Elvira Lindo
Razones para matar
ELVIRA LINDO 11/09/2011
Para mí, el 11 de septiembre ocurrió en octubre, porque tengo que confesar que a mi mente le costó interpretar lo que mis ojos vieron aquella primera mañana o todas las siguientes de aquel mes, cuando bajábamos hasta la calle Houston, donde la policía instaló la primera barrera para impedir la entrada a todo aquel que no anduviera en labores de rescate. Como el periódico no espera, ni esperan en las tertulias radiofónicas, me vi de inmediato escribiendo crónicas o interviniendo en la radio. Aquel mes que habíamos planeado como unas vacaciones familiares se convirtió en un periodo de intenso trabajo. No me hago responsable ahora de lo que opiné entonces y no porque lo hiciera frívolamente sino porque no entendía nada, aquello era demasiado grande para mí. Tal vez para todos, pero siempre me da la impresión, cuando leo columnas o escucho a contertulios, que los demás tienen o fingen una seguridad que a mí me falta. Hay algo que compensa mi lentitud en formarme una opinión: prefiero expresar algo simple a decir tonterías solemnes de las que luego puedo arrepentirme. Hay mucho idiota que aparenta un gran aplomo. Y a menudo cuela. Al hilo del 11-S se empezaron a decir mamarrachadas a las pocas horas de caerse la segunda torre: el tiempo que tarda un contertulio en ponerse el mono de trabajo y salir para el medio correspondiente. Yo también participé en algunas tertulias. Se preguntarán ustedes que por qué, dado que he confesado que soy lenta y a menudo presento dificultades para interpretar los hechos. Pues porque mi personalidad todavía alberga (y creo que ya no tiene remedio) el espíritu de la joven plumilla que ha de escribir sobre lo que se le mande. Con los cuerpos de las víctimas aún calientes (y no hablo en sentido figurado) recuerdo haber escuchado por el teléfono que me unía a una tertulia radiofónica en Madrid a una opinadora (creo que era mujer) preguntarse cuánto no habrían sufrido esos terroristas en su vida, cuánta postergación no habrían padecido, para haber planeado y perpetrado un acto tan brutal. Es una pena que no existan calabozos destinados a que un contertulio pueda reflexionar en soledad cada vez que de su boca sale una tontería muy grande porque creo que dichos centros de rehabilitación harían un gran servicio a la sociedad española. Eso de pensar que hay que interpretar el crimen del terrorista es un clásico en su género; siempre hay un gran analista que se presta a explicarnos por qué la sociedad (ustedes, las víctimas y yo) es en el fondo culpable de que existan desalmados. Es un razonamiento aparentemente humano que enmascara una crueldad que cuando se detecta, como la detecté yo, provoca escalofríos. Preferiría que el tertuliano tuviera coraje y se atreviera a decir: "¡Comprendámoslos, tienen sus razones para matar!". Recuerdo también haber escuchado muchas veces la célebre sandez de que Nueva York se merecía menos un atentado terrorista que, por ejemplo, Oklahoma City, dado que, como todos sabemos, Nueva York es menos americana que el resto de América, es un crisol de razas y culturas, es la capital del mundo y merece todas nuestras simpatías; lo cual venía a ser como cuando el inefable Garitano insinuó que un atentado en Cataluña es más atentado que en el resto de España. Otro clásico del género de terror. Nueva York es una excepción americana, pero no por ello deja de ser americana, y eso de hacer distinciones entre las víctimas... De nuevo, la crueldad enmascarada. Ah, queridos amigos, también hubo quien comparó la dignidad de los madrileños ante la desgracia del 11 de marzo con la cobardía de los neoyorquinos que pusieron los pies en polvorosa escapando de Manhattan por los puentes. En fin, el sectarismo ideológico provoca grandes lagunas mentales: esas personas cubiertas de polvo que avanzaban por el puente de Brooklyn no huían, estaban volviendo a su barrio de la única forma que podían, a pie. Y si hubieran huido, qué. Huir es, en ocasiones, lo único sensato que uno puede hacer. Muchos han muerto a lo largo de la historia por quedarse a mirar. Sí, tuve que hablar entonces. Por sentido del deber. No creo que dijera nada para recordar: que el estupor se reflejaba en las caras, que había una necesidad de expresar cercanía en la calle, que hubo un masivo alistamiento de voluntarios en la zona cero (lo cual no es extraño en Nueva York), que los restaurantes de Tribeca daban de comer gratis a los que trabajaban en los escombros, que los perros al no conseguir rescatar cuerpos vivos se deprimían, que las sirenas sonaban día y noche, que Manhattan se quedó vacío, vacíos los museos, los restaurantes, las calles, y que Guiliani pronunció un célebre discurso en el que animaba a los turistas a visitar la ciudad, a los neoyorquinos a salir, a comprar, a participar en la revitalización de la isla. Bush, por su parte, dijo aquello de: "Ayer vivía en un país con problemas normales, desde hoy vivo en un país en guerra". Y tristemente un buen amigo suyo consiguió involucrarnos a nosotros también. Todo eso es público. En cuanto a lo privado: fue en octubre cuando comencé a sentir pánico y, si me hubiera atrevido a ser cobarde, habría salido corriendo por uno de los puentes. El de George Washington, que es el que me pilla más cerca.
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