Liberalismo y esclavitud, simultáneos y consustanciales
Pedro Costa Morata*
No se debe dejar que pase la oportunidad de “ampliar” en lo político, lo histórico y lo racial el escándalo de la vigilancia electrónica de Estados Unidos y sus aliados al resto del mundo, aprovechando para ello la referencia, ciertamente significativa, del papel de esos cuatro Estados-comparsa de Estados Unidos –Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda–, que aparecen en el affaire del espionaje sindicado, cuyo más profundo nexo de unión con el primero viene a estar constituido por el carácter anglosajón de sus élites histórico-políticas, un elemento racial; y por haber protagonizado, desde el siglo XVII, intensos procesos de desarrollo socioeconómico racista y genocida.
Esta entente anglosajona se constituyó tras la “Segunda Guerra de los 30 años” (1914-45), con dos grandes conflictos en los que fuerzas militares de esos cinco países participaron conjuntamente, reconstituyendo un liberalismo reorganizado y triunfante que no dejaba de lado la base étnica; esa cohesión íntima político-estratégica se basaba en definitiva en un pacto tácito de sangre, añadiendo a la similar experiencia histórica la profesión antisoviética de sus gobiernos. La llamada Comunidad UKSA, integrada por el Reino Unido y los Estados Unidos, pronto se amplió con los otros tres aliados de toda confianza para, a través de la Red Echelon y desde 1977, extender el espionaje al mundo entero al servicio de la Nacional Security Agency (NSA).
Recordemos, aunque no se suela aludir a ello pese a su fuerza histórica, que ninguna potencia occidental de las conocidas desde el siglo XVI lo habría sido sin imperio colonial, lo que exigió tres procesos claramente registrados, que han resultado necesarios: la aniquilación de poblaciones autóctonas, el trabajo esclavo y el saqueo de recursos naturales. En esa constante histórica Portugal y España encabezan la serie, que continúan y “superan” Holanda, Inglaterra y Francia, con el ejemplo especialísimo de Estados Unidos, que cumple rigurosamente esos tres rasgos y añade una nota singular, como es que el espacio inicialmente invadido y expoliado deja de ser colonia para convertirse en Estado imperial, aunque su esencia sigue ligada al mantenimiento del proceso de esas tres exacciones, digamos, básicas.
En los casos histórico-políticos más brutales esos procesos han tenido lugar en el marco ideológico del primer liberalismo, de corte evidentemente anglosajón: Holanda, Gran Bretaña y Estados Unidos han vivido sus “revoluciones liberales” de los siglos XVII-XVIII al tiempo que se lanzaban a la conquista de territorios coloniales a los que saqueaban con guerras continuas de exterminio previo y necesario de las poblaciones indígenas. Protagonizaba esta expansión, de pingües beneficios económico-comerciales, una clase social más aristocrática que burguesa aupada al poder político mediante movimientos que todavía son calificados de “revolucionarios” porque competían con el absolutismo al uso en el reparto del poder o con un gobierno metropolitano que la oprimía. Era una minoría que ya estaba apegada a prácticas claramente capitalistas y que se expresaba con un acentuado sentimiento de raza predominante y elegida por Dios; todo lo completaba el oportuno respaldo de teorías y tratados políticos de muy preciados intelectuales.
John Locke, primera referencia intelectual del liberalismo anglosajón, tiene muy claras sus ideas sobre la importancia de la esclavitud, irrenunciable para los colonos británicos en América del Norte (para los que redactó la Constitución de Virginia, de fundamento racista y aristocrático) y para él mismo, ya que estaba asociado a la Royal African Company, que comerciaba con esclavos. Sus ideas liberales, recogidas en sesudos tratados políticos, y sus cantos a la libertad y a la resistencia frente el monarca absoluto tenían como alcance, desde luego, a una muy escueta parte de la humanidad, que ni incluía a los irlandeses –los esclavos directos de una Gran Bretaña cuyas élites no vacilarían en afear a los colonos norteamericanos levantiscos su apego a la esclavitud– ni a los niños (pobres), para los que pedía –él, Locke, padre del liberalismo europeo y referente de la Revolución Gloriosa de 1688– que se les obligase a trabajar desde los tres años. Marx, por su parte, nunca se dejó engañar, y consideró al periodo “revolucionario” inglés de 1640-89 como un “golpe de Estado parlamentario” que consagró el carácter aristocrático y conservador de las instituciones democráticas, el expolio de los campesinos (al privatizar los bienes comunales, que fueron entregados a los grandes propietarios) y la dictadura sobre los irlandeses; y supo muy bien vincular el íntimo sentimiento racista con la construcción de una clase social de dominio y explotación.
La llamada Revolución americana, que llevó a la independencia a las colonias británicas de Norteamérica –que la historia liberal alinea en tercer lugar junto a las revoluciones liberales holandesa (que siguió al fin de las guerras con España) y la inglesa de la segunda mitad del siglo XVII– fue protagonizada y usufructuada por una casta de propietarios agrarios cuya base económica era el trabajo esclavo, y en cuyas manos quedó el poder durante decenios: de los siete primeros presidentes de Estados Unidos (1789-1848) cuatro pertenecen al “clan virginiano” y cinco son propietarios de esclavos, destacando especialmente Washington y Jefferson.
Esta descripción, que impide, radicalmente, vincular el liberalismo fundacional teórico, político y económico con la libertad y la democracia (salvo si reducimos la realidad social a la “Comunidad de los señores”, o de los “Pueblos libres”, que es el ámbito de referencia de esos grupos de poder privilegiados sin dudar en atribuirse en exclusiva el concepto de “pueblo”) resume el análisis histórico-político que Domenico Losurdo, profesor de la Universidad de Urbino, realiza en su reciente Contrahistoria del liberalismo, desenmascarando esas tres primeras revoluciones “constitutivas” del liberalismo anglosajón. Losurdo pone de relieve sobre todo el esclavismo estructural e irrenunciable de, prácticamente, todos sus líderes y teóricos, la reducida dimensión del grupo de poder y la inmensidad numérica de los excluidos, así como la visión racista sobre ese enorme resto; con la oportuna construcción ideológica que justificaba esas pavorosas contradicciones.
Con la actual crisis, generada por un liberalismo siempre redivivo, se hace necesario desmitificar la pretendida identificación entre liberalismo y libertad, democracia o futuro, ya sea en lo político, ya en lo económico; y explicar así la implacable presión político-económica sobre lo laboral, que encadena reforma tras reforma para empobrecer y debilitar a la gran mayoría, como punta de lanza de la ofensiva que pretende “recuperar” en lo posible los patrones de relación poderoso-desfavorecido del liberalismo histórico. Emerge, pues, la “tradición esclavista” del liberalismo primigenio, que las potencias capitalistas transformaron, a lo largo del siglo XIX, en la opresión y miseria de las fábricas. Ahora busca reconstituirse en un mundo desarrollado pero en crisis, crédulo en ventajas y logros que, a la hora de la verdad, se diluyen ante la eficacia de un discurso “realista” (Estado de bienestar imposible, finanzas públicas insostenibles, promoción sólo para los mejores…) que perfila, sin disimulos, un futuro cada vez más parecido al pasado.
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