Carilda Oliver
Esta memoria
que se cierne como los gorriones
en la rama más alta de mí misma,
este escuchar la noche
cuando hace sombra y el perfume
persiste en su influencia,
esas costumbres tuyas
en la casa,
húmeda del ensueño y la porfía.
La casa donde amabas tu inocencia
sigue guardando
esos primores de ceniza,
sigue con tu respiración flotando. A cuestas
trae los fantasmas pensativos:
está mi padre
rodando entre las cosas
(quería decirme: ¡hija,
al fin nos conocimos!...).
Y han vuelto algunos pétalos
que de un botón remoto habían caído.
Ha vuelto todo el tiempo
que borramos,
en este instante en que repito tu nombre
y sin embargo no es latido.
Telarañas me enseñan donde tengo
olvidada la nuca.
Está sin sábanas el lecho,
en un sillón florece el frío.
¿Cuál es el mago que te trae ahora
y te pone a bruñirme las ojeras,
cuál es el rico
que me da tu cuerpo?
Ya no es posible hallarte en remolinos,
la sorpresa sería
comerte con los ojos.
La casa,
la casa enorme con soledades y heliotropos,
lúgubre, vacía,
la casa centenaria sigue goteando
sobre mis heridas.
Arrancaré el azogue de todos sus espejos
buscándote.
Arrancaré las cenefas, los umbrales,
buscándote.
Arrancaré los muebles, los mosaicos,
el sol,
la selva que en el patio ha dado un solo paso,
mi insomnio de leona enternecida;
arrancaré el recuerdo
buscándote,
y he de encajar de nuevo en tus costillas.
Arrancaré los rincones de la casa,
la casa,
sí,
la casa donde nos pudrimos.
Ha de quedar algún pedazo tuyo entre raíces,
alguna vibración de tus entrañas,
algún cabello que cayó de pronto
y luego fue un hilo de agonía,
el dejo de tu voz entre las horas:
ha de quedar el giro de tu mano, al fin, llamando:
algo espantoso y bello.
Y yo sabré quién eres,
yo te reconoceré
de rodillas ante el grifo del agua,
yo te reconoceré
aunque sea por el gusto del fango;
y te daré por muerto entonces,
devastado este reino;
pero tranquila,
en orden,
porque tendré el consuelo
de imaginarte a salvo de los hombres.
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