Fotografía de Samuel Aranda
Les escribo, queridos señores, para matar el hambre de madrugada. Sí. Tengo 41 años. Estoy en esa franja de edad invisible para ustedes. Por alguna oscura razón, a pesar de sus leyes, y Constituciones, sobrevivo gracias al arroz blanco, al amor materno y a la amistad. También por pequeños trabajos en eso que ustedes llaman “economía sumergida”. A mí difícilmente me verán llorando por televisión porque no tengo hijos ni suficiente valentía para hacerlo. Pero sí tengo a veces hambre, insomnio y horror de pedir lo que, para mí, constituye un derecho sagrado en toda democracia que se precie: comida. Son ustedes poco dignos, caballeros. Cuando regresen a Europa para hablar de macroeconomía, piensen dos veces antes de decir que España ha hecho los deberes. Esta carta se escribe para engañar el estómago, recuérdenlo. Esta carta es el saldo pendiente de una ciudadana a la que se le está agotando el arroz y la paciencia. No sonrían tanto, queridos dignatarios, porque son los abuelos quienes apuntalan el país con sus pensiones y ayudan a que no se desplome; no son ustedes. Son indignos de una España llena de gente fuerte y agradecida a pesar del abandono y la corrupción. Con el hambre ya cargamos unos pocos. Tengan ustedes la decencia, al menos, de cargar con la vergüenza para hacernos el peso algo más llevadero. Elisa Mollá Saval. Valencia.
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