitad del siglo pasado: la alemana. Y de entre toda esa nómina de autores excelentes, destacó pronto la poderosa escritura y el vigoroso análisis de la realidad de Günter Grass. Destacó porque, amén de poseer una voz propia y perfectamente distinguible, jamás antepuso la ideología a la literatura. Grass era un hombre valiente, contradictorio y dispuesto a no callar allí donde se creyera necesario alzar la voz; eso le ganó muchas enemistades y desprecios. Él no rehuía la polémica, en muchas ocasiones parecía buscarla. Como buen escritor germano, no dejaba punto por escudriñar en sus largas novelas. Sus enemigos le acusaban, entre otras cosas, de ser un hombre al servicio de una idea antes que al servicio de la literatura. Ni lo uno ni lo otro, Grass no seguía consignas, seguía solo la voz de su conciencia y tenía los ojos bien abiertos. No es verdad que la literatura, como dicen tantos puristas, tenga que carecer de pensamiento porque éste sea privativo del ensayo; la literatura sí debe tener pensamiento, pero no se le debe notar. Esa clave ensalza al verdadero escritor comprometido, no al justiciero de turno.
Las últimas veces que lo habían fotografiado, alternaba la chaqueta de campo de bolsillos holgados con un jersey de punto grueso abierto por delante y la sempiterna gorra que ocultaba sólo en parte su pelo lacio. Con la pipa en la mano parecía un abuelo afable, pero recto e insobornable. Solía pintar y dibujar y yo poseo un libro a acuarelas suyas, llenas de vida y color, que dedicó a mi hijo. Pintaba y escribía y, cuando la indignación por los hechos sucios del mundo se lo permitía, seguro que era feliz. Pocas veces se dará la conjunción de un hombre tan entregado a su obra y, a la vez, entregado a la vida como en su caso.
Siempre tuvo un toque fantástico para fijar la descripción de la realidad: Oskar, el niño del tambor que se negó a crecer; el rodaballo malencarado y estrábico que, dando la vuelta a la fábula de los Grimm, se compromete a guiar al pescador que lo ha atrapado por el mundo misterioso de las mujeres a través de nueve capítulos como los nueve meses de un embarazo; La Ratesa nos habla de un mundo al borde del holocausto nuclear donde los roles de ratas y hombres se difuminan dentro de una sátira que no anda lejos de Swift. Pero también estaba dotado de un sereno sentido del humor que soltaba con cuentagotas aquí y allá o que destiló con toda malevolencia y gracia en Encuentro en Telgte, relato de un encuentro entre escritores.
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