Enrique Vila-Matas
No oímos alguna vez que “todo está escrito”? A mí, desde tiempo inmemorial, han tratado de convencerme de esto. “La imposibilidad de ser original”, repetía el primero que intentó desengañarme; me acuerdo muy bien de él: un tipejo que carecía de talento literario y ajustaba cuentas con todo el mundo que escribía en lugar de ajustarlas consigo mismo, lo que tanto le habría convenido. Cansaba tanto que un día hallé un fragmento de Macedonio Fernández y se lo leí y pude ver que le causaba los mismos problemas que una estaca a un vampiro: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso. Y comenzó”.
Salió por piernas, y su fuga fue liberadora, porque me permitió adentrarme en el estudio de la originalidad. Quizá por eso me atraen las reflexiones de Adam Thirlwell en su ensayo La novela múltiple (traducción de Aleix Montoto, Anagrama). Me gusta cómo organiza sus comentarios sobre la originalidad a partir de un Kundera impresionado por el hecho de que un libro como Tristram Shandy, de Laurence Sterne, siga siendo excepcional en la historia de la novela: “Nadie lo siguió. Nadie salvo Diderot”.
Basada en la extraña relación entre Sterne y Diderot, Kundera desarrolló su teoría de la originalidad: Diderot fue receptivo en Jacques el fatalista a la invitación sterneiana a recorrer nuevos caminos, y, por mucho que pueda parecer lo contrario, fue un escritor inmensamente original. Al hilo de esta certeza, el joven Thirlwell observa que la historia del arte de la novela está basada en una paradoja: una obra nueva sólo tiene sentido si forma parte de una tradición, pero sólo tiene valor en esa tradición si —como ocurre con Diderot con respecto a Sterne— ofrece algo nuevo. Esto vendría a decirnos que toda forma artística supone una confrontación directa con esta cuestión: ¿qué diferencia hay entre repetición y variación? ¿A partir de qué momento una imitación es original?
Dentro de la línea sin duda más feliz de la literatura universal, Sterne aportó algo nuevo al mundo de Cervantes y Diderot a su vez lo aportó al de Sterne, al que imitó, pero uno diría que para parodiarle; empleó para ello la ambigüedad del propio Sterne y lo hizo, claro está, de forma ambigua, lo que precisamente imposibilita saber si le imitaba o se reía. Y es que un ambiguo homenaje a la ambigüedad recorre esa también excepcional novela que es Jacques el fatalista.
Frente a las acusaciones de copia o de imitación insulsa, Diderot debió de experimentar un orgullo secreto, porque, en un mundo como el literario tan lleno de imitadores, él se sabía original. Porque no hay duda de que, inscrito en la franja más feliz de la historia de la novela, contribuyó a extender el lado más genial de ésta; un lado para el que Sterne y Diderot abrieron caminos de grandes posibilidades, que asombra ver que tan pocos han seguido. Pero las posibilidades están ahí. Y luego aún hay quien dice que el género está agotado.
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