Augusto Klappenbach
La culpa es de ellas
Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
Escritor y filósofo
Años después de la aprobación de la ley contra la violencia de género y de innumerables campañas de opinión sobre el tema, teléfono de asistencia a las víctimas, casas de acogida y manifestaciones ciudadanas, los resultados no parecen cambiar demasiado. Siguen los homicidios semanales e incluso se habla de un aumento de actitudes machistas y de violencia contra las mujeres en grupos de edad cada vez más jóvenes.
Hace algo más de treinta años las mujeres casadas no podían firmar contratos ni abrir cuentas bancarias sin permiso del marido. El número de mujeres dedicadas a la política o a la dirección de empresas importantes era insignificante. En la administración de justicia y en la medicina las mujeres eran una excepción. El papel de la mujer, aceptado por muchas de ellas, consistía en el cuidado del hogar y de los niños, y su poder se limitaba a la presión afectiva y la gestión de la culpa, aspectos compatibles con su papel de sumisión en la vida familiar y pública.
Todo comenzó a cambiar con la llegada de la democracia, y aunque aún se está lejos de la equiparación con los hombres en muchos aspectos, la mujer ha penetrado muy rápidamente, en términos históricos, en el mundo político y los cargos de gestión de la sociedad. Ha aumentado el número de mujeres en puestos de poder, su presencia en el mundo de las principales profesiones e incluso su poder de decisión en muchas familias donde antes solo contaba la palabra del marido.
¿Nos podemos extrañar de que este cambio provoque una reacción violenta en muchos hombres acostumbrados a considerar a la mujer como una posesión suya? ¿Quién tiene interés en matar a una persona que se ocupa de las tareas de la casa y se somete dócilmente a las exigencias de su marido? Mientras no se cuestionaron los papeles femeninos tradicionales, no estuvo en peligro la vida de las mujeres. La violencia, aunque muy presente en estos casos, no suele tomar la forma de un homicidio y ni siquiera suelen presentarse denuncias por agresiones físicas o violencia verbal.
Pero cuando las mujeres comienzan a reivindicar su papel en la sociedad y a tomar sus propias decisiones las cosas cambian, y mucho más si deciden separarse de su pareja. Se activan en algunos hombres los mismos mecanismos que se disparan cuando se les priva de una propiedad a la que suponen que tienen derecho: si no va a ser para mí que no sea para nadie.
Es difícil saber si la violencia machista ha aumentado en los últimos tiempos; hace cuarenta años no se llevaban estadísticas que discriminaran los crímenes machistas de los otros y las denuncias por violencia física o psíquica eran prácticamente inexistentes. Es posible que la diferencia radique en la falta de publicidad de antaño. Pero también es probable que al menos las agresiones físicas graves y los homicidios hayan crecido en la misma medida en que aumentó el número de mujeres que han decidido tomar las riendas de su propia vida. La mentalidad primitiva de muchos hombres no cambia al mismo ritmo que aumenta la autonomía femenina. Por supuesto que son indispensables las leyes, y sobre todo los servicios sociales de apoyo y los esfuerzos en la educación de los jóvenes. Pero me temo que el precio de esa autonomía femenina implica un aumento de la resistencia por parte de quienes no terminan de aceptarla. Y esto tiene difícil solución, porque esos hombres comparten la tesis del libro recientemente publicado por el arzobispado de Granada: la culpa es de ellas, por negarse a ser sumisas.
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