Sara Mesa
Duerme Ramsés II en su gélida sala.
Amanece en París.
Desterrado de su Egipto natal
hace mucho que el gran faraón
ya no llora.
Horas después me detendré a mirarlo
y rozaré ligeramente sus rodillas de piedra
con mi mano.
Qué gran mentira decir que vi a Ramsés II.
Lo que de él me llegó
fue un halo de abandono,
la nostalgia de Tanis,
la reverberación tardía del flash de tantas cámaras.
Desde su asiento trágico y solemne
me contempla y me engaño:
sabiendo que jamás penetré
en su duro secreto
aún digo por ahí que qué belleza.
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