Antonio Muñoz Molina
Después del final
Exigimos a la realidad desenlaces tajantes, de apoteosis, más propios del ámbito de la ficción
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 26 OCT 2013
El pasado histórico vuelve en oleadas. Hasta hace no muchos años las historias de la II Guerra Mundial seguían casi siempre un hilo narrativo o un crescendo que culminaba en un final tajante, de apoteosis o de apocalipsis: la liberación de Europa, la bomba atómica sobre Hiroshima, los soldados aliados o soviéticos llegando a los campos de exterminio, los últimos días y las últimas horas de Hitler en el búnker de la Cancillería. Son materiales poderosos, golpes orquestales que satisfacen la congénita necesidad humana de que cada historia tenga un final, y que sea además un final equiparable al proceso de lo que condujo hacia él. A pesar de la advertencia aleccionadora de T. S. Eliot, queremos que si el mundo termina termine con una explosión, no con un quejido. Como el que lanza una piedra y la mira alejarse y espera su caída, queremos que nuestras historias sucedan con una claridad parabólica. Queremos que los misterios tengan solución, que los crímenes parezcan indescifrables pero que se resuelvan, que las películas acaben en un desenlace, y lo queremos desde niños, desde que nos atrapa por primera vez el hilo más o menos complicado que transcurre entre el érase una vez y el colorín colorado, este cuento se ha acabado. Lo queremos en la ficción, pero también se lo exigimos a la realidad. Pero como en la realidad no hay finales, o son finales poco claros, y están mezclados con desviaciones y principios, como un metal suele estar mezclado con impurezas, nosotros proveemos una conclusión por el expediente simple y efectivo de perder interés, o de negarnos simplemente a saber más, o a seguir preguntando. Nos apasiona el relato del cautivo, pero sólo hasta el momento en que sale de la prisión o del campo. Después de las imágenes de una ciudad inundada por las multitudes que aclaman al ejército liberador lo más adecuado es el cierre en negro y la palabra FIN. Como máximo, podemos seguir interesándonos por esas escenas en sombrío blanco y negro del proceso de Núremberg.
Quizás el giro narrativo empezó con la formidable Postguerra de Tony Judt, a quien por cierto, y dado el camino por el que ha ido el mundo en los pocos años pasados desde su muerte, se echa más de menos cada día. Pero Postguerra tiene el inconveniente —narrativo, no histórico— de que su extensión y el período tan largo que abarca diluyen en la lectura el efecto dramático de los tiempos inmediatamente posteriores a la llegada nominal de la paz. En un libro de más de mil páginas que se prolonga hasta la guerra de Irak los primeros capítulos por fuerza se debilitaban en el recuerdo. O era quizás que uno mismo, como lector, todavía no era capaz de enfocar su atención plena en lo que sucede después del punto final que su imaginación da por definitivo. De que después de la derrota del nazismo siguieron ocurriendo en Europa cosas atroces yo no empecé a ser consciente hasta que no leí, el año pasado, Continente salvaje, de Keith Lowe, que abarca los años más duros y todavía sanguinarios de la posguerra. Descubrir barbaridades que no conocía no fue más inquietante que comprobar la eficacia de mis prejuicios: si no había aprendido más sobre la historia europea posterior a 1945 había sido por pura desgana narrativa.
Por fortuna la oleada continúa, y ahora acaba de publicarse en inglésYear Zero, de Ian Buruma, que se ciñe a la historia de los siete meses de 1945 que transcurren desde la rendición de Alemania. Ian Buruma es más un excelente ensayista literario y político que un historiador. Eso no le hace ser menos riguroso, pero le permite usar con mucho talento una vinculación personal con ese tiempo que él no conoció: al final de la guerra, uno de los millones de desplazados que se movían como espectros entre las ruinas de Europa era su padre, un muchacho holandés de veinte años que había sido llevado a Alemania como trabajador forzoso y recordó toda su vida y le contó a su hijo el terror de los bombardeos aliados sobre Berlín, el silencio increíble que cayó sobre la ciudad arrasada después de la rendición.
El libro de Buruma está lleno de detalles espantosos, algunos conocidos y otros sorprendentes, con la extrañeza que hay siempre en los hechos históricos cuando están vistos a través de los ojos de las personas comunes que los sufrieron. Pero hay un final, que es esperanzador, porque apunta a la Europa reconciliada, igualadora y próspera que empezaría a surgir, contra todas las previsiones, al cabo de unos pocos años.
Es mucho más lúgubre el libro que estoy leyendo ahora, y que también trata de lo que sucede después del preceptivo final, en este caso después de la guerra en tres de los países de Europa central que fueron liberados por el Ejército Rojo, para sucumbir enseguida al principio de otras tiranías: Iron Curtain, de Anne Applebaum, una prodigiosa historiadora y narradora de la que se publicó no hace mucho en España su obra mayor, Gulag. Por ensimismamiento en lo nuestro, por desinterés, o por otras razones de hostilidad política en las que prefiero no pensar, este tipo de libros no tiene mucha resonancia pública entre nosotros. Extrañamente, todavía parece que no es de buen tono entre personas progresistas reconocer la escala inmensa de la represión y los crímenes cometidos por las dictaduras comunistas, como si eso equivaliera a justificar la represión y los crímenes cometidos por las dictaduras anticomunistas, casi siempre con el apoyo implícito o explícito de países occidentales.
Gulag es una enciclopedia de la infamia tan agobiante que yo más de una vez me rendí y tuve que interrumpir la lectura. Iron Curtain tampoco puede ser leída sin tomar respiros, aunque las ganas de saber más no le permitan a uno alejarse mucho tiempo del libro. En Polonia, en Hungría, en la parte oriental de Alemania, al mismo tiempo que los soldados del Ejército Rojo llegaron los eficaces funcionarios de la policía secreta, los hombres de la NKVD que adoctrinaron a los dirigentes comunistas de cada país para apoderarse cuanto antes del poder, eliminar toda disidencia y establecer un sistema político y económico copiado del comunismo soviético. La fiesta de la liberación se acabó incluso antes de que hubiera comenzado. Los mismos campos que habían construido y regentado los nazis sirvieron ahora para encerrar a los nuevos proscritos, muchos de los cuales habían sido luchadores antifascistas. En la conferencia de Yalta Stalin movió hacia la izquierda una cerilla sobre un mapa del centro de Europa, con la aquiescencia distraída de Churchill y Roosevelt, y ese gesto mínimo significó el cautiverio de millones de polacos. En cada país la toma del poder seguía pasos muy medidos: control de la radio, del Ministerio del Interior y de la policía secreta, eliminación inmediata de organizaciones cívicas, por inocuas que parecieran, incluso los Boy Scouts. Después del túnel no vino ninguna luz, sino otro túnel. Ya va siendo hora de que también nosotros nos decidamos a aprender algo sobre esa zona de sombra que cubrió tantos años la mitad de Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario