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Diez puntos que explican cómo el revisionismo manipula la historia de la II República
Ricardo Robledo
Universidad de Salamanca y Universitat Pompeu Fabra
La celebración del 14 de abril no tiene el mismo significado que hace unos años. Si la salida de la crisis no nos devolverá el mundo anterior a 2007 tampoco se recuperará, al paso que vamos, la historia del siglo XX. En menos de una década se ha debilitado seriamente el consenso que existía en la historiografía académica de la Segunda República española. Obviamente no había unanimidades, pero el oficio de historiador se atenía a las normas que configuran la profesión: exploración y crítica de fuentes, hipótesis de partida, contrastación, etc.
Estaban claras las fronteras entre el revisionismo filofranquista, liderado por Pío Moa y adláteres, y lo que se investigaba o se explicaba en la mayoría de departamentos universitarios. Los viejos planteamientos de historiadores como Carlos Seco estaban bastante sepultados en el desván del pasado franquista.
En pocos años, sin embargo, se ha quitado el polvo a estos recuerdos que se han reciclado de diversa forma y ha ido cogiendo fuerza una literatura emergente que ha tratado de dar respuesta a una pregunta inteligente efectuada por estudiosos europeos en otro contexto: ¿qué pasó para que vecinos de toda la vida se convirtieran en enemigos irreconciliables durante la Segunda República? Los nuevos historiadores revisionistas, avalados, entre otros, por la autoridad de S. Payne, manifiestan su querencia por una “tercera vía” (pero esta vez “científica”) a salvo de los partidistas de izquierda y derecha.
Sin embargo, el justo medio, aureola de la imparcialidad, arrastra también el pasivo de la ambigüedad. No creo equivocarme mucho si afirmo que la mayoría de los presupuestos de la nueva historia revisionista (que se documentan en el último número de Studia Historica. Historia Contemporánea coordinado por A. Viñas) serán los dominantes en España dentro de no mucho tiempo.
De hecho está ocurriendo ya, como se observa en bastantes de los artículos clave del Diccionario Biográfico de la RAH. Se estaría cumpliendo el pronóstico de Orwell: “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado”
Las ideas fuerza de esta nueva-vieja corriente historiográfica están condensadas en el siguiente decálogo del historiador revisionista:
1. Neutralidad científica frente la historia de combate: una cosa es la “verdad científica” -“los objetivos estrictamente académicos que persiguen el conocimiento en sí mismo”- y otra la historia de los activistas políticos, la historia militante. Reiteración de la necesidad de distanciarse, apelación a lo empírico y condena de la ideología porque, ya se sabe, los historiadores no deben tenerla.
2. Desprestigio de la ‘historia estructural y de clase’. Las condiciones materiales pasan a segundo plano y se da más importancia al discurso que crea realidades, a los factores políticos y al liderazgo. Las determinaciones estructurales son “coartada exculpatoria para difuminar la responsabilidad concreta de los protagonistas”. Relevancia del contexto internacional para comprender los enfrentamientos políticos internos pero no para explicar el golpe de julio del 36. Domina la creencia de cultivar una corriente innovadora -los historiadores “somos científicos del pasado”- frente a la “historia tradicional, miope y de corte marxista”.
3. Desidealización de la República. Objeto de mitificación, comprensible solo en la lucha antifranquista. Aquella experiencia no puede constituir antecedente de la democracia actual que es plural. Esa filiación es un disparate. Mirada relativamente benévola sobre el régimen de la Restauración borbónica (hay incluso quien lo exalta) mientras que la República llegó con promesas democráticas pero dio paso “al período más siniestro de la historia contemporánea de España”. “La Segunda República no fue Caperucita Roja”.
4. Políticas de exclusión. Con la Segunda República se inauguró un proceso revolucionario. Las izquierdas, especialmente, los socialistas, la consideraron patrimonio suyo y practicaron políticas de intransigencia que no permitieron la alternancia. La República no fue democrática. Los sindicatos eran “agencias delegadas del gobierno”. El sistema electoral fue ideado por socialistas y republicanos para marginar a los adversarios conservadores. La Constitución no buscó fórmulas de transacción con la Iglesia.
5. Radicalismo revolucionario, nada retórico, de la izquierda, que no defendía una democracia pluralista “sino una democracia concebida como revolución por sus fundadores”. El régimen republicano, antes de la guerra, fue extremadamente violento. Entre 2.500-3.500 víctimas. La izquierda pudo ser más culpable que la derecha y el descontrol del Frente Popular facilitó el golpe de Estado. El caos del Frente Popular fue “el primer ensayo de democracia popular” o un «pequeño golpe de Estado”.
6. La CEDA, por su carácter heterogéneo, no fue el caballo del Troya del fascismo. Ni la CEDA ni la JAP utilizaron la violencia en las elecciones de 1936 como sí hicieron los socialistas y comunistas. Aunque hubo excesos verbales, la CEDA no vulneró la legalidad, salvo a fines de junio y principios de julio de 1936 y solo por parte de algunos cedistas. (Claro, ya no tenían más remedio). No hubo ningún cedista que participara en la conspiración relanzada en marzo.
7. El “Bienio negro” no fue tan negro: “fue un periodo de rectificación, no de reacción”. Hasta bien entrado 1935 ni los salarios ni la legislación laboral cambiaron mucho. Octubre del 34, “si no fue el comienzo de la Guerra civil, sí fue su más importante premisa y, de alguna forma, su ensayo general”. Crítica desigual a la represión de octubre del 34 (sólo hubo dos sentencias de muerte) es decir, bondad del gobierno. (Como si las derechas no hubieran exigido más y mucha mano dura). La Guardia Civil no era hostil a los obreros o a la izquierda ni era instrumento de los propietarios conservadores; cumplía órdenes de los gobernadores civiles.
8. Equiviolencia. No hubo planificación de la violencia azul. Inadecuación (o desatino) de términos como holocausto o genocidio. Los crímenes republicanos obedecieron a la lógica revolucionaria de socialistas y comunistas. “La izquierda” tenía un proyecto represivo bien definido, mientras que en la represión franquista no hubo planificación del exterminio y solo una parte minoritaria de las causas de la posguerra culminaron en condenas a muerte. Las raíces de la violencia en ambos bandos están en la demonización del contrario durante la democracia republicana.
9. Menosprecio de la memoria histórica. Una cosa es la historia y otra la memoria a quien se asigna como mucho un papel secundario aunque más bien se la descalifica como “involución intelectual”. “Nefasto papel” de la memoria, que ha derivado en disputas ideológicas “históricamente absurdas”. Hay que pasar página. No ha habido ningún pacto por el olvido y se ha podido investigar todo lo que se ha querido desde 1976. “Debe renunciarse expresamente a una memoria histórica que conduzca nuevamente al enfrentamiento civil entre los españoles”. Por lo tanto: no hay tanta necesidad de indagar en los tiempos oscuros. Solo el “nuevo” enfoque “científico” es el adecuado.
10. Idealización del “espíritu de la transición”, que puede peligrar si se da cancha a la memoria histórica. Si la guerra fue el final irremediable de la República, sobre todo por la violencia del Frente Popular, la democracia, en la versión dura revisionista, habría venido impulsada por el desarrollo del franquismo, régimen que nunca fue fascista sino autoritario. Franco fue “un oligarca astuto”, no un fascista .
En definitiva: ¿qué fue la República? Una anomalía histórica.
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