La pasión por la democracia
Desde la caída del Muro de Berlín se observa una apatía cada vez mayor en los sistemas democráticos. Necesitamos no sólo ausencia de violencia y garantías institucionales, sino también responsabilidad moral
El siglo XXI constituye una encrucijada. El final de la confrontación entre el Este y el Oeste dejó abierta la posibilidad de un “nuevo orden internacional”, basado en la expansión de la democracia por el mundo y en un espíritu de paz. Sin embargo, ahora el entusiasmo que acompañó la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría parece muy lejano.
Las crisis y las crueldades registradas en Bosnia, Ruanda, Darfur, Afganistán e Irak han llevado a muchos a concluir que el nuevo orden mundial es más bien un nuevo desorden mundial. Para muchos estaba claro que la Guerra Fría era la confrontación entre el autoritarismo soviético y la democracia. Pero al caer el Muro de Berlín, la democracia alcanzó un nivel de legitimidad política y moral con la que ninguna forma de gobierno existente podía competir. Todas las formas de disidencia que la democracia liberal albergaba o aquellas que se le oponían se convirtieron en objeto de censura y sospecha. Sin embargo, en un breve apunte de optimismo, podemos decir que las revueltas ocurridas en Hong Kong demuestran que los ciudadanos tienen la democracia en gran estima, a pesar de que es un escenario cambiante que debe enfrentarse a desafíos imprevistos, tanto desde dentro como desde fuera de la sociedad. Spinoza escribió que ninguna actividad humana, aún contando con el concurso de la razón, podía prosperar sin pasión.
¿Pero cómo podemos reavivar ahora, en unos ciudadanos malcriados por el bienestar o resentidos por su exclusión del mismo, la pasión por la democracia? Desde 1989 y la caída del Muro de Berlín la democracia liberal se ha impuesto a los demás sistemas de gobierno convencionales, pero, en todo el mundo, su ascendiente político no siempre ha ido acompañado del que conlleva la pasión democrática. El individuo demócrata ya no es un animal caracterizado por la pasión política. Parece que en los sistemas democráticos actuales ya no hay lugar para el debate político.
Entre las nuevas generaciones, sin recuerdo ya de la Guerra Fría, la democracia despierta una apatía cada vez mayor. Por otra parte, la máxima de John Dewey, según la cual la política es la sombra que arrojan las grandes empresas sobre nuestra sociedad, continúa cerniéndose sobre nuestras democracias liberales, erosionándolas. Ante esos problemas y los múltiples indicios de que no todo parece estar bien en la democracia, nos preguntamos: ¿qué queda de la democracia como discurso y como institución? Con todo, la experiencia nos demuestra que es muy difícil encasillarla en un único significado, ya que significa cosas diversas para distintas personas en diferentes contextos. Esto es lo que explica que no se consiga “extender”, por no hablar de “exportar”, la democracia de una cultura o sociedad a otra. La razón es sencilla: el fomento de la democracia no puede funcionar en ausencia de una cultura democrática y organizar elecciones es sólo el punto de partida de la vida democrática de un país.
De hecho, la auténtica prueba de la democracia no radica precisamente en dar poder a una mayoría victoriosa, otorgando la mayor libertad al mayor número posible de personas, sino que en realidad se basa en una nueva actitud, una nueva forma de abordar el problema del poder y la violencia. En consecuencia, si aceptamos ese principio, el sistema democrático no se basaría en el poder que se ejerce sobre la sociedad, sino en el poder que hay dentro de ella. Dicho de otro modo, si la democracia equivale al autogobierno y al autocontrol de la propia sociedad, el reforzamiento de la sociedad civil y la capacidad colectiva para regirse democráticamente serán elementos fundamentales del sistema democrático. Dondequiera que hay una práctica democrática, las normas del juego político las define la ausencia de violencia y un conjunto de garantías institucionales opuestas a la avasalladora lógica del Estado.
No obstante, cuanto más pensamos en el asunto, más insatisfactoria e incompleta nos parece esa definición. Si la democracia no fuera más que un conjunto de garantías institucionales, ¿cómo podrían los ciudadanos pensar en la política hoy en día y luchar por la aparición de nuevas perspectivas de vida democrática? Antes de responder a esta pregunta creo que podemos apuntar al problema de la corrupción en las democracias y calificarlo de mal democrático. Ese mal constituye un problema porque surge en el seno de las democracias y atañe a algo concreto: la legitimidad de la violencia. Al reconocer que esta resulta problemática para la democracia se recalca la condición del homo democraticus y la posibilidad de que las democracias degeneren en violencia. En consecuencia, para ir más allá de la violencia democrática habrá que reconocer primero el carácter paradójico de la propia democracia, que es el proceso por el cual se domeña la violencia, pero los Estados y las sociedades democráticos también la generan.
Cuantos más instrumentos violentos desarrolle una comunidad democrática, menos podrá resistirse al mal democrático. Quizá sea esta la razón de que, para la democracia, la no violencia sea una salvaguarda más valiosa que el libre mercado. Por mucho que acumulemos riqueza para cubrir las necesidades vitales y vivir cómodamente en una sociedad democrática, todos sabemos que necesitamos algo más que posesiones materiales para dar sentido a nuestra existencia cotidiana. Si nos preguntamos: “¿Por qué todos actuamos como si la democracia importara y compensara nuestros esfuerzos?”, la respuesta podría ser que la vida no sólo consiste en satisfacer deseos. Hay un horizonte de responsabilidad ética sin el cual la democracia carece de sentido. Václav Havel nos recuerda que la “democracia es un sistema basado en la confianza en el sentido de la responsabilidad del ser humano, que debería despertar y cultivar”.
Este sentido de la responsabilidad común es la clave de nuestra identidad como seres demócratas, porque, en nombre de la dignidad y la vulnerabilidad que los seres humanos compartimos, se alza como reacción ante lo intolerable. Es un esfuerzo moral que nos revela la complejidad, la espontaneidad y la heterogeneidad de la democracia. En la actualidad, sobre el telón de fondo del horror y de los intolerables actos de crueldad que no han dejado de producirse con el nuevo milenio, debatimos cómo valorar correctamente y apreciar en su justa medida a los ciudadanos demócratas. Quizá esta sea la razón de que nunca podamos estar del todo satisfechos con la democracia en tanto valor filosófico y realidad política: estarlo sería olvidar su propia esencia como esfuerzo cotidiano de responsabilidad cívica, pero también como lucha constante contra lo intolerable. Por eso, cualquier democracia que se convierta en un sistema de valores de consumo, sin crear un sentido de la responsabilidad que vaya más allá de los meros ideales políticos, terminará convirtiéndose en una comunidad regida por la mediocridad.
Por sí sola, la democracia nunca será suficiente; no puede instaurarse celebrando elecciones y aprobando una Constitución. Se necesita algo más: un énfasis en la democracia en tanto que práctica de pensamiento y de juicio moral. Dicho de otro modo, nunca podremos construir ni mantener instituciones democráticas si estas no comportan el objetivo de ofrecernos la experiencia socrática de la política en tanto que autoexploración e intercambio dialógico. Después de todo, la democracia la hacen los seres humanos y su suerte va ligada a la condición humana. Como tal, la línea que divide la acción democrática y el mal político atraviesa la elección moral de cualquier ciudadano demócrata.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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