A PROPÓSITO DE RAYMOND CARR
Re-pensar España
El historiador rememora la figura del fallecido hispanista británico
La cubierta del primer tomo de memorias (Más de mi vida) del filósofo A. J. Ayer era una fotografía en la que aparecían, sentados en el banco de un jardín de un college de Oxford, Raymond Carr, el propio Ayer y Hugh Trevor-Roper, el historiador en aquel momento (1962) Regius Professor de Historia en Oxford, la máxima posición profesional alcanzable en la universidad británica (puesto, por cierto, que Carr pudo haber alcanzado en 1980). Lo que la fotografía indicaba es que Carr, que en 1962 no había publicado aún ningún libro, que no era doctor —nunca lo fue—, era ya una personalidad distinguida de Oxford y, añado por mi cuenta, una de las más atractivas e interesantes de todas ellas: “Distinguido”, “divertido”, “encantador”, comentaba The Sunday Times en 1980 al analizar las candidaturas a la cátedra citada (cito de la biografía de Carr escrita por María Jesús González, Raymond Carr: la curiosidad del zorro, 2010), si bien el periódico también aludía a la supuesta “frivolidad” de Carr, a su estilo narrativo y a su poco interés en las cuestiones administrativas (lo que no era del todo cierto: Carr dirigió St. Antony’s College de Oxford entre 1968 y 1988, e hizo de éste uno de los centros más dinámicos de la universidad). Añadamos: alto, desgarbado, irónico, excéntrico, escéptico.
Desde que llegó allí como becario en 1938, Carr fue, en efecto, un hombre de Oxford, que entendió al instante lo que Oxford era: socialmente, ingenio, agudeza, originalidad, conversación brillante; historiográficamente, horror a las generalizaciones, jugar con las ideas, iconoclastia, narrativa inteligente. Carr, un hombre de origen modesto (su padre fue profesor en pequeñas escuelas locales del sur de Inglaterra), triunfó en Oxford de forma inmediata y se diría que por una sola razón: por la asombrosa naturalidad con que, en razón de su personalidad (talento, originalidad, ingenio), se instaló en aquel complejísimo y exigente entorno intelectual y en su aún más exclusivista y excluyente entorno social (aristocracia terrateniente, élite social y política, alta burguesía del dinero). Carr escribió en 2010 que él era un social climber —mejor así, en inglés— habituado a vivir en las casas de la aristocracia (su propia mujer, Sara Strickland, con la que casó en 1950, pertenecía a la alta aristocracia británica). Al joven Carr le fascinaron ciertamente Oxford y la aristocracia, aunque miró a ésta siempre con extremada ironía, como a una clase en declive y snob. Pero lo interesante es lo contrario: la fascinación que Carr ejerció sobre los círculos de la aristocracia en los que se integró y, como decía antes, sobre la élite intelectual de Oxford, un Carr que, como observó su amigo el novelista Nicholas Mosley, fue siempre, donde quiera que estuviese, él mismo: irónico, provocador, singular, agudo, informal, desordenado, distinto.
“Toda mi vida [solía repetir] ha estado dedicada a España”. Fue en gran parte verdad, aunque su ironía le hiciese decir que su mejor libro era La caza del zorro en Inglaterra(1986), un libro excelente, una evocación nostálgica de la Inglaterra rural, la Inglaterra de la aristocracia terrateniente y de la gentry, la Inglaterra de Trollope y Thomas Hardy, sus novelistas favoritos.
España 1808-1939, su gran libro (se publicó en 1966) fue una obra maestra, irrepetible. Apareció en el momento preciso: España 1808-1939 fue la culminación de lo que otro gran historiador por quien Carr sintió profunda estima, Jover Zamora, llamó “la marcha hacia el siglo XIX”, el giro de la historiografía española hacia el contemporaneísmo, que Jover atribuyó al pionerismo de Pabón, Artola, Seco Serrano y otros historiadores españoles, al decisivo influjo de Vicens Vives, a la creación de departamentos de Historia Contemporánea en 1965, al concurso de historiadores de otras disciplinas (Maravall, Díez del Corral, Anes, Nadal…), al propio hispanismo anglosajón (Brenan, Carr, Thomas, Payne, Jackson) y a la escuela de Pau de Tuñón de Lara.
Todo lo cual vino a plantear una sola cosa: que fue en el siglo XIX y primeras décadas del XX —no en los visigodos, ni en la España del Cid, ni en la Reconquista, ni en Castilla— donde radicaban las razones últimas del fracaso de España como nación y Estado modernos. La tesis de Carr era que el liberalismo y los liberales españoles contaron con pocas posibilidades de éxito en su proyecto de reforma y modernización de España, porque se enfrentaron con la resistencia al cambio de la derecha tradicional, y con el doctrinarismo irresponsable de la izquierda.
Carr hizo —repito— la obra maestra del contemporaneísmo del siglo XX. Gracias a su obra —como culminación de los estudios españoles y extranjeros sobre España—, España aparecía no como una excepción o anomalía histórica, sino como un país que en el siglo XX tuvo, como herencia del XIX, ante todo tres problemas: un problema de atraso económico, un problema de democracia y un problema de vertebración del Estado.
Carr fue siempre, decía, irónico y escéptico. Atribuía su interés en España a un accidente: a que Brenan no quiso escribir el libro que luego él, Carr, escribió. Decía no tener otra metodología que leer a los clásicos; insistía en el papel que el azar y lo inesperado tenían en la historia. No decía “azar” sino, siempre, “accidente”, quién sabe si como un guiño a la película Accidente, de Joseph Losey, basada en una novela de Nicholas Mosley, cuyos dos protagonistas, espléndidos, son en realidad Carr y el propio Mosley.
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