Ignacio Sotelo
Hambrunas
IGNACIO SOTELO 06/09/2011
Pese a enormes progresos, seguimos siendo impotentes ante las catástrofes naturales, terremotos, tsunamis, explosiones volcánicas, inundaciones. Es cierto que con construcciones que resisten los terremotos, o canalizaciones que protegen de las inundaciones, el desarrollo tecnológico aminora los efectos dañinos, de modo que no faltan los que albergan la ilusión prometeica de que llegaremos a dominar la naturaleza.
La constancia de las hambrunas desde los comienzos de la agricultura, debidas en buena parte a catástrofes naturales -sequías, erosión del suelo, inundaciones y terremotos- ha llevado a integrarlas en este capítulo. Algo que, sin embargo, pone en cuestión el que en el último medio siglo el hambre generalizada, incluso como amenaza, haya desaparecido de los países más avanzados, al menos mientras no se derrumbe nuestra civilización.
El hambre se ha vencido en China o Brasil, países en rápido desarrollo; en cambio, en África las hambrunas se repiten con la misma periodicidad. En 1967 afectó a Biafra, causando un millón y medio de víctimas, que a lo largo de los setenta y ochenta reinciden en el Sahel. Todavía en 2005 producen estragos en Níger, Malí, Mauritania y Burkina Faso. En el llamado Cuerno de África, concretamente en Etiopía, en 1984 mueren de hambre casi un millón de personas; en 1992, 300.000 somalíes. La hambruna que hoy afecta a Somalia y al norte de Kenia, anunciada con suficiente antelación, a nadie pudo pillar de sorpresa.
¿Cuál ha sido la reacción del mundo occidental? Consternación ante imágenes impactantes, sin que a muchos les entre en la cabeza que a comienzos del siglo XXI mueran de hambre millones de personas, en primer lugar niños y ancianos, pero aun así, solo se movilizan organizaciones no gubernamentales, una buena parte inspiradas por instituciones religiosas. Ahora bien, al depender casi todas económicamente de los Estados, apenas aumentan las módicas cantidades que éstos están dispuestos a donar.
Hasta ahora la respuesta de Occidente ha sido apelar a la caridad, atribuyendo las hambrunas tanto a catástrofes naturales, sequías, inundaciones, que nada se podría hacer por evitarlas, como a los mismos pueblos que las sufren, que en guerras civiles permanentes gastan en armas los pocos recursos de que disponen. Aunque no se pregunten qué medidas habría que tomar para evitar que se repitan, intentar al menos salvar de una muerte inmediata al mayor número posible es mejor que mirar para otro lado, que es el comportamiento más extendido. Llegando incluso algunos a indignarse, se ha dado el caso de que en tiempo de penuria el Estado reparta unas migajas entre los hambrientos, o alcanzar el colmo del cinismo al afirmar, lo he oído en Alemania, que las fotografías que los medios difunden, más que de hambrientos, son de sidosos que reciben el castigo merecido.
La cuestión clave es indagar a fondo las causas de las hambrunas. Cierto que las catástrofes naturales, como la sequía (desde 1980 se han contabilizado 42 grandes sequías en el Cuerno de África), desempeñan un papel a veces desencadenante, y que el cambio climático puede ser un factor con el que hay que contar, pero todo esto no basta para explicar que las hambrunas se sucedan en las mismas regiones.
A nadie se le oculta que factores socioeconómicos y políticos juegan un papel esencial. Somalia no solo es un Estado fallido, es que no existe como tal, partido por lo menos en tres, con un Gobierno que no controla siquiera la capital. Preguntarse por las causas de este proceso de disolución nos llevaría muy lejos, pero sin duda, además de las responsabilidades propias, habría que señalar las externas, como la invasión de Etiopía, que inspira y apoya Estados Unidos a finales de 2005.
Desde los años setenta la producción agrícola se ha multiplicado por tres, mientras que la población se ha duplicado y, desde luego, estamos en condiciones de que vaya aumentando según crezca la demanda, es decir, aquellos que puedan pagar los precios que establezca el mercado. Los alimentos han dejado de ser un bien imprescindible para vivir, para convertirse en una materia prima que se cotiza en un mercado global, de la que con la subida de sus precios se obtienen beneficios importantes en las bolsas de futuros de Londres, París o Francfort.
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