Juan Goytisolo
¿Siglo de las Luces?
En las postrimerías de la dinastía de los Austrias, la parálisis del país es casi completa: tras la ciencia, el comercio y la técnica, la pintura, poesía, novela y teatro se extinguen, a su vez, paulatinamente. Poseídos de oscuros e inconfesables temores, íncubos y súcubos a un tiempo de sus aborrecidos apetitos y sueños, los españoles han procedido con orden y minuciosidad a la poda cruel e inexorable de sí mismos, a la expulsión y exterminio de los demonios interiores, arruinando por turnos, en aras del imposible exorcismo, el comercio, la industria, la ciencia, las artes. Aplastado, barrido, conjurado mil veces, el fantasma renace aún y, con él, el empeño tenaz de suprimirlo, de subir un peldaño más en la escala de lo inmanente y abstracto. Los demonios circulan ahora libremente por el país y se adueñan del espíritu del último e infeliz descendiente de los Reyes Católicos: Carlos II el Hechizado muere sin dejar sucesión y una guerra prolongada y sangrienta opone Felipe de Borbón al archiduque Carlos de Austria. Cuando el Tratado de Utrecht consagra el triunfo de la dinastía francesa, la frase de Luis XIV: «Il n’y a plus de Pyrénées», no corresponde ya a realidad alguna: los Pirineos siguen en pie e, incluso, son más altos que nunca. El país vive sumido en la pobreza, la superstición y la ignorancia. Parece que el tiempo no corra, que se haya detenido. En su minucioso estudio de la España del siglo XVIII, Sarrailh observa: «La corte real, en sus pomposas manifestaciones exteriores, parece exaltar la belleza y grandeza de la inmovilidad. Sometida a una etiqueta invariable, funciona conforme a ritos tan sagrados como los de la religión. Los menores gestos se hallan determinados por un reglamento tradicional». El mismo estupor general gobierna la vida del campo: «El campo español es inmóvil. Repite los gestos ancestrales. Cultiva la tierra del mismo modo que siempre. Sufre una miseria material lancinante y una aridez espiritual y un vacío que confinan con la nada». La pobreza reinante en las ciudades es todavía mayor: «Esqueletos de ciudades —escribe Jovellanos—, antaño populosas y llenas de fábricas, talleres, almacenes y tiendas, hoy pobladas de iglesias, monasterios y hospitales que sobreviven en la miseria que han causado». El número de vagos y mendigos que invaden las calles alcanza, según Campomanes, la cifra de 140 000. Meléndez Valdés los pinta harapientos, apestosos, famélicos, y Cabarrús observa amargamente que «sería más fácil enumerar los raros españoles que poseen todo, que la casi totalidad que no poseen nada». En Sevilla existe incluso, por estas fechas, una cofradía de ciegos que salmodian oraciones y cuyos estatutos son reconocidos por la municipalidad (!). Un viajero incansable como Jovellanos describe el letargo de los pueblos españoles, su angustiosa muerte lenta: aun en los domingos y festividades, «reina en las calles y plazas una perezosa inacción», «un triste silencio»; los transeúntes vagan de un lado a otro, sin rumbo determinado, y pasan horas enteras, tardes enteras, aburridos y ociosos. Si añadimos al cuadro «la aridez y suciedad de los pueblos, la pobreza y abandono de sus habitantes, su aspecto triste y silencioso», ¿cómo no afligirse con él de espectáculo tan lastimero? Todos los testimonios de que disponemos acerca de la época coinciden en presentarnos un país adormecido y melancólico, aparentemente resignado a su suerte. Cuando Casanova visitó la Península, esta resignación suscita en él una cólera bastante comprensible: «¡Oh españoles!… ¿Quién os sacudirá de vuestro letargo?… Pueblo hoy miserable y digno de piedad, inútil al mundo como a sí mismo, ¿qué os hace falta? Una revolución fuerte, un trastorno total, un choque terrible, una conquista regeneradora; pues vuestra atonía no es de las que se pueden destruir por medios simplemente civilizadores; es preciso el fuego para cauterizar la gangrena que os corroe». Pero las estadísticas son todavía más elocuentes. Al final del siglo XVIII, la población española contaba con unos diez millones de habitantes, de los cuales 1 400 000 pertenecían a la nobleza improductiva y más de 200 000 al clero regular y órdenes religiosas. En Castilla la Vieja existía un título nobiliario por cada tres habitantes, y uno por cada cinco en Navarra. En la única zona industrializada de la Península —Cataluña—, la proporción, en cambio, es de un 0,33 por ciento. A los viajeros y curiosos que ensalzaban la legendaria frugalidad de las gentes de la Península, el irlandés Bernard Ward respondió con pertinencia: «Hay ciertas virtudes mal entendidas que son vicios políticos y que constituyen un gran obstáculo para la industria. La frugalidad de los españoles es, en gran parte, la causa de su pereza: el que se contenta con poco para comer y vestir, si gana en tres días lo bastante para subsistir seis, no trabajará más que tres».
Sarrailh ha descrito con gran calor los sobrehumanos esfuerzos emprendidos por una minoría de «ilustrados» para arrancar al país de su somnolencia y torpor. Hombres como Feijoo y Jovellanos, Cadalso y Campomanes intentan destruir los prejuicios y supersticiones, colmar el retraso secular de España respecto a las demás naciones europeas. Obstinadamente se entregan a una labor pedagógica, al cultivo de las disciplinas más útiles al progreso de la sociedad. Jovellanos proclama la necesidad de la desamortización, postula una distribución más justa de la tierra, trata de desarraigar los hábitos mentales que han hecho imposible en España la creación de una riqueza secularizada y el robustecimiento de la clase burguesa. De modo incansable, repite que el comercio y la industria son los pilares de la prosperidad de un estado, y cita en su apoyo los ejemplos de Inglaterra y Holanda. Capmany, Foronda, Cabarrús luchan asimismo con denuedo contra la ignorancia nacional y la sorda hostilidad de sus compatriotas. Pero la tarea es excesiva y sus esfuerzos no obtienen la merecida recompensa. Durante el reinado de Carlos III, la política de algunos ministros «ilustrados» (Aranda, Floridablanca, Campomanes) permite abrigar alguna esperanza. Con Carlos IV y Godoy, todas las ilusiones se desvanecen. Los ilustrados predican en el desierto. Son un injerto, no un brote, del moribundo tronco nacional. Embebidos en el enciclopedismo, pretenden aclimatar en España las ideas francesas, sin tener en cuenta que estas no pueden germinar en terreno tan yermo. Su cultura es una cultura importada, y el brillo de sus ideas, como señala Américo Castro, es el brillo reflejado del satélite, no la luz propia del astro. Las disciplinas científicas y humanistas han desaparecido por completo de las universidades españolas: en ellas no se enseña ni matemáticas, ni física, ni anatomía, ni historia natural, ni derecho de gentes, dirá irónicamente Cadalso, sino casuística y silogismos. Se discute acerca de la constitución de los cielos: ¿están hechos del metal de las campanas o son líquidos, como el vino más ligero? Andrés Piquer y Vicente Calatayud polemizan sobre si los ángeles pueden o no transportar seres humanos, por los aires, de Lisboa a Madrid. Y Desdevises du Dézert nos informa de cierta duquesa que, para restablecer la salud de su hijo, le hace administrar, «parte en poción, parte en lavativa, un dedo de san Isidoro reducido a polvo».
Las sátiras de Feijoo contra las brujerías y supersticiones caen en el vacío: demonios, brujas y monstruos campan a sus anchas por la Península, esperando el grabado o el aguafuerte de Goya que los inmortalice. La Inquisición acosará hasta 1820 la curiosidad intelectual de los españoles. «El español que publica sus obras hoy —explica Cadalso— las escribe con inmenso cuidado y tiembla cuando llega el tiempo de imprimirlas… De aquí nace que muchos hombres cuyas composiciones serían útiles a la patria las oculten; y los extranjeros, al ver las obras que salen a la luz en España, tienen a los españoles en un concepto que no merecen. Pero, aunque el juicio es falso, no es temerario, pues quedan escondidas las obras que merecían aplausos. Yo trato poca gente; pero aun entre mis conocidos me atrevo a asegurar que se pudieran sacar manuscritos muy preciosos sobre toda especie de erudición, que actualmente yacen como el polvo en el sepulcro cuando apenas han salido de la cuna… De otros puedo afirmar también que, por un pliego que han publicado, han guardado noventa y nueve». Como en épocas anteriores, la represión del Santo Oficio actúa en un doble plano: intelectual y sexual. Los viejos espectros de la inquietud intelectual judaica y de la sensualidad musulmana obseden aún a los inquisidores cuando, desde hace siglos, no hay ya en la Península ni mahometanos ni judíos. La actividad intelectual ha cesado y el despertar no puede venir sino de fuera: la Inquisición intentará, pues, por todos los medios, prevenir el contagio. En 1502, como hemos visto, los Reyes Católicos habían prohibido la importación de libros a fin de impedir la difusión de las ideas de los judíos españoles expulsados que, en Francia, Inglaterra u Holanda, se expresaban, por fin, libremente. En el siglo XVIII, la vigilancia se centra, sobre todo, en las ideas enciclopedistas. Los libros de Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Diderot, D’Alambert, Holbach y Mirabeau son perseguidos con saña. Un oficial de Marina será acusado de tener en su domicilio un busto de Voltaire. El informe de los censores españoles sobre las Confesiones de Rousseau revela la doble obsesión que antes mencionábamos: su autor no es sólo herético e impío, sino que se complace en «descripciones obscenas» y «relata aventuras reales o supuestas con personas del otro sexo capaces de excitar en los lectores ideas libidinosas e impuras». Y cuando Olavide comparece ante el tribunal de la Inquisición, el acta de acusación no se contenta con referir sus «herejías»: le acusa, asimismo, de poseer cuadros representando «desnudos femeninos». Pero la referencia de la lucha que opuso los ilustrados a la España dormida e inerte sería demasiado extensa. Como decía amargamente Blanco White, para conocer el nombre de los españoles que tuvieron pensamiento propio bastaría consultar, simplemente, los registros del Santo Oficio. A su manera, Blanco repetía, sin saberlo, aquella célebre frase de Bossuet: «Un hérétique est celui qui a une opinion». Para tranquilizar al lector, agregaremos que en España ha habido, desde siempre, muy pocos herejes.
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