GIANFRANCO TRIPODO. ("El país")
La escuela, en el laberinto tecnológico
La revolución del aprendizaje que dibujaba Isaac Asimov se queda pequeña. Las nuevas tecnologías ofrecen herramientas, una gran oportunidad para los malos estudiantes y un reto para profesores y padres. Cada alumno aprende a su ritmo y en el lugar que quiera.
J. A. AUNIÓN 27 NOV 2013
El profesor Jordi Adell va abriendo puertas con su tarjeta electrónica. Sale del edificio del Centro de Educación y Nuevas Tecnologías, que dirige, y enseña al visitante un viernes de octubre el campus de la Jaume I de Castellón, una universidad pequeña que nació en 1991 ya con una fuerte vocación tecnológica. Entre los edificios, de camino hacia la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Adell habla de una cierta “sobredosis de innovación tecnológica”, de los peligros de las modas, pero también de increíbles avances. En su centro los estudian, los prueban, producen conocimiento, forman a profesores y también los ponen en marcha en su propia universidad.
Ya en una clase, Adell pasa la tarjeta electrónica por un sensor colocado en un lateral de la mesa del profesor y acto seguido se encienden las luces del aula, el proyector y el ordenador. En el centro de la mesa se abre un compartimento en el que está el teclado y un pequeño micrófono que puede colgarse alrededor del cuello. “Por ejemplo, un profesor de matemáticas, Pablo Gregori, va dibujando las explicaciones en la pantalla táctil, estas se ven en la pantalla de la clase y luego, grabadas junto con su imagen y voz, las cuelga en el aula virtual. Los alumnos lo consultan muchísimo cuando se acercan los exámenes”.
Cuando el escritor Isaac Asimov hablaba en la televisión en 1988 sobre la revolución educativa que significaría que todo el mundo estuviera conectado en su casa, desde sus ordenadores personales, a unas bibliotecas infinitas, el entrevistador parecía perplejo al intentar vislumbrar lo que hoy es una realidad cotidiana. Algo parecido nos puede ocurrir ahora al intentar asomarnos a lo que las tecnologías acabarán haciendo con el mundo de la educación en 10, 20, 30 años…
El ‘e-learning’ mueve más de 66.400 millones de euros al año. “Si no nos andamos con cuidado, las empresas tecnológicas dictarán la pedagogía”, dice un profesor
Los expertos se asoman a futuros de enseñanza personalizada, donde cada alumno aprende a su ritmo, en cualquier parte, en vez de tener que adaptarse a la media de una clase; donde sus necesidades pasan a ser el centro y el profesor acompaña el aprendizaje, a veces individual, a veces en colaboración con el resto; con una tecnología casi invisible, sin cables; donde las posibilidades de formación y de acceso al conocimiento se multiplican, se democratizan y pueden llegar hasta los rincones más desfavorecidos gracias a revoluciones como los cursos abiertos masivos en línea (MOOC, sus siglas en inglés).
También ven peligros, claro, y Adell menciona la presión de una industria emergente para extender este o aquel avance y habla del “lado oscuro de las tecnologías educativas”, de aquellas dirigidas al control de alumnos y profesores. “Si no nos andamos con cuidado, quien dictará la pedagogía serán las empresas de tecnología y las editoriales”, asegura.
Los aparatos y las aplicaciones se multiplican a velocidad de vértigo, de la mano de la investigación y de ese floreciente negocio: la industria del e-learning (contenidos, plataformas, portales de aprendizaje) movió en 2012 más de 66.400 millones de euros en todo el mundo, y la expectativa de crecimiento es del 23% hasta 2017, según un estudio del pasado enero del banco de inversión IBIS Capital. Hay todo tipo de iniciativas, y organismos internacionales e instituciones lanzan programas, aunque a veces van y vienen a merced del interés político y los presupuestos. La Comisión Europea presentó el pasado septiembre la iniciativa Opening Up Education, que usará parte de los presupuestos europeos para educación y los fondos estructurales para garantizar equipamientos, creación de contenidos abiertos o formación de profesores.
Cada vez resulta más evidente que al modelo tradicional de educación se le están saltando las costuras, que las formas de enseñar y aprender ya no caben en planteamientos cerrados en el espacio (las aulas), en el tiempo (tantos cursos, igual a tal título) y en los objetivos (un papel que asegura que su portador sabe lo básico para desenvolverse en la vida, otro que dice que eres un experto en economía…). Pero las décadas pasan –hace ya 25 años de aquella entrevista de Asimov– y los avances para muchos son frustrantes o muy insuficientes.
“Si estás buscando una escuela en la que se hayan implantado las tecnologías y haya sido un completo éxito, me temo que lo vas a tener muy difícil”, responde Fernando Trujillo, profesor de la Universidad de Granada experto en la introducción de las tecnología de información y la comunicación (TIC) en las aulas. “Los cambios en educación son lentos, y me temo que con los ordenadores le hemos pedido a la escuela que haga magia. Pero hay miles de profesores haciendo cosas increíbles, con proyectos de realidad aumentada [combinación de imágenes de elementos reales y virtuales], de robótica, de transmedia [poemarios colectivos grabados entre varios centros como el de Poesía eres tú]…”. Destaca iniciativas de docentes, a veces sin apoyo institucional, como EABE en Andalucía, Aulablog en Madrid, Novadors en Valencia o Espiral en Cataluña, y habla de centros que lo están haciendo muy bien en contextos muy difíciles, como el instituto público Antonio Domínguez Ortiz, de Sevilla.
Patricia Giménez es la directora de este centro. En el barrio se ha corrido la voz de que el PCPI de Informática está muy bien y las solicitudes se han multiplicado con el curso ya en marcha. Un PCPI es un programa alternativo a la ESO para chavales con muy pocas posibilidades de sacarse el título obligatorio y en él siguen avanzando en lengua o matemáticas mientras aprenden lo básico de un oficio; en este caso, de auxiliar de informática. El barrio es el Polígono Sur de Sevilla, conocido popularmente como las Tres Mil Viviendas, una zona muy humilde, especialmente castigada por la pobreza, las desigualdades y la droga.
En el PCPI se han embarcado este curso en un proyecto con el que los alumnos crearán su propia microempresa de mantenimiento de ordenadores; ya han empezado a reciclar piezas viejas para construirlos y repararlos. La iniciativa, Joven Empresa Europea, gira en torno a la web; de ella tendrán que sacar las bases, las instrucciones, mandar las solicitudes, colgar los avances…
A pesar de las dificultades –una conexión a Internet muchas veces extremadamente lenta, algunos ordenadores portátiles que se entregan a los chavales y jamás vuelven a pasar por las aulas–, en el instituto están muy volcados con las tecnologías. Han repartido entre los cursos y las asignaturas lo que deberían aprender los alumnos para adquirir eso que en la Unión Europea han llamado la competencia digital. Por ejemplo, en primero de la ESO tienen que “mejorar el uso responsable de las redes sociales” o “familiarizarse con las herramientas de Office” como el Excel o el Word; en cuarto, aprender a crear blogs o a usar los avances para su orientación académica y profesional…
Cuando se habla de tecnologías en la educación hay que distinguir dos objetivos: enseñar a los estudiantes a manejar bien unas herramientas imprescindibles para desenvolverse en la vida y el uso de las tecnologías para mejorar la educación, es decir, que los profesores enseñen mejor y los alumnos aprendan más.
Sobre el primero, casi nadie discute, pues está superada la idea de que “los nativos digitales” poco tienen que aprender de los adultos. El reciente estudio Siete mitos sobre niños y tecnología, de Lydia Plowman, de la Universidad de Edimburgo, y Joanna McPake, de la de Strathclyde, en Glasgow, tras observar durante un año a niños de tres y cuatro, concluye: “Mientras que la facilidad de algunos con la tecnología puede ser sorprendente, muchos otros no son nativos digitales. Pueden sentirse un poco abrumados, al menos inicialmente. Esto es evidente con los ordenadores, diseñados como tecnología para adultos en el lugar de trabajo”.
Por otro lado, puede parecer claro que las TIC ayudan a personalizar el aprendizaje; que parece mejor enseñar anatomía con imágenes en movimiento, reales y en tres dimensiones, que con una fotografía. Pero lo cierto, coinciden el profesor de la Universidade Aberta de Portugal Antonio Teixeira y el director del eLearn Center de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Albert Sangrà, es que resulta muy difícil medir la mejora y no hay estudios concluyentes al respecto. Sangrà cita una escuela holandesa donde ya solo se usan tabletas, pero el método es el mismo que hace 100 años, el Montessori. “Donde había regletas hoy hay tabletas, ¿quiere decir que el método es hoy mejor? Creo que no, simplemente han adaptado las herramientas. Y haciendo lo mismo, normalmente consigues lo mismo. La tecnología está retando a los profesores a cambiar sus métodos y ahí es donde puede traer el gran beneficio”.
Las formas de enseñar y aprender ya no caben en modelos cerrados en el espacio, el tiempo y los objetivos. Al modelo tradicional de educación se le saltan las costuras
Desde el Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), la investigadora Jen Groff añade que no solo hay que cambiar el cómo se enseña, sino también el qué. Groff es cofundadora del Centro para el Rediseño Curricular, asociado con la OCDE y el informe PISA y Gobiernos como el de Finlandia y Singapur. “Hay que repensar los contenidos por muchas razones, no solo porque hoy vivimos en un mundo digital. Cualquier defensor de la tecnología educativa le dirá: determine usted qué experiencias de aprendizaje desea proporcionar y, a continuación, busque las herramientas que le ayudarán a activarlas”.
El siguiente paso, dice Trujillo, es ir de las iniciativas de profesores a una “visión de centro, en conjunto”, porque no se trata de llevar la tecnología a la clase y que cada uno intente aprovecharla como pueda, sino de que los profesores y los equipos directivos busquen juntos las herramientas más adecuadas. “Que un día puede ser una salida al campo; otro, traer un pescador a clase para que hable de su oficio, y otro, una videoconferencia con niños de un colegio de Wisconsin”.
La directora del instituto de las Tres Mil Viviendas y el profesor encargado de las tecnologías, Antonio Estrada, comentan que muchos de sus alumnos no tienen Internet en casa y que se les puede ver por las tardes (a ellos y otras gentes del barrio) pegados a la valla para engancharse al wifi del instituto. “Aquí todo se descontextualiza, a veces parece que te dicen: ‘Yo te doy los ordenadores y tú verás…”.
Las pizarras digitales, coinciden Giménez y Estrada, son quizá uno de los mejores avances: los profesores ya se han adaptado y las usan con naturalidad: las proyecciones, los libros digitales, todo un mundo de recursos en Internet… “Es llamativo, ágil y rápido”, resumen. El problema es que se interrumpió el proyecto de digitalización de las aulas en segundo de la ESO y ahora van terminando de completar como pueden las instalaciones con los ahorros del centro y el premio que recibieron recientemente de la Fundación SM por su lucha contra el abandono escolar.
El contexto de crisis económica y recortes (más de 6.400 millones de euros desde 2010) ayuda poco al proceso de cambio, no solo por la falta de recursos, sino porque también crea un clima de hartazgo y confrontación. A ello se suma un proyecto de ley, la LOMCE, que nace con gran parte de la comunidad educativa en contra. Recoge, no obstante, el impulso a las nuevas tecnologías. El ministro José Ignacio Wert confesó en una reciente entrevista que le hubiera gustado ir más lejos en este apartado. Sobre la falta de recursos, respondió: “Ahora mismo, la tendencia que en EE UU se está imponiendo en cuanto al uso de las TIC es el bring your own device [trae tu propio cacharro]”. Esa tendencia existe, pero quizá es un tema peliagudo si se plantea en el Antonio Domínguez Ortiz de Sevilla o si se piensa, como dice Trujillo, “que la conectividad [a Internet] sigue siendo un problema”.
Un problema que ha sufrido, junto al aumento de alumnos por clase “hasta 33” en el Santamarca, un instituto público de una zona de clase media de Madrid, en su iniciativa de introducción de las tabletas en las aulas. El proyecto IDEA, de la Fundación Albéniz, está en 12 centros de cinco comunidades autónomas; en el Santamarca empezaron el año pasado en una clase y hoy está en cuatro aulas de la ESO. Las familias han de comprar las tabletas, e IDEA pone el soporte tecnológico donde las editoriales vuelcan sus productos (los padres también tienen que pagarlos, pero cuestan menos que en papel), con acceso a un banco de contenidos y en el que se centralizan todo tipo de herramientas de comunicación entre alumnos, docentes y familias, y de gestión (de asistencia, control de notas, etcétera).
El proyecto va bien, dicen la tutora de una de las clases, Mar Merino, y la directora, Ana Rodríguez. Pero señalan dificultades, y no solo de infraestructura. Por ejemplo, una alumna imprimió en papel todos los contenidos de la tableta porque su madre le dijo que si no, no se lo iba a aprender. Hay que enseñar a los chavales, dice Merino, técnicas de estudio aplicadas a los nuevos métodos, pero también hay que explicar los cambios a las familias.
Porque cuando un adulto piensa en la escuela, tiende a recordar cómo le enseñaron a él. “Se da la paradoja de padres que a lo mejor dirigen empresas punteras y están diciendo que la tecnología lo tiene que cambiar todo, después exigen al maestro que dé clase a su hijo de la misma manera que le enseñaron a él”, dice Albert Sangrà. Por eso, añade Teixeira, es tan importante que en la formación de los docentes estos usen las nuevas herramientas.
“Aquí estamos hablando de la tecnología como plataforma de pruebas”, dice el profesor de la Politécnica de Cataluña (UPC) Eduard Alarcón. Él fue uno de los encargados de repensar la titulación de Ingeniería de Telecomunicaciones. Cuando vieron que sus titulados quizá flojeaban en competencias más genéricas, como el diseño, se incorporaron a una iniciativa internacional, nacida en el MIT y en tres universidades suecas, llamada CDIO. “Está basado en la resolución de problemas en sistemas complejos y en la interdisciplinaridad”, explica. Así, tal vez en un proceso parecido al de aquel chaval de Sevilla que veía a través de unas fotos que las “matemáticas son más que números en una pizarra”, los alumnos de teleco conectan y aplican desde el primer año en distintos proyectos las fórmulas, las estructuras, los circuitos…
En Villaverde, un barrio humilde de Madrid, los chicos aprenden a programar aplicaciones para Android con un método de aprendizaje del MIT
En tercero, el proyecto se lleva a cabo en equipos de 18 alumnos. Uno de ellos está construyendo un nanosatélite en el NanoSat Lab de la UPC, un moderno laboratorio. “El primer día les dices que van a hacer un satélite y no les cuentas mucho más. Luego, en 10 horas les ofreces el marco general, y después se les da autonomía”, explica Alarcón.
De Barcelona a Madrid. Unos chavales juegan al fútbol en una pista de un parque de Villaverde. Uno de ellos se dirige a un tipo con perilla de treinta y tantos: “Señor, señor, ¿puede poner unas bulerías?”. “Bueno, pero dime un título”. “No sé”. “¿Camarón?”. “Vale”. El hombre pulsa las teclas de su teléfono móvil y empieza a sonar Volando voy en unos altavoces colgados en una farola. El señor del móvil se llama Carlos Flores y trabaja en la Asociación Semilla, que pelea por la integración social de los muchos jóvenes que corren serio riesgo de exclusión en el humilde barrio.
Flores es un ingeniero informático que se encarga de dos proyectos de educación no formal a través de las tecnologías. La idea es aprender de forma colaborativa, jugando, tocando y haciendo y conectando disciplinas, de una forma parecida a la que proponen en la Politécnica de Cataluña. Uno de los talleres es para chicos y chicas de 6 a 16 años con problemas en la escuela –porque van retrasados o, simplemente, porque no van–, y el otro, a jóvenes de 16 a 25 que ya han abandonado.
Han adaptado el método de aprendizaje e investigación del Living Lab, nacido en el MIT y vinculado al Media Lab. Con él, los chicos aprenden a programar aplicaciones para Android (el sistema operativo de muchos móviles) en una primera fase; en la segunda profundizan en el desarrollo de software, y en la tercera diseñan y ejecutan un proyecto. Por ejemplo, el año pasado hicieron el Boombox: un dispositivo compuesto con un microordenador, una antena de wifi y unos altavoces colgados en una farola de un parque de Villaverde. El sistema está conectado con el programa de música online Spotify, y, durante el día, quien pase por allí puede conectarse y elegir canciones con el teléfono móvil.
Utilizan software libre, sistemas abiertos, Moodle, guías y videoguías, un mundo de conocimiento, de sistemas y de aplicaciones que hoy se pueden encontrar fácilmente por Internet, de conocimientos que la gente y las instituciones –muchas universidades– comparten. Flores cuenta que hay quien se sorprende por las cosas que consiguen chavales que fracasaron en la educación formal, pero él cree “en el poder de las tecnologías para el cambio social” y “en que cualquiera puede ser innovador si se le dan las condiciones”. Cuenta además que convencieron a IBM para que algunas de sus delegaciones dejaran que los chavales formados en sus talleres pudieran participar en los procesos de selección para trabajar en sus filiales, abiertas normalmente solo a ingenieros. Algunos han conseguido entrar.
“Las instituciones de educación superior deben estar nerviosas por el día en que tú puedas hacer una serie de MOOC [cursos masivos en línea] y otros tipos de experiencias de aprendizaje y luego acreditar lo que has aprendido. Eso sí que realmente pondrá en duda el valor de un título universitario”, dice Jen Groff, del Media Lab.
La irrupción hace unos años de los MOOC ha provocado negros presagios sobre el fin de las universidades. Consisten en colgar materiales en Internet –clases grabadas, bibliografía, podcast, etcétera– que el alumno puede seguir desde cualquier parte del mundo e interactuar y aprender con los compañeros. Algunos requieren registrarse y en la mayor parte de los casos solo hay que pagar algo si se quiere obtener un certificado de asistencia (que no un título o diploma).
“Muchos hablaron de que llegaba un tsunami, pero yo creo que se trata de un glaciar que irá creciendo y cambiando todo, pero no hasta destruirlo”, opina Alastair Creelman, profesor de la Universidad de Linnaeus, en Suecia. Así, tanto él como Sangrà y Teixeira creen que los MOOC serán una herramienta más en un mundo híbrido, pero eminentemente digital. “Las universidades tradicionales tendrán más alumnos en línea que presenciales. Pero será híbrido también en el sentido de que los estudiantes cursarán unas asignaturas presenciales y otras a distancia”. Pero claro, añade Sangrà, cuando uno se asoma al futuro utilizando parámetros actuales, corre un gravísimo riesgo de equivocarse. ¿Qué diría Asimov de todo esto?
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