Escombros de cine en Bhaktapur
El director de cine italiano, que acudió a Nepal en varias ocasiones, espera que "la respuesta del mundo ante la tragedia sea potente"
Entre las imágenes de los escombros retransmitidas por la televisión intenté, en vano, reconocer los lugares de mi memoria; entrever la gran estupa que se erige no muy lejos de Bhaktapur. Y tuve ganas de llorar. Katmandú, Patan y Bhaktapur son los lugares simbólicos de la cultura de Nepal, país al que estoy profundamente vinculado. Y es grande el dolor que siento por las miles de víctimas.
Descubrí esos lugares en 1973, cuando por primera vez puse rumbo a Oriente con mi mujer, Clare. La idea fue suya: ella era una viajera, yo no. Fue un viaje en el que nos conocimos y nos reconocimos. Un viaje de iniciación que derrumbó todos mis estereotipos sobre esos países. Un descubrimiento total. Fuimos a Tailandia, luego a Bali, y después a Benarés, y a Katmandú, donde vivimos durante un mes. Recuerdo el estupor y el asombro ante los edificios de Patan, donde luego filmaría Pequeño Buda. Aquello era el triunfo del horror vacui, del miedo al vacío: todo estaba decorado, cada centímetro. Arquitecturas y esculturas admirables donde el arte budista se funde con el hinduista, y encontramos a Buda junto a Visnú, Kali y Ganesh.
Me acuerdo de la primera vez que llegué a ese valle aislado, casi inaccesible. Nos quedamos sin aliento ante la belleza de Bhaktapur y Patan, a la que llamábamos Patan City. Emocionados ante esos tejados sobre los que crecía la hierba, algo extraordinariamente poético que me recordaba a un pueblecito de los Apeninos de Parma. El encuentro humano fue emocionante. Ese pueblo tenía una enorme cultura de la acogida. Esa gente parecía sacada de los sueños de Pier Paolo Pasolini, cuando hablaba de la inocencia arcaica en los países más pobres y espirituales. Frente a un río a las afueras de Katmandú presencié por primera vez una cremación. Había algo limpio, puro, en aquella carne que se convertía en fuego y humo.
En 1973, Katmandú, Bhaktapur y Patan eran destinos hippies, meta de un turismo pobre y respetuoso con aquellos lugares. Cuando regresé 20 años después para estudiar la zona y, más tarde, grabar Pequeño Buda, a principios de 1990, había un aeropuerto capaz de recibir los enormes vuelos chárter llenos de ese turismo que lo arruina todo. Nosotros también llegamos como una especie de ejército de ocupación: montones de camiones y grupos electrógenos que sin duda contribuirían a aumentar la contaminación. La pequeña posada donde nos hospedamos en 1973, que se llamaba Yak & Yeti, se había convertido 20 años después en un lujoso hotel de cinco plantas que sirvió de cuartel general durante el rodaje. Tiemblo con solo pensar que haya podido derrumbarse. Allí hacíamos las proyecciones con los materiales que nos enviaba la Technicolor desde Roma; eran tiempos de un cine que ya no existe.
En Bhaktapur grabamos todas las escenas ambientadas en el palacio de Siddharta antes de convertirse en Buda. A aquella estructura añadimos una parte que hicimos nosotros y que los nepalíes quisieron conservar. Ahora, los escombros de una ciudad tan antigua se han mezclado con los escombros del cine que nosotros llevamos allí. Cerca de Bhaktapur hay una enorme y preciosa estupa, con los ojos de Buda, donde el niño americano pregunta qué significa la palabra “impermanencia”.
Los budistas tibetanos crean maravillosos mandalas de arena repletos de color, que luego serán destruidos por una ráfaga de viento. Eso es la impermanencia. ¿Somos capaces de imaginar la tragedia que supondría para nosotros la pérdida en unos segundos de alguna de nuestras extraordinarias ciudades toscanas? Es difícil.
Ante la tragedia de Nepal ya se ha producido una respuesta del mundo. Espero que sea potente, que haya una gran solidaridad hacia esos pueblos remotos. Son lugares y personas muy lejanos, montañeses testigos de algo que hay que salvar a toda costa.
© La Repubblica. Texto recopilado por Arianna Finos.
Traducción de News Clips.
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