Joaquín Pérez Azaústre
Mirar el frío
Joaquín Pérez Azaústre
28.09.2011
Mirar el frío cortante, su limpia desnudez. Francisco Onieva ha escrito un libro de relatos titulado Los que miran el frío, que ya es una intención fina del estilista dedicado a narrar el tierno desamparo, pero también su revés áspero, roído, capaz de rasurar la piel más seca y dejarla encarnecida a la intemperie. Pero, ¿qué es, exactamente, mirar el frío, cómo se configura esa contemplación de una temperatura? Si el termómetro es emocional -pero esa emoción plena, purísima, que a duras penas puede traducirse en palabras, que se vive por dentro y se aglutina como una digestión interminable, la de un dolor infinito-, mirar el frío sería asomarse a la desolación perfecta, la que ha dejado atrás cualquier atisbo escueto de esperanza.
Esto podría ser mirar el frío. Sin embargo, siguiendo cierta norma de Gabriel García Márquez -que cada novela debe estar contenida en su primera página-, y cambiándola ligeramente -porque esto es un libro de relatos y no una novela; y, además, quizá es el primer párrafo el que deba nombrar, por presencia o por omisión, el resto de la historia-, leemos al comienzo de Los que miran el frío: "Tal vez nada sucedió como lo recuerdo y la imaginación haya difuminado mi memoria a fuerza de escuchar una historia contada siempre por los otros, que me han obligado a recorrer mi vida como se recorre un paisaje en una fotografía velada, reinventándola con la yema de los dedos". Algo se podría ya decir, una impresión que se va desgranando a lo largo de nueve relatos, desde Las reglas del juego hasta el que da título al libro: una manera morosa, pero también porosa, de narrar, donde la vista es tacto y se convierte en una cualidad de la memoria. Hay una calma exacta en esta prosa, una especie de lenta contención que puede provenir de la doble naturaleza de narrador/poeta de Francisco Onieva -autor de poemarios como Los lugares públicos y Perímetro de la tarde-; así, en contra del tópico del poeta que se derrama en la narración, aquí nos encontramos con el extremo opuesto: el poeta con rigor de relojero suizo, que le aplica a la prosa la cadencia y también esa calidad de párrafo, pero con un pulso interior que se decanta por la sugerencia más sutil.
En Los que miran el frío, el lector encontrará personajes reales -como Miguel Hernández y Pedro Garfias--y otros no tanto; o quizá sí, en esta geografía literaria descubierta en el norte de la provincia de Córdoba, Retamal, donde el dolor se alía con la supervivencia tras la línea del frente hacia 1939. (...)
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