Günter Grass
Eduardo Galeano
La musa de sus obras era la conciencia. Una memoria en vilo que sentía y pensaba a la vez. Sentipensante. Günter Grass y Eduardo Galeano tenían muchas cosas en común. Por ejemplo, la mirada. La elocuencia de la mirada. “La mirada fértil, la mano sincera”, era el mejor elogio en los talleres de pintura flamenca. Una mirada que escuchaba y escribía. Capaz, a la vez, de avanzar hacia adentro y abrir el paso en la noche de otros. La consigna bien podría ser una pasión compartida: “¡Francisco de Goya!”. Y todavía, con más precisión, el título de la estampa 26 de Los desastres de la guerra, allí donde la mano sincera del pintor anotó a modo de grafiti. “No se puede mirar”. ¿Qué es lo que no se puede mirar? Una cueva con hombres, mujeres y un niño en brazos. A la derecha, asomando por la boca, las armas sin rostro. Esa cueva es una cámara estenopeica de la historia que registra todas las masacres. El Antes/Después del Horror. Goya anticipa la producción industrial de la muerte. La mirada de Grass y Galeano responde a aquella llamada insurgente que contiene el grafiti: Ver lo que no se puede mirar, escribir lo que no se puede decir. En la cueva yacen huesos, palabras y metáforas. Las miradas de Grass y Galeano desentierran las palabras, las curan, germinan en la mano sincera. Para contar lo indecible no sirve el lenguaje que solo quiere dominar. La consigna podía ser también Camus, Albert Camus, por ejemplo en la naturaleza de la relación carnal con el lenguaje: “No es el compromiso el que me lleva a las palabras, sino las palabras al compromiso”. La manera de escribir de Eduardo Galeano, cuando anotaba un murmullo de vida, una esquirla de historia, recordaba la forma de tocar del jazzista Django, que pulsaba las cuerdas con los dos dedos sanos de su mano quemada. El erotismo, la sutileza, que brotaba en el dolor. Günter Grass desvelaba las zonas de sombra, su andar caligráfico era situacionista: abría claros en el deslugar de lo siniestro, y a la vez dibujaba escondrijos para setas y erizos, escondites silábicos para los seres que hilan lo visible y lo invisible. Ese tejer era la forma de contar de ambos. Por eso en sus libros, como Espejos en Galeano, o Mi siglo en Grass, vemos información esencial sobre la condición humana y la descripción lúcida de la maquinaria pesada y depredadora de la historia del poder, pero también la capacidad de resistencia y artesanía de la belleza de las voces subalternas. A mediados del XIX, en los “años milagrosos”, fundacionales, de la literatura norteamericana, un crítico estableció una curiosa clasificación entre escritores “piel roja” y escritores “rostro pálido”. Un rasgo de los “piel roja”, como Walt Whitman, es que iban más allá de la frontera mental y estética establecida. Se nos han muerto, sin miedo, dos hijos de la frontera, dos bravos “piel roja”.
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