Luz Gómez García
Seis meses para cambiar el mundo
LUZ GÓMEZ 03/08/2011
Seis meses para cambiar el mundo. O al menos nuestro mundo: el Mediterráneo. O arriesgando en la terminología, el euroárabe: por la geografía, por los flujos migratorios, por el sustrato cultural. Seis meses de revueltas árabes que no han sido monolíticos. Han fluctuado el alcance de los cambios, la implicación popular, la localización y el fervor mediático. Pero, tal y como los árabes mismos proclaman sin cesar, ya nada será igual: ni en el mundo árabe ni en Occidente. Y en Occidente la gran sorpresa ha sido España. El 15-M, en el que los árabes quieren ver, orgullosos, una réplica de Túnez y Tahrir, no busca acabar con ningún tirano, pero sí con algunas tiranías: la de los mercados financieros, la de los partidos sin democracia, la omnipresente del productivismo patriarcal. Por ello, y pese a lo que diferencia a ambos procesos, lo ocurrido en el mundo árabe y en España dibuja un nuevo paradigma, perfectamente alcanzable. Solo hace falta una cosa, la más difícil de todas: querer cambiar las cosas.
Enero-febrero. Con la caída de Ben Ali, se puso de manifiesto la capacidad de la sociedad tunecina para gestionar un espacio público propio y reinventarse a sí misma. En menos de cuatro semanas, la suerte del mundo árabe estaba echada. Aunque la fuerza simbólica de las plazas mayores (Tahrir o La Perla) acaparó las miradas, en las revueltas árabes la ramificación callejera ha sido fundamental: las pequeñas ciudades y la periferia fueron las que encendieron la llama en Túnez y la hicieron imparable en Egipto, donde hace 4.000 años se inventó el centralismo administrativo. Nada más contrario a las pirámides que las redes, la nueva expresión de la revolución. Sin centro y sin márgenes, las identidades se difuminan, reducen su pugnacidad, y la tríada maldita de la sociedad árabe (clase, sexo, religión) recula en el nuevo espacio público.
Como se vio en Egipto, la revolución no es un mero horizonte, es una estrategia realista, hasta triunfante. Puede con Mubarak, con la Embajada estadounidense y con los Hermanos Musulmanes. Cuando la hermandad fundada por Hasan al Banna en 1928 se decide a salir a la calle, ya no hay hueco para sus recetas reformistas y su umma de cortar y pegar, retrógrada en lo social y componendista en lo político. Esta vez es el pueblo, no la umma, el arquitecto del futuro.
Marzo. Por fin un respiro, piensa la vieja realpolitik occidental: la primavera árabe se atasca en Libia. Sí y no. Con Libia hemos llegado a la creación de un problema complejo, útil para cuestionar silenciosamente el despertar árabe: el sueño puede acabar en guerra civil, por lo tanto tal vez no es del todo bueno. Sin la intervención militar occidental, Bengasi habría sido arrasada por Gadafi. Pero como la intervención ha sido oscura y poco eficiente para garantizar el triunfo total de los rebeldes, la causa rebelde queda enturbiada y sometida al discurso habitual, previo: el de las potencias mundiales que se posicionan a favor o en contra de un tirano. Los rebeldes quedan reducidos a un papel secundario, molesto. ¿Deberían haberlo hecho?
Parece que los árabes solo deban hacerlo cuando dominen maravillosamente lo icónico, como en Tahrir, haciéndose con una plaza y con el apoyo de Al Yazira. Pero el mundo árabe sigue sus procesos, como los seguía cuando estaba inmerso en el islamismo. La gente ha abierto la puerta y está decidida. La prueba es Siria: aunque el mundo haga poco o nada, los sirios siguen en pie contra el tirano.
Avanzan las revueltas y se impone la sensación de que el cambio árabe es demasiado fatigoso para un Occidente políticamente exhausto, que no ha podido explicar a sus ciudadanos por qué sus élites financieras, para las que se nos pidió confianza, han robado impunemente a los ciudadanos: un Obama moralmente preso de Guantánamo y asfixiado en casa; un Sarkozy que es una parodia de De Gaulle y de Le Pen al mismo tiempo; un Cameron y una Merkel tan poco europeístas que ni se entienden entre ellos; y un Zapatero que ha fallado a los jóvenes a los que prometió no fallar. ¿Quiénes levantan la cabeza airosos en el último decenio? Erdogan, Lula, los periféricos, los que de entrada asumieron su desconfianza en el sistema.
Abril. Fatah y Hamás cierran filas, en vano. Si el mundo árabe se levanta, Palestina se levantará: contra sus gobernantes y contra la ocupación. El millón y medio de habitantes de Gaza y los dos y medio de Cisjordania podrían marchar hacia Israel, cada día la posibilidad se acerca más y se llama septiembre. Los palestinos harán su revolución una vez más: por ellos y por el mundo árabe. ¿Será con éxito? Será para fracasar mejor, como decía Beckett. Israel e Irán, los grandes enemigos del mundo árabe, habrán de recomponerse los ropajes. ¿Una Siria libre? Terror para ambos. ¿Una Palestina libre? Terror para ambos. ¿Un Egipto libre? Terror para ambos. ¿Una Arabia Saudí libre? Terror para ambos. La libertad del mundo árabe es el terror de Irán e Israel. ¿Y qué será de la hegemonía americana en la región si se hunde el viejo paradigma maniqueo que enfrenta a Irán (el demonio, lo distinto) con Israel (el hermano, el semejante)?
Mayo-junio. Mucho se ha hablado de las posibles semejanzas entre las revueltas árabes y el 15-M español. Que en el plano icónico las hay, es evidente. Y lo icónico importa. Pero lo cierto es que más allá del cultivo de la horizontalidad y de la cultura de la red en Túnez-Tahrir y Sol, las semejanzas no son muchas: en el mundo árabe se llora por una democracia no muy desemejante a la de aquí, mientras que aquí se la juzga caduca. Aquí lo que en el fondo se reclama es un nuevo pacto social. La democracia española que reposa sobre los Pactos de la Moncloa ha llegado a su fin, si es que no lo había hecho hace tiempo. A muchos efectos la Transición solo ha acabado de acabar ahora, con la contestación del 15-M, que supone la aparición de nuevos actores políticos, marginales de momento, pero nuevos, apartidistas aunque no apartidarios.
Hay que refundar la esfera pública española. Nuestra Constitución, la relación del Estado con la Iglesia y hasta el modelo de Estado posiblemente no nos sirven ya. Pero lo importante, lo que indica un cambio de paradigma a una escala mayor, es que la sensación es semejante en otros países sin nuestras condiciones intrínsecas. Hay una crítica a la democracia formal europea como modelo de resultados seudodemocráticos.
Es cierto que la mayoría de la población acepta las condiciones de su relación con esta democracia que no tiene otro rostro que el del capitalismo liberal. Pero eso no invalida la crítica regeneradora, la solicitud de un cambio radical en el sistema de las mediaciones, en el que mediador y poder han quedado asimilados en el sentir de sectores sociales que han decidido reprobarlos.
Coda. Cualquier cambio político de alcance no solo tiene todas las de perder, sino que es azaroso, titubeante. Sin embargo a las revueltas árabes o al 15-M se les exige acierto a la primera, perfección y otras cualidades poco frecuentes cuando se hace historia. En ambos acontecimientos, tomados por separado y conjuntamente, lo que importa es su fe en la perfectibilidad política: en el mundo árabe, estamos ante un rugido en favor de la democracia; en el 15-M, ante una propuesta regeneradora y transformadora, que le pide realidad a la democracia, porque al ciudadano le sobra realidad y le falta democracia, esto es, poder político. Pero el estado de cosas ¡desea ver caer al 15-M! Digámoslo todo: y a las revoluciones árabes, que no se pueden juntar con el movimiento español, pero que han coincidido en un tiempo único, cargado de futuro.
Luz Gómez García es profesora de estudios árabes e islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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