Fernando Savater
En el siglo XIX, un grupo de rebeldes que destruía la nueva maquinaria industrial en los talleres porque eliminaba puestos de trabajo, en lugar de seguir a un jefe carismático optó por inventarse uno que como no existía no podía decepcionarles: así inventaron a Ned Ludd y ellos fueron llamados luditas. Marx los refutó con cierto desprecio. Algunos estudiosos piensan que Espartaco, el esclavo que encabezó una rebelión contra el Imperio romano cuando Julio César era aún joven, también tuvo más de fábula que de realidad: sus seguidores le mitificaron como símbolo de su lucha y cronistas propensos a lo sensacional agrandaron su capacidad estratégica y sus triunfos militares contra las legiones imperiales. Lo cierto es que los esclavos querían escaparse y en el furor de su huida desesperada sorprendieron sangrientamente a algunas guarniciones adormiladas, hasta que el ejército regular puso las cosas en su sitio. No hubo milagro emancipador, sólo el sobresalto de una anécdota.
En ‘Yo soy Espartaco’, Kirk Douglas narra el fin de las listas negras al reconocer la labor del guionista Dalton Trumbo
Ignoro si esta versión reductora de lo sucedido es más exacta que la hagiografía, aunque instintivamente no me resulta simpática. En todo caso da igual, porque para nosotros Espartaco no está en los legajos de antiguos historiadores ni siquiera en la memoria exaltada de algunos grupos radicales, sino en la pantalla: es el enorme péplum dirigido por Stanley Kubrick, conmovedor y vibrante de aventuras, y es Kirk Douglas contra Lawrence Olivier, es la valiente ternura de Jean Simmons y sobre todo es un multitudinario grito de sublevación afirmativa contra el filo de la muerte: ¡yo soy Espartaco! Sin duda el cine habrá dado películas más artísticas o profundas, pero ninguna más difícil de olvidar. Me resisto a creer que cualquiera que haya disfrutado con ella esté dispuesto a cambiarla por los criterios desmitificadores de algunos eruditos…
De modo que disponer de un libro que narre su making off y las dificultades que debieron vencerse para realizarla, es un auténtico regalo para los aficionados. Por lo general este tipo de estudios retrospectivos —han pasado ya más de cincuenta años de su estreno— los suele escribir algún joven estudioso entusiasta, basándose en los archivos. Pero Yo soy Espartaco (ed. Capitán Swing) viene firmado por el propio Kirk Douglas, ya largamente nonagenario: ¡es como si el mismísimo Aquiles nos hubiera dejado su versión de la Ilíada! Y además narra eficazmente el subtexto libertario que acompaña a la crónica de los esclavos insurgentes, porque el reconocimiento explícito de Dalton Trumbo como guionista gracias a la firmeza de Kirk Douglas y pocos más marcó el final de las vergonzosas listas negras que habían marginado a tantas personas de talento por culpa del senador McCarthy y gentuza inquisitorial semejante. No es esta simplemente una obra edificante, moral y políticamente (aunque también, por qué no…), sino sumamente divertida: las semblanzas de los actores protagonistas, descritos con el candor a veces malicioso de la familiaridad, las angustias matrimoniales de Olivier, los pujos narcisistas de Peter Ustinov y Charles Laughton, la frialdad minuciosa de Kubrick, que acabó firmando esta película ardiente que no se le parece, y sobre todo el excelente retrato del propio Dalton Trumbo, obstinado pero tolerante, una víctima nada resignada de la estulticia persecutoria… convierten Yo soy Espartaco en una lectura cautivadora. Por cierto, allí nos enteramos de que la emblemática secuencia de los esclavos ya vencidos que se rebelan una vez más y se identifican clamorosamente con Espartaco para no delatarle fue propuesta por Kirk Douglas y desdeñada por Kubrick… Quien nunca se haya equivocado, que tire la primera piedra.
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