La libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix, 1830.
Si miramos un manual de historia, de esos que se utilizan en las clases de este país, nos dará una serie de datos básicos.
Nos dirá, por ejemplo, que la Revolución se divide en tres fases: una primera fase burguesa, de 1788 a 1791, una fase popular, de 1792 a 1794, y una segunda fase burguesa, de 1795 a 1799. Nosotros, si somos buenos estudiantes, nos lo aprenderemos de memoria y lo vomitaremos adecuadamente en el examen de turno y luego lo olvidaremos. Estamos acostumbrados a ello, a aprender fechas y etapas, a vomitarlas en los exámenes (si somos buenos estudiantes, repito, es decir de los que no usan chuletas, que aún quedan algunos) y a olvidarlas al momento. Otro tema, otros contenidos, y todo vuelve a empezar.
En realidad eso es casi como no saber nada. O como ver solo la punta del iceberg. La Revolución francesa, cuando empiezas a tener realmente curiosidad por conocerla, es mucho más complicada de lo que te cuenta cualquier manual de cualquier etapa educativa. Ni siquiera en la universidad, los que más saben del tema, se ponen de acuerdo, ni en cómo empieza, ni en su desarrollo, ni mucho menos, en cómo y cuándo acaba.
Vamos a intentar resumir un poco lo que se ha dicho sobre ella y cómo están las cosas por el momento. Y vamos a suponer (porque no podemos hacer otra cosa que suponer) cómo seguirán estando.
Uno está harto de oír la historia de la toma de la Bastilla y luego, cuando se mete en harina, va y descubre que la toma de la Bastilla no es nada, es algo sin la menor importancia, una anécdota más entre las miles de anécdotas del momento. Pero claro, había que crear un mito, y tener una fecha que celebrar, y en eso vino un señor muy espabilado llamado Victor Hugo y dijo, «¿Oye, tú, y el 14 de julio no es un buen día para una fiesta nacional?», y los burgueses que estaban en el poder en ese momento, esto es casi un siglo después de la toma de la Bastilla, pensaron: «Pues sí, esa fecha conmemora algo intrascendente, y por tanto no inconveniente, hace creer que el pueblo era el impulsor de la revolución, pero oculta todas las demás fechas importantes, conclusión: nos vale». Y así se empezó el mito: el pueblo se alza en armas cansado de tantos abusos y destruye la cárcel que es símbolo de esa opresión. Todo muy bonito y muy falso, como convenía al poder.
¡La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano! ¡Otro mito que hay que desmontar! Parece que sea la cumbre de la Revolución. El punto más alto al que se podía llegar en ese momento, el gran legado de los revolucionarios e ilustrados franceses. Pero no… Eso era una simple declaración de buenas intenciones, sin ningún valor legal. Mucho más importantes son los decretos de agosto de 1789, que abolen lo que quedaba de régimen feudal en Francia, que abolen la propiedad señorial, que abolen los títulos de nobleza. Y casi más importante aún es la Constitución civil del clero, porque hasta entonces, en las diversas sublevaciones populares de los siglos precedentes, se había atacado a los nobles, pero jamás hasta ese momento se había atacado a la Iglesia como institución, a la Iglesia en bloque, a la Iglesia en la misma raíz de su poder.
En 1776, los burgueses americanos, en plena guerra por la independencia, ya habían hecho dos declaraciones en la línea de la que luego será la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Bueno, más que «en la línea» hay que decir que la de los franceses prácticamente es una copia de la Declaración de Derechos de Virginia y de la Declaración de Independencia. Pero ni siquiera los colonos americanos son los primeros en hablar de estas cosas que luego vamos a oír miles de veces: «Derechos inalienables» y todo eso. Ese honor se lo debemos a pensadores del siglo XVII, como Locke, y sobre todo a un profesor de la Universidad de Salamanca del siglo XVI del que ya hemos hablado en otro artículo: Francisco de Vitoria. Con Francisco de Vitoria empieza el «derecho de gentes», luego llamado «derecho internacional». De ahí se entronca con los críticos al absolutismo (como Étienne de la Boétie y su «Discurso de la servidumbre voluntaria»), con los filósofos racionalistas y con la Ilustración. Al final todo se reduce en unas pocas líneas. Pero hacen falta muchos libros para llegar a esas pocas líneas.
Lo que es nuevo y verdaderamente radical en la Revolución francesa es la «Declaración de la Mujer y la Ciudadana», de Olympe de Gouges, y ya sabemos cómo acabó su autora, probando en su cuello las virtudes de ese invento llamado guillotina.
Volvamos a las fechas, hay un historiador llamado Furet que se da el capricho de empezar la Revolución francesa unos quince años antes de la fecha oficial, con las reformas financieras del ministro Turgot de 1774. No sé si el lector sabe que toda la Revolución francesa es un problema financiero. El Estado tenía las arcas vacías. El Estado necesitaba más dinero. Y desde Turgot hasta Necker, pasando por Calonne y los demás, todos los ministros de Hacienda y de Finanzas de Luis XVI se toparon con el mismo problema: no había manera de conseguir más dinero. Ni los nobles ni la Iglesia querían pagar y al pueblo ya no se le podía exprimir más. Por eso hubo que convocar los Estados Generales y por eso se llegó donde se llegó. Otra cosa es dónde se llegó realmente, o si ese era el lugar donde inicialmente se quería llegar. Y otra cosa es el cómo y el cuándo se llegó.
Y el cuándo no es ninguna tontería. Algunos autores acaban la Revolución francesa con el golpe de Estado de Napoleón en 1799. Otros autores incluyen al Napoleón de la etapa consular, esto es hasta 1804, y otros autores incluyen toda la etapa imperial en la Revolución francesa y por tanto la dan por finalizada en 1815. Pero algunos autores van más lejos, y no dan por terminada la revolución hasta muchas décadas después, en 1870-1880, que es cuando, derrotados los obreros después de las matanzas de 1848 y de 1871, la burguesía francesa se monta su Tercera República y dar por terminada su «restauración» del vacío de poder que dejó el final de la monarquía absolutista y el intento de simulacro de monarquía que fue el imperio de Napoleón III. Estos autores que tanto alargan la Revolución son los mismos que dividen la historia en una lucha de clases, los mismos que no dan por terminado el feudalismo en Europa del Este hasta la abolición de la servidumbre de 1861 decretada por Alejandro II. Son los autores marxistas-comunistas que en este punto coinciden con el revisionista Furet, que como sabemos también es el que da una fecha más temprana para su comienzo y que, para perplejidad de los incautos, no la da por terminada hasta 1880. Así pues no tenemos varias revoluciones en Francia, la de 1789, la de 1830, 1848, la de 1871. Solo tenemos una gran revolución que pasa por diversos estados, según quien toma las riendas, si el pueblo o la burguesía, o ambos juntos, y que al final no produce sino el triunfo de una clase que se impone sobre todas las demás.
Por lo demás existe la peligrosa tendencia en los manuales de texto de disgregar la Revolución francesa de la guerra de Independencia americana. Esa tendencia se reproduce después en todo el estudio de la historia. Para luchar contra esto, algunos autores, como Godechot, han hablado de «revoluciones atlánticas», tratando de relacionar lo que pasa en uno y otro lado del mar. Y no les falta razón. La llamada guerra de Independencia de 1775-1783 es además una revolución encubierta. No se trata simplemente de dejar de ser súbditos del rey inglés, se trata de no tener ningún rey, de fundar una república, de regirse por una Constitución escrita que tenga que ser seguida por todos y que trate a todos por igual. Eso es mucho más que una simple guerra de independencia. Y si no que se lo digan a los griegos, por ejemplo, que iniciaron una guerra para librarse de los turcos y después de diez años de lucha, en 1832, cuando por fin se libraron de los turcos, tuvieron que aceptar la imposición por parte de potencias extranjeras de un monarca absolutista, Otón I. Eso fue una simple guerra de independencia pero no una revolución.
¿Y qué pasó con las colonias españolas? Pues más o menos lo mismo. Cierto que algunos ilustrados hispanoamericanos, como Miranda, soñaban con una revolución como la de sus vecinos del norte, pero todo quedó en un bonito sueño, disimulado a veces con supuestas repúblicas más o menos democráticas, pero en la práctica con la misma vieja oligarquía criolla conservando el mismo poder de siempre pero sin la tapadera de los peninsulares.
Pese a todo, volviendo a la Revolución francesa, hay que decir que la revolución que se inició en 1789 (si bien es cierto que se venía preparando desde mucho antes), y que, en mi opinión personal (que conste: opinión estrictamente personal), se puede dar por finalizada con el golpe de Estado de Brumario de 1799, sigue siendo la madre de todas las revoluciones, el ejemplo a seguir, el modelo ideal de estudio, en pocas palabras: uno de los hechos más trascendentales de la historia de la humanidad. Si se plantara en mi casa un extraterrestre y me pidiera que le resumiera la historia de la humanidad en unas pocas líneas tendría que hablar, al referirme a la etapa contemporánea, de dos revoluciones, la francesa, que la inaugura, y la rusa, que no la cierra pero que la dirige y envía en una dirección no prevista por casi nadie.
Por eso no es de extrañar que haya, a fecha de hoy, más de cincuenta mil libros sobre la Revolución francesa. Por eso no es de extrañar que cada generación de hombres la interprete a su manera. Para los burgueses que alcanzaron el poder con Luis Felipe de Orléans, en 1848, la Revolución francesa fue una lucha idílica de un pueblo unido contra la tiranía. Para los socialistas y primeros marxistas que vinieron luego, no fue una lucha ni tan unida ni tan idílica. La burguesía usó al pueblo como fuerza de choque, como carne de cañón, y luego se libró de él sin contemplaciones una vez conseguido su objetivo. Para los comunistas, Robespierre y los jacobinos eran los verdaderos héroes, los que realmente lo tenían más claro y los que iban por el camino adecuado, pero la burguesía, pasado el primer momento de estupor, les cerró el paso. Para los historiadores liberales, burgueses y conservadores hasta la médula, por muy liberales y modernos que fueran en su aspecto exterior, el pueblo se desmadró y se dedicó a hacer todas las barbaridades que pudo, hasta que por fin vino el Directorio a poner orden. Y como el Directorio resultó ser insuficiente, se tuvo que recurrir a la dictadura de Napoleón, como luego hubo que volver a recurrir a la dictadura de otro Napoleón, Luis Bonaparte, Napoleón III, para contener las ansias destructivas de las clases bajas.
Es curioso que un conservador y reaccionario inglés llamado Burke escribiera un librito en 1790 abominando de la destrucción y la violencia de la chusma (lo podríamos llamar «pueblo llano», o «tercer estado», pero para él era simple chusma violenta, necia e ignorante), cuando aún no se había llegado ni al Terror ni al Gran Terror jacobinos. Lo que Burke vio era un simple motín popular, uno de tantos. Y puede que en un primer momento esa fuera la percepción de mucha gente, que fuera de Francia, en las cortes absolutistas, pareciera eso. Pero lo que empezaba en 1789, y no como un motín popular, por cierto, sino como una sedición en toda regla de los representantes del Tercer Estado en presencia del mismísimo rey, se iba a convertir muy pronto en un movimiento revolucionario radical y absoluto, un auténtico movimiento destructor de todo el orden social reinante hasta entonces. Ya no se trataba de abolir unos derechos viejos e injustos, ni de poner en su sitio a una institución que ha gozado durante siglos y siglos de un poder absoluto, se trata de cambiarlo todo, de replantearlo todo, de cuestionarse la existencia de Dios, la igualdad de sexos, el progreso material de los pueblos, el sentido mismo de la vida. Se trata de crear un mundo nuevo, una sociedad nueva, de llegar a un punto de no retorno y quemar la naves, de cambiar hasta los nombres de los meses, para que quede clara la división entre el antes y el después. Esas eran las intenciones de algunos de los hombres que empezaron la revolución. Otros tenían otras intenciones más modestas.
Al final la revolución, una vez puesta en marcha, resultó imparable. Los aplastó a todos, a Condorcet, aSieyes, a Mirabeau, al marqués de La Fayette, a Danton, Desmoulins y otros jacobinos «indulgentes», a Marat y a Robespierre, a Olympe de Gouges y a Madame Roland. ¿La radicalización de la revolución se debió a la propia inercia revolucionaria, o fue la actuación de las potencias extranjeras, como los prusianos, y la propia antirrevolución interior, como la revuelta de la Vendée, además de la ineptitud del rey, con su estúpido intento de huida, lo que provocó esta radicalización? Bueno, esa pregunta se la dejamos para los expertos. Aún se pueden escribir muchos libros sobre la Revolución francesa.
La ejecución de Luis XVI, Georg Heinrich Sieveking, 1793.
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